Abbey estaba sentada en la cama deshecha, con las piernas cruzadas y el ordenador portátil delante, conectado con FireWire al misterioso disco duro. Llevaba impresa en un lado la siguiente información:
#785A56H6T 160Tb
CLASIFICADO: NO DUPLICAR
Propiedad de NPF
Instituto Tecnológico de California
Dirección Nacional de Aeronáutica y del Espacio
En el reloj de cinco dólares del motel, atornillado a la mesilla de noche de fórmica para que no lo robasen, brillaban las doce de la noche. Habían llegado al aeropuerto Washington-Dulles a las ocho, y después de una hora en coche por el culo del mundo, en la Virginia suburbana, Ford había encontrado un motel donde consideraba que podía haber cajas fuertes. No era el Watergate; de hecho, a Abbey no le gustaba nada. No había servicio de habitaciones, la habitación olía a tabaco de muchos días y las sábanas se veían sospechosamente sucias. Ford se había registrado sin mostrar ningún documento, y pagando al contado. El recepcionista, un personaje sórdido, les había dirigido miradas insinuantes, y Abbey se imaginaba bastante bien el tipo de ideas asquerosas que le pasaban por la cabeza.
Tras pedirle una pizza, Ford había desaparecido sin querer decirle adonde iba, pero con la promesa de volver antes de que amaneciese. La había dejado con un portátil, el disco duro e instrucciones para acceder al contenido.
Del dicho al hecho había un largo trecho. Abbey llevaba horas intentándolo sin éxito. El disco no era de ninguna marca que reconociese, o que pudiera averiguar por internet; parecía exclusivo, y de muy alta densidad. Ningún disco normal de aquel tamaño podía tener una capacidad de 160 terabytes. Exclusivo de la NPF, y protegido por una contraseña. Había probado todas las posibilidades obvias: «contraseña», «dejameentrar», «qwerty», «12345678» y un sinfín de combinaciones habituales, tomadas de listas de contraseñas comunes que circulaban por la red. Después había pasado a las combinaciones a partir de los nombres y apellidos de Corso, su fecha de nacimiento, el nombre, apellidos y fecha de nacimiento de su madre, varios nombres de calles y sitios cerca de su casa, bares del barrio, nombres de sus equipos del instituto y la universidad, mascotas, principales grupos y canciones de su adolescencia…, en suma, todo lo que pudiera averiguar acerca de él partiendo de su edad y de la información sacada de internet. A partir dé cierto punto, había pensado que seguía la estrategia equivocada. La contraseña tenía que haber sido creada por el misterioso profesor que había robado el disco a la NPF. De aquel hombre no sabía nada, ni siquiera el nombre. ¿Cómo iba a adivinar su contraseña? Y había una posibilidad todavía peor: que aún tuviera una contraseña de la NPF, poco menos que imposible de descifrar.
Se bajó varios programas de internet e intentó un ataque por la fuerza bruta, usando hashes y tablas precalculadas, pero fue inútil. Empezaba a parecer imposible. Por lo que estaba viendo, el disco estaba protegido con criptografía de ámbito militar.
De todos modos solicitaba una contraseña, lo cual era buena señal. Tenía que haber otra manera de resolver el problema. Abrió su sexta Coca-Cola Light y la bebió a trago limpio. Después, como sentía la necesidad de más pitanza, buscó en la caja de pizza y arrancó del cartón un último trozo frío y duro. Lo devoró, acompañándolo con más Coca-Cola.
Pensó en sus propias contraseñas, y en cómo las elegía. La mayoría estaban concebidas in situ, y solían ser palabras malsonantes mezcladas con los primeros dígitos de pi o e, dos números que había memorizado in extenso, sin ninguna razón especial, cuando iba a secundaria. Sus preferidas eran M3ile4rld5a9 y J2o7dle8t2e8: simples de recordar, e imposibles de descifrar. Probó con ambas, solo por probar, pero tampoco funcionó.
Entre sorbo y sorbo de Coca-Cola se imaginó el último día del profesor en el trabajo, qué tenía que ser que te echasen diciendo que tuvieras despejada la mesa a las cinco. Estaba bastante cabreado para robar un disco duro con datos secretos. Nada más llegar a casa debía de haber modificado la contraseña del disco para que no pudiera abrirlo nadie de la NPF.
Suspiró y tiró la lata de Coca-Cola a la papelera. La lata rebotó en el borde y rodó por el suelo, manchando una alfombra que ya estaba sucia.
—Mierda —dijo en voz alta.
Lástima no tener un porro para relajarse y ayudar a que su cerebro flotara un poco hasta encontrar la solución.
Retomó el razonamiento anterior. El profesor debía de haber cambiado la contraseña inmediatamente después de llegar a casa. Cerró los ojos, tratando de visualizar la escena: el profesor imaginario llega a algún bungalow de mala muerte del sur de California, con la moqueta manchada y su mujer quejándose en el piso de arriba de que no tuvieran dinero. Se saca el disco duro de los calzoncillos, o de donde se lo haya metido, y lo enchufa al portátil. Está furioso, indignado, sin creerse lo que le ha pasado. No piensa con claridad. Ahora bien, tiene que cambiar la contraseña; eso es básico. Total, que teclea la primera que se le ocurre.
¿Qué le pasaba por la cabeza justo en aquel momento?
Abbey tecleó alamierdaNPF. Nada.
Recordó las normas estándar: las buenas contraseñas tienen que consistir como mínimo en ocho caracteres de números y letras mezclados, en minúscula y mayúscula.
Tecleó alamierdaNPF 1.
Bingo.