53

Abbey subió a un taburete de Moto's, mientras Ford ocupaba el de al lado. Era un bar neoyorquino ultramoderno, en la zona portuaria de Williamsburg, decorado en blanco y negro, con falsos biombos shoji a rayas y mucho esmalte en blanco y negro, cristal esmerilado y cromo. Detrás de la barra había una pared de botellas de alcohol, con iluminación de un blanco frío que las hacía brillar. Eran las cuatro de la tarde de un lluvioso día laborable, y el local estaba vacío.

Mientras tomaban asiento se acercó un japonés calvo, de cuerpo cuadrado y gafas con montura negra. Vestido a la manera tradicional, deslizaba una mano por la barra, sujetando por la esquina una pequeña servilleta que detuvo justo frente a Abbey.

—¿Señora?

Ella vaciló.

—Un botellín de agua Pellegrino.

La mano resbaló hacia Ford, con otra servilleta entre el pulgar y el índice.

—¿Caballero?

—Un martini de Beefeater —dijo Ford—, sin hielo, muy frío y con piel de limón. Seco.

Un brusco sí con la cabeza, y el japonés empezó a preparar las bebidas con una eficacia de virtuoso.

—Usted debe de ser el señor Moto —dijo Ford.

—¡El mismo!

El rostro de Moto se iluminó con una sonrisa deslumbrante, mientras sacudía el cóctel y lo servía haciendo una fioritura.

—Yo me llamo Wyman Ford. Amigo de Mark Corso.

—¡Bienvenido! Aunque Mark no está; llegará por la noche, a las siete.

Lanzó la coctelera por los aires, la recogió, la limpió y la encajó en un soporte.

—Vengo del parque McGolrick —dijo Ford.

—Lo siento, pero tengo malas noticias.

—¿Ah, sí?

Moto quedó en suspenso al ver su mirada.

—A Mark y a su madre los han matado en algún momento de la noche o la mañana. Robo con escalo. Moto seguía inmóvil, estupefacto.

—Ahora está allí la policía.

Dio una palmada en la barra y se quedó encorvado, con una mano en la cabeza.

—Dios mío… Dios mío, qué horror…

—Lo siento mucho.

Guardó un momento de silencio, tapándose la cara.

—Lo que hacen estos gamberros. ¿A su madre también?

Ford asintió con la cabeza.

—Gamberros… Era un buen chico. Inteligente. Dios mío…

Moto estaba muy afectado.

Ford hizo un gesto de compasión con la cabeza.

—¿Trabajaba de camarero para usted?

—Desde que volvió, cada noche.

—¿Qué pasó? ¿Se quedó sin trabajo en California?

Moto agitó la mano.

—Trabajaba en la National Propulsión Facility. Lo echaron. ¿Ya han pillado a los gamberros?

—Todavía no.

—Espero que los manden a la silla eléctrica —comentó Abbey. Moto asintió vigorosamente. Tenía los ojos rojos.

—Mark era amigo mío de hace tiempo —prosiguió ella.

—Me cambió la vida.

Ford se volvió a mirarla de manera bastante incisiva.

—Me dio clases de mates en primero de instituto. Siempre me salvaba el culo. Parece mentira. ¡Si lo vi justo ayer! Me dijo que había descubierto algo importante allí en la NPF; algo sobre rayos gamma.

Moto volvió a asentir.

—Se quería vengar, porque le estaban negando la indemnización. El despido lo dejó hecho polvo. Nunca lo había visto tan hecho polvo.

—¿Y cómo pensaba vengarse?

—Decía que había encontrado algo, pero que ellos lo ignoraban, y que pensaba hacérselo pagar. Pobre chaval… Empezó a empinar un poco el codo en el trabajo. Cuando un camarero se empieza a meter en el ajo…

Dejó la frase a medias, para no hablar mal de un muerto.

—¿Qué había encontrado? —preguntó Abbey.

Moto se secó los ojos llorosos.

—Madre mía. Qué gamberros.

—¿Qué había encontrado? —repitió Abbey suavemente.

—No me acuerdo. Sí, un momento: dijo que había encontrado algo en Marte, algo que emitía rayos.

—¿Rayos? ¿Eran los rayos gamma?

—Creo que fue eso lo que dijo.

—¿Y a ellos cómo se lo iba a hacer pagar, exactamente?

—Una noche, cuando ya llevaba encima algunas copas, me enseñó un disco duro que había sacado de la NPF.

—¿Cómo? ¿Qué había dentro?

—Dijo que lo había robado un amigo suyo profesor, y que se lo había dado a él. En el disco había algo que le iba a hacer famoso y a cambiar el mundo, aunque no me dijo qué era. No hablaba con mucha coherencia.

—¿Y ahora dónde está el disco?

Moto sacudió la cabeza.

—Ni idea. ¿Qué más da? Gamberros… También han matado a su madre… En este mundo de mierda hay demasiados gamberros. En la punta de la nariz le temblaba una lágrima.

Se oyó una sacudida, y la campanilla de la puerta. Moto se enjuagó rápidamente los ojos, se sonó la nariz y recobró la compostura. Había entrado un hombre con jersey gris de cuello alto, chaqueta de tweed y pantalones caqui de sport, que se sentó en la otra punta de la barra. Abbey aguzó la vista. Era idéntico a su antiguo profesor de cálculo en Princeton.

Moto bajó la cabeza.

—Perdonad —dijo en voz baja—; es que tengo un cliente. Se alejó a lo largo de la barra. Abbey se volvió hacia Ford.

—Ya estamos otra vez con los rayos gamma.

—Lo que buscaba el asesino al dejar la casa patas arriba era el disco duro.

—Sí, y seguro que es donde están los datos de rayos gamma, en el disco duro.

Ford no contestó. Abbey vio que estaba mirando al hombre que estaba apoyado al final de la barra, el nuevo cliente, quien hablaba con Moto en voz baja.

Después de un rato de conversación, este empezó a levantar la voz y a adoptar un tono lastimero, aunque todavía no hablaba bastante alto como para entender lo que decía. Abbey trató de no hacer caso y reflexionar sobre el problema de los rayos gamma de Marte, pero reparó en que Ford miraba fijamente al cliente, y tuvo curiosidad por saber por qué le interesaba tanto.

—¡No pienso decirte nada, gamberro! —exclamó de pronto Moto.

El desconocido dijo algo en voz baja.

—¡No pienso contestar a tus preguntas! ¡Vete o llamo a la policía! —Moto se sacó del bolsillo un teléfono móvil y empezó a marcar un número.

—¡Estoy marcando el novecientos once!

El hombre le arrancó el móvil de un puñetazo, al tiempo que metía una mano en la chaqueta y sacaba una pistola de grandes dimensiones.

—Pon las manos en la barra —dijo. Cuando Moto las levantó, la pistola pasó a apuntarles a ellos dos.

—Eh, vosotros, que os tengo calados. Arreando para aquí.

Antes de que Abbey pudiera contestar, Ford se levantó de un salto, la hizo bajar del taburete y la echó al suelo, tras la curva de la barra. Inmediatamente después el hombre empezó a disparar, con una especie de zumbido más agudo de lo normal que hizo temblar la barra. ¡Zum! ¡Zum! La pared de cristal de detrás de la barra estalló en fragmentos. Ford arrastró a Abbey por el suelo.

—¡Muévete! ¡Gatea!

¡Zum! Les cayeron encima cristales rotos y bebidas alcohólicas. Abbey oyó de fondo las obscenidades que gritaba Moto, con la palabra «gamberro» en lugar destacado; luego una serie de disparos de otra pistola, mucho más fuertes: ¡Bum! ¡Bum! ¡Bum! ¡Bum! Y otra vez la misma palabra—: ¡Gamberro!

Siguió frenéticamente a Ford hacia el fondo.

¡Zum! ¡Zum! Cayeron más trozos de cristal y botellas, mientras giraban en el aire astillas de madera y trozos de aislante y de tabique. Moto rugió algo en japonés.

¡Zum! ¡Zum! Por encima de Ford y de Abbey, la barra se deshizo en esquirlas de madera, pedazos de metal y trozos de pladur y de aislante.

—¡Volved aquí! —gritó el hombre.

De pronto Moto estaba junto a ellos, inestable, jadeante, salpicando sangre por la boca al toser. Apretando entre sus manos un enorme revólver, se volvió y pegó dos tiros más, sin puntería.

¡Zum, zum!, fue la respuesta. Justo al lado de Abbey se estampó en el suelo una nevera pequeña de bar, con varios agujeros de bala, que despidió una nube de freón condensado; y pegada con cinta aislante a la parte trasera había una cajita delgada de aluminio cepillado, con un logo impreso en el que Abbey solo vio las iniciales NPF.

Lo arrancó casi sin pensar y se lo metió en el cinturón.

—¡Corre! —dijo Ford volviéndose y cogiéndola por el brazo.

Salieron disparados por la puerta, que daba a un pequeño almacén lleno de cajas. Al fondo había otra puerta. Ford la echó abajo. Corrieron a toda velocidad por una escalera estrecha que llevaba a un pasillo del sótano. Después de otro recodo, y de otra escalera —esta vez de subida—, cruzaron un par de puertas metálicas de seguridad y se encontraron en un callejón. Ford, que seguía cogiendo a Abbey por el brazo, la arrastró por la calle hasta una esquina muy transitada. Se detuvieron para respirar.

—¿Estás bien? —preguntó.

—No lo sé.

—Abbey tragó una bocanada de aire, mientras el corazón le galopaba dentro del pecho.

—Estás sangrando.

Ford sacó un pañuelo y se lo pasó por la cara.

—No tiene importancia. Hay que salir de aquí.

Levantó una mano y silbó para llamar a un taxi.

Abbey se sacudió los trozos de cristal del pelo, intentando controlarse. Le temblaban las manos. Era horrible ver cómo mataban a un hombre en tus narices; le recordó otra vez a Worth tirado en la cubierta, con la cabeza reventada sobre un charco de sangre. Se inclinó y vomitó en la acera.

—¡Taxi! —bramó Ford, a la vez que le daba el pañuelo.

Abbey trató de incorporarse, sin aliento, y se pasó el pañuelo por la boca.

—¡Taxi!

—¿No esperamos a la policía?

—Ni por asomo.

—Ford paró un taxi, abrió la puerta y la hizo subir a empujones.

—A La Guardia —le ordenó al taxista.

—Vaya por Grand hasta Flushing, y no se meta en la autopista.

—Usted mismo, jefe. Serán diez minutos más.

El taxi dio una sacudida y se adentró en el tráfico.

—¿Por qué corremos? —dijo Abbey, casi gritando.

Ford se apoyó en el respaldo, con la cara cubierta de sudor. Le salía sangre por un corte en el puente de la nariz.

—Porque no sabemos quién acaba de intentar matarnos.

—¿A nosotros? ¿Por qué?

Sacudió la cabeza.

—No lo sé. Era un profesional. Si nuestro difunto y valeroso amigo no hubiera tenido aquella pistola detrás de la barra, estaríamos todos muertos. Tengo que llevarte a algún sitio seguro. No debería haberte metido en todo esto.

Abbey sacudió la cabeza, que le palpitaba.

—Esto es una locura. ¿Qué coño está pasando? .

—Alguien busca el disco duro, y a juzgar por lo que ha dicho podría suponer que lo tenemos nosotros.

Abbey metió la mano en la chaqueta y sacó la caja de aluminio, que llevaba colgando una cinta adhesiva.

—Es que lo tenemos. Esto estaba pegado con cinta a la parte de atrás de la nevera.

Ford se quedó mirándola.

—¿Te ha visto cogerlo el que nos disparaba?

—Creo que sí.

—Mierda —dijo en voz baja.

—Mierda.