En un griego de enfrente del parque McGolrick, con una hamburguesa de queso, un café y el Post, Harry Burr veía correr la lluvia por el cristal reforzado del escaparate, formando riachuelos siempre cambiantes. Los riachuelos seguían leyes matemáticas; leyes que describían el caos, y que venían a ser como las que describían un golpe. Un caos controlado. Porque nunca se podía prever todo. Siempre había alguna sorpresa, como que estuviera en casa la entrañable mamita después de que Corso le hubiera dicho que estaba solo. O que se hubiera visto obligado a matar a Corso.
Siempre alguna pequeña sorpresa.
Enfocó la vista más lejos, hacia la esquina del parque McGolrick, por donde se veía claramente la casa adosada donde se había cargado a Corso y a su madre. El cerebrito había estado a punto de decirle dónde estaba el disco duro; se meaba de ganas de contárselo… y justo entonces va y entra la vieja.
Bebió a sorbitos el café, bien cargado, y contempló el espectáculo mientras hojeaba el Post. No había encontrado el disco duro, pero sabía en qué bar había trabajado Corso, y la dirección de su antiguo compañero de piso. El disco duro estaría o bien en el bar o bien en la casa del amigo. Empezaría por el bar. Si Corso era listo de verdad, podía habérselo mandado a sí mismo por correo, o incluso haberlo guardado en una caja fuerte, aunque Burr estaba casi seguro de que no andaba demasiado lejos.
Tras otro sorbo de café, pasó las páginas del periódico, simulando leerlo. El restaurante no había tenido mucha clientela. Ahora estaba vacío; casi todos habían acabado deprisa y se habían ido al parque para ver la función. Observó a la multitud en busca de posibles parientes o amigos —una novia— a quienes Corso también pudiera haber dado el disco.
Se empezó a fijar en dos personas del parque, una chica negra y un hombre alto y de facciones marcadas. Parecían demasiado atentos, demasiado alejados del resto para ser simples mirones de barrio. Miraban, observaban. Estaban implicados.
Se los grabó en la memoria por si volvía a verlos.