A Abbey le sorprendió la rapidez con que el parque empapado de lluvia se llenaba de gente. Salían de casas y de apartamentos: mujeres de pelo blanco que hablaban en polaco, hombres maduros con barrigones de bratwurst, profesionales jóvenes, adolescentes raperos, yonquis, borrachos, tenderos y yuppies, todos ellos unidos frente a la pequeña casa de tres pisos, en una multitud no muy tupida. Ford y Abbey se mezclaron con ella, mientras la policía impedía el paso, instalaba barreras y bloqueaba la calle. Llegaron dos ambulancias, seguidas por coches sin identificar llenos de detectives de homicidios con traje marrón, una furgoneta de la policía científica y, en último lugar, las de los informativos locales.
Abbey se internó hacia la primera fila, atenta al murmullo de voces. Por alguna razón, como por ósmosis, la gente lo sabía todo: dos cadáveres encontrados en el recibidor, con tiros a bocajarro, y la casa revuelta. Nadie había oído nada, ni se había fijado en gente rara; nadie había visto tampoco coches aparcados delante de la casa.
Mientras la poli iba pegando gritos a una multitud cada vez más nutrida, Ford le hizo a Abbey una señal con la cabeza, y se acercaron a un grupo de mujeres del barrio.
—Perdonen —dijo él—, es que soy nuevo en el barrio. ¿Qué ha pasado?
Se volvieron, entusiasmadas, y empezaron a hablar todas a la vez, interrumpiéndose, mientras Ford, por su parte, las animaba mostrando interés con ojos muy abiertos, añadiendo exclamaciones y objeciones. Abbey volvió a sorprenderse de la habilidad camaleónica de Ford para interpretar un papel y sonsacar información.
—Han sido la señora Corso y su hijo Mark… Él acababa de volver de California… Una mujer encantadora; su marido la dejó viuda de un infarto hace bastantes años… Desde entonces iba tirando como podía… Vivían aquí desde siempre… Buen chico, muy estudioso; fue a la Universidad Brown…Trabajaba en Moto's para pagarse los gastos… Parece que fue ayer cuando jugaba a pelota en el parque… Una tragedia…
Una vez agotada la información de las señoras, se retiraron al borde de la multitud. Ford estaba muy serio.
—¿Qué cargo tenía en el archivo de personal? —preguntó a Abbey.
—Técnico superior de análisis de datos.
Ford abrió su móvil sin decir nada más y llamó a la centralita de la NPF. No tardaron en ponerle con Derkweiler.
—Soy Ford, el de la Agencia —dijo con voz seca.
—Corso, aquel que trabajaba para usted… ¿Qué hacía exactamente, y por qué lo despidieron?
Siguió un largo silencio, durante el cual Ford estuvo atento al teléfono. Lo único que oía Abbey eran los graznidos de la voz de Derkweiler al otro lado de la línea. Ford le dio las gracias y colgó.
—¿Qué? —preguntó Abbey.
—Era el encargado de procesar los datos visuales y de radar del Mars Mapping Orbiter. —¿Y…?
—Le echaron por despido procedente. Según Derkweiler, no tenía «capacidades adecuadas de priorización», «se obsesionó con unos datos irrelevantes de rayos gamma», se negó a seguir las instrucciones y montó una escena en una reunión científica.
Abbey reflexionó.
—«Obsesionado», ¿eh?
Ford carraspeó.
—¿Tú qué sabes sobre los rayos gamma?
—Pues que en Marte no debería haberlos.