Durante sus estudios en Princeton, Abbey había hecho varios viajes a Nueva York con sus amigas, pero nunca habían salido de Manhattan. Al borde del parque de Monsignor McGolrick, en Brooklyn, con la lluvia cayendo del paraguas, se dio cuenta de que era un Nueva York que nunca había visto, un verdadero barrio de clase trabajadora, con bloques de pisos modestos, casas en fila con los lados de vinilo, talleres de duplicado de llaves, tintorerías y restaurantes de barrio.
—El ochenta y siete de la avenida Driggs —dijo, consultando un plano húmedo.
—Debe de ser la calle del otro lado del parque.
—Vamos.
Dos días antes, sus llamadas a antiguos empleados de la NPF habían dado en el filón de un tal Mark Corso, técnico. Haciéndose pasar por una periodista que escribía un artículo de denuncia sobre prácticas de personal injustas en la NPF, lo había puesto como una moto. Corso no solo estaba cabreado por el despido, sino ansioso por revelar los más oscuros secretos de la NPF; al menos, eso era lo que decía. También había insinuado que tenía información importantísima, que dejaría a la NPF «a la altura del betún».
Una vez atravesado el parque, cruzaron la calle hacia una casa de una hilera de viviendas idénticas, con churretes de humedad y las cortinas echadas. Subieron los escalones. Ford llamó al timbre. Abbey lo oyó sonar por dentro, solitario. Una larga espera. Ford volvió a llamar.
—¿Seguro que te dijo a las cuatro?
—Segurísimo —afirmó Abbey.
—Quizá se lo haya repensado.
Abbey buscó en su bolso el móvil que le había dado Ford, y marcó el número del de Corso.
—¿Lo oyes?
Oía música dentro de la casa, justo en el límite de lo audible.
Ford se inclinó hacia la puerta.
—Cuelga y vuelve a llamar —ordenó.
Abbey lo hizo.
La música paró. Sonó otra vez al cabo de un instante.
—Tiene que ser el suyo —dijo Abbey.
—Solo un ingeniero de la NASA tendría como tono de llamada el tema de Serenity.
No se podía mirar dentro; todas las cortinas estaban ajustadas, incluso las del piso de arriba. Parecía una casa cerrada a cal y canto. La puerta tenía tres ventanitas dispuestas en diagonal, pero eran de un cristal biselado, opaco y de colores.
Ford se arrodilló para examinar la jamba y la cerradura.
—No hay señales de que esté forzada.
—¿Qué podemos hacer?
—Una llamada anónima a la policía —propuso—, y esperar.
Cortaron por el parque hasta un rincón donde había una cabina vieja. Ford levantó el auricular con un pañuelo y marcó el 911.
—Avenida Driggs ochenta y siete —dijo con voz ronca.
—Es una emergencia. Vayan ahora mismo.
Colgó. Viéndolo salir, a Abbey le alarmó la seriedad de sus facciones, tan marcadas. Iba a decir algo gracioso, pero al final se abstuvo.
Ford volvió tranquilamente por el parque, con las manos en los bolsillos y Abbey a su lado. Se refugiaron de la llovizna en un pabellón seudoclásico, donde esperaron la llegada de la policía. En pocos minutos bajaron por la avenida Driggs dos coches patrulla con las luces puestas, pero con las sirenas apagadas. Frenaron. Dos polis del primer vehículo subieron a la puerta principal y llamaron. No contestó nadie.
—Acerquémonos un poco más —dijo Ford, yendo hacia allí, pero no en línea recta.
En esos momentos en la puerta había tres policías, que llamaban de modo persistente, mientras otro se quedaba en el coche patrulla y hablaba por la radio. Uno de los polis fue a buscar una barra a su coche y la clavó en una de las ventanitas de la puerta. Retiró los cristales, metió la mano y quitó el pestillo.
Los dos polis desaparecieron dentro de la casa, uno de ellos con una radio portátil.
Ford cruzó rápidamente la calle y se asomó a la ventanilla del segundo coche patrulla.
—¿Pasa algo?
—Un control de rutina —contestó el poli, haciéndole señas de que se alejara.
De repente su radio se encendió.
«Tenemos un doble homicidio diez veintinueve en el ochenta y siete de Driggs; hay dos coches patrulla precintando el lugar de los hechos». Otra ráfaga. «Dos ambulancias y los de la brigada científica de camino; división de homicidios diez trece…». La radio siguió en el mismo registro. Se oyeron sirenas casi de inmediato. Desde su privilegiado observatorio del otro lado de la calle, Abbey vislumbraba el interior de la sala a través de la puerta: una pared salpicada de sangre, y debajo un pie descalzo de mujer.