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Abbey esperó detrás de Ford, que dio unos golpes en la puerta abierta del despacho del doctor Charles Chaudry, director de la misión Marte. El traje nuevo, imposición de aquel, le picaba y le daba calor, sobre todo porque era junio en California.

El director se levantó y salió de detrás del escritorio con la mano tendida.

—Mi ayudante, Abbey Straw.

Abbey estrechó una mano fresca. Chaudry era guapo, con rasgos enjutos y correctos, y ojos de color marrón oscuro; un hombre de paso ligero, cuerpo atlético y trato cordial. Llevaba una de esas coletitas muy apretadas que parecían endémicas entre los californianos de una determinada edad.

—Pasen, por favor —dijo Chaudry, con una voz de tenor casi musical.

Ford encajó su cuerpo en una silla. Abbey hizo otro tanto, mientras se esforzaba por disimular su nerviosismo. En parte le entusiasmaba todo lo que aquello tenía de capa y espada, la ficción con la que habían logrado que les abrieran las puertas. Con lo tieso y convencional que parecía, Ford, en el fondo, era un subversivo, y eso a ella le gustaba.

Era un despacho de una amplitud y sobriedad muy agradables, con ventanas que daban a montañas de un marrón grisáceo, abruptamente erguidas tras el gigantesco aparcamiento. El ambiente acogedor y universitario se veía reforzado por dos paredes llenas de libros. Todo estaba como una patena.

—Bueno, bueno —dijo Chaudry, juntando las manos—, así que está escribiendo un libro sobre nuestra misión Marte.

—Exacto —convino Ford.

—Un libro de fotos bien grande, y bien bonito. Me han dicho que todo lo que es cartografiar y fotografiar la superficie lo supervisa usted.

Chaudry asintió con la cabeza.

Ford pasó a describir con entusiasmo hasta el último detalle del libro: su diseño, su contenido y —cómo no— la gran cantidad de magníficas fotos con que iría ilustrado. Abbey quedó estupefacta al ver cómo transformaba su actitud, habitualmente seca y fría, en un entusiasmo efervescente.

Ford terminó.

—Tengo entendido que al tratarse de un proyecto de la NASA las fotos son de dominio público. Me gustaría poder acceder a todas sus imágenes, con la máxima resolución.

Chaudry separó las manos y se inclinó.

—Tiene razón en que las imágenes son de dominio público, pero no a la máxima resolución.

—Es que necesitaremos la mejor resolución que podamos, porque habrá dobles páginas y desplegables.

El director se apoyó en su respaldo.

—Lo siento, pero las imágenes de alta resolución son de acceso rigurosamente limitado. No se preocupe, le conseguiremos todas las imágenes que necesite a una resolución más que adecuada para un libro.

—¿Por qué están tan limitadas?

—Es el procedimiento estándar. La tecnología de digitalización es de alto secreto, y no queremos que nuestros enemigos se enteren de lo buena que es.

—Pero ¿cómo es de alta la máxima resolución?

—Sigo sin poder entrar en detalles. Desde el satélite, generalizando, podemos ver algo de hasta cincuenta centímetros sobre la superficie, y con nuestro radar SHARAD también podemos ver lo que hay debajo hasta unos cien metros de profundidad.

Ford silbó.

—¿Han visto algo fuera de lo común?

Chaudry enseñó unos dientes muy blancos al sonreír.

—Fuera de lo común es prácticamente todo lo que vemos. Somos como Colón al desembarcar en América.

—¿Algo… no estrictamente natural? La sonrisa se desvaneció.

—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó Chaudry con frialdad.

—Digamos que al mirar la superficie ven algo que no es natural, como una nave extraterrestre.

—Ford sonrió un poco.

—¿Qué harían?

Ya no quedaba ni rastro de la sonrisa.

—Señor Ford, por favor, ahórrese las bromas. Aquí vienen muchos locos con teorías demenciales. Hasta ha habido manifestaciones enfrente de los edificios para exigir que hagamos públicas las fotos de civilizaciones extraterrestres que hemos descubierto.

—Hizo una pausa y añadió:

—Porque era broma, ¿verdad, señor Ford? ¿O tiene alguna razón concreta para preguntarlo?

—Sí —dijo Ford—, era una broma.

En ese momento intervino Abbey.

—Tiene razón, doctor Chaudry. He leído en algún sitio que casi el cuarenta por ciento de los norteamericanos creen que existe vida inteligente en alguna otra parte del universo. ¡Imagínese lo tonto que hay que ser!

Chaudry cambió de postura, incómodo.

—Bueno —se apresuró a decir Ford, dirigiendo una mirada dura a Abbey—, nos ha ayudado mucho, doctor Chaudry.

Chaudry se levantó, manifiestamente aliviado.

—Señor Ford, estaremos encantados de colaborar con su libro. Todas las fotos están en nuestra web. Usted elija las que quiera, y con mucho gusto mi oficina de prensa le enviará un DVD con las imágenes a la máxima resolución legal.

Sonriendo con poca naturalidad, los acompañó hasta la puerta como buen conocedor del lugar.

—Ha sido una pérdida de tiempo —murmuró Abbey al enfilar los largos pasillos.

Ford se acarició el mentón y miró a su alrededor, hasta meterse por la esquina de un pasillo equivocado.

—Eh, Einstein —dijo Abbey—, que no es por aquí.

En la cara de Ford apareció una sonrisa.

—¡Vaya! Es que es todo tan grande que me desoriento. Te pierdes fácilmente.

Continuó hasta otra esquina, y por otro pasillo.

Abbey intentó seguir sus largos pasos.

—Tú ve detrás de mí —dijo Ford.

En la siguiente esquina, Abbey se dio cuenta de que Ford debía de saberse el plano de memoria. Llegaron a la puerta cerrada de un despacho. Ford llamó. Dentro se oyó una voz algo irritada—: Adelante.

Abrió la puerta y entró. Abbey vio a un hombre corpulento, de rostro carnoso y desagradable, camisa de manga corta y brazos como jamones. En el despacho hacía calor, y olía a sudor.

—¿El doctor Winston Derkweiler? —preguntó Ford bruscamente.

—Sí.

—Soy de la Agencia —se presentó. Señaló a Abbey con la cabeza—. Mi ayudante.

Derkweiler la miró primero a ella, y luego a él.

—¿Agencia? ¿Qué agencia?

—Hace cuestión de un mes —añadió Ford, como si no le hubiera oído— asesinaron a uno de sus científicos.

Abbey se llevó una sorpresa. De eso no sabía nada. Ford se guardaba bien sus cartas.

—Es verdad —dijo Derkweiler—, pero tenía entendido que la investigación ya estaba archivada.

Ford se volvió hacia Abbey.

—¿Me hace el favor de cerrar la puerta, señorita Straw?

—Sí, señor.

Abbey la cerró, con llave, por si acaso.

—Estará archivada, pero el fallo de seguridad aún está siendo investigado.

Derkweiler asintió con la cabeza.

—¿Fallo de seguridad? No sé si le entiendo.

—Digamos que el doctor Freeman fue indiscreto.

—No me sorprende.

—Me alegro de que entienda el problema, doctor Derkweiler.

—Gracias. Ford sonrió.

—Me habían dicho que podía contar con su ayuda. Vamos a ver: me interesaría tener una lista del personal de su departamento.

Derkweiler vaciló.

—Bueno, si hablamos de seguridad… necesitaría ver su pase, una identificación o lo que sea.

—¡Pues claro! Disculpe.

Ford sacó una placa gastada, en la que Abbey vio un sello azul, blanco y dorado con la leyenda Central Intelligence Agency.

—Ah, esa agencia —dijo Derkweiler.

La placa desapareció rápidamente en el traje de Ford.

—Que quede entre nosotros, ¿me explico?

—Perfectamente.

—Derkweiler buscó en sus archivos, sacó un papel y se lo dio.

—Aquí tiene: el personal de mi departamento, con nombres, cargos y datos de contacto.

—¿Y el antiguo personal?

Derkweiler frunció el entrecejo y buscó en unas carpetas.

—Aquí tiene una lista del último trimestre. Si quiere retroceder aún más, le aconsejo que consulte directamente al departamento de personal.

Cinco minutos más tarde estaban fuera del edificio, en el espacioso aparcamiento lateral. Dentro del coche de alquiler hacía un calor brutal, y los asientos parecían sartenes. Abbey nunca había estado en el sur de California, y esperaba no tener que volver. ¿Cómo podían aguantar aquel clima? A ella, que le dieran los eneros de Maine.

Ford arrancó. El aire acondicionado escupió aire caliente al encenderse. Abbey miró a Ford con perspicacia.

—Bien hecho, agente especial Ford.

—Gracias.

—Ford se sacó del bolsillo las listas que le había entregado Derkweiler, y le dio una a ella.

—Búscame a un exempleado resentido, preferiblemente alguien a quien despidieran.

—¿Tú crees que están tapando algo?

—En sitios así siempre se tapa algo, por naturaleza. Al margen de su función, todas las grandes burocracias se dedican a controlar información, aumentar su presupuesto y perpetuarse a sí mismas. Si han encontrado algo raro en Marte, puedes estar segura de que lo han escondido. Benditos sean los empleados resentidos. Son quienes más contribuyen a dar transparencia al gobierno.