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Harry Burr esperaba en el aparcamiento del Connecticut, un centro comercial de lujo, apoyado en el capó de su Volkswagen New Beetle y fumando un cigarrillo American Spirit. El mensaje («Urgente») lo había recibido la noche anterior. De hecho, nunca le habían encargado nada que no fuera urgente. Cuando alguien quería ver muerta a otra persona, lo último que le decía era «tranquilo, que no hay prisa».

Pensativo, hizo rodar el cigarrillo entre el pulgar y el índice, palpando la esponjosidad del filtro y contemplando las volutas que salían de la ceniza encendida. Pésima costumbre, mala para su salud, poco atractiva y propia de obreros. Los profesores de universidad clasicones no fumaban, o si fumaban era en pipa de brezo. Tiró la colilla al suelo de cemento del garaje, y la aplastó haciendo girar una docena de veces la suela de su mocasín, hasta que solo quedó una masa deshilachada. Ya dejaría de fumar, pero más adelante.

Pasaron unos cuantos coches, hasta que uno se paró al llegar cerca de él. Era un coche americano feo, un Crown Victoria de los últimos modelos, negro, por supuesto. Fueran quienes fuesen sus clientes, habían visto demasiadas películas. A él le encantaba su New Beetle, y era perfecto para su trabajo. Nadie se esperaba que un asesino a sueldo llegase en un Escarabajo, ni que llevase americana de tweed de L. L. Bean con parches de cuero en los codos, chinos y calcetines de rombos.

Al asistir a la desmesurada maniobra del coche negro, Burr ni sabía ni quería saber quién le estaba contratando, pero estaba prácticamente seguro de que era algo casi oficial. De ese tipo de encargos había tenido más de uno, últimamente.

El Crown Vic se paró. Bajaron la ventanilla tintada (¡tintada!). Era el mismo asiático con quien había tratado antes, que llevaba traje azul y gafas de sol. Aun así, cumplió con el numerito de la contraseña.

—¿Se va? —preguntó el del Crown Vic.

—Aún tardaré seis minutos.

Les encantaba aquel tipo de cosas. La respuesta fue una mano tendida, con un grueso sobre de papel. Burr lo cogió, lo abrió, pasó un dedo por el fajo de billetes y lo arrojó al asiento del acompañante.

—Lo que más nos interesa es el disco duro —dijo el hombre—. A cambio del disco intacto, elevamos la prima a doscientos mil dólares. ¿Estamos?

—Estamos.

Burr movió la mano en señal de despedida, con una sonrisa insulsa. El Crown Vic hizo un chirrido ostentoso de neumáticos al alejarse. «Eso, eso —pensó él—; tú llama un poco la atención, que está muy bien».

Una vez dentro de su coche, abrió el sobre y derramó su contenido: una hoja con datos, fotos y el dinero. Mucho dinero. Y el que vendría. Era un buen trabajo, por no decir magnífico.

Después de guardar el dinero en la guantera, examinó las fotos y silbó mientras leía la carta por encima. Sería fácil: coger un disco duro y matar a un cerebrito. El disco en cuestión debía de contener algo bastante suculento.

Sacó del fajo una foto publicitaria muy brillante del disco duro. Tras examinarla unos instantes, la metió entre las demás, echó un vistazo al resto y consultó la hoja de datos. Por la noche la leería más a fondo, y haría sus indagaciones para el día siguiente, el del golpe. Casi ya no se podía imaginar la época de antes de Google Earth, MapQuest, Facebook, YouTube, las páginas blancas inversas, los buscadores de personas y todas las otras herramientas que brindaba internet contra la intimidad. Podía hacer en media hora lo que en otros tiempos le hubiera costado una semana de investigación.

Harry Burr dejó los papeles y se permitió reflexionar un poco sobre sí mismo. Era un buen profesional, y no solo por haber ido a un colegio privado y poder recitar la primera declinación del latín; era bueno porque no le gustaba matar. No le procuraba ningún placer. Ni lo necesitaba, ni tenía por qué hacerlo, a diferencia de la comida, o del sexo. Era bueno porque se compadecía de sus víctimas. Sabiendo que eran personas reales, podía ponerse en su sitio y ver el mundo a través de sus ojos. Así era mucho más fácil matarlos.

Y en último término, Harry Burr era eficiente. En los tiempos en que era otra persona, un gilipollas de Greenwich estirado y con ínfulas que respondía al nombre de Gordie Hill, su padre se lo había enseñado todo sobre la eficiencia. Tenía un arsenal de citas que desplegaba a la primera de cambio: si vas a hacerlo, hazlo; si ganas mucho dinero, a nadie le importará cómo lo hayas ganado; si pretendes ganar, cualquier manera es buena. «Al vencedor no le preguntarán jamás si esgrime la verdad», había dicho el viejo al salir de la cocina después de pegarle un tiro a su madre. Y no habían vuelto a verlo más. Al cabo de unos años, Harry se había enterado de que su padre citaba a Hitler. Anda que no tenía gracia…

Sonrió. Estaba «trastornado»; al menos, de eso quería convencerlo la pandilla de psicólogos escolares, trabajadores sociales, consejeros y demás caterva de profesionales de consejos a cien dólares por hora tras el asesinato de su madre. Pues entonces, ¿por qué no usar su trastorno para ganarse la vida? Se sacó del bolsillo de la camisa el paquete de cigarrillos arrugado. Cogió el último, lo encendió y se guardó otra vez la cajetilla. ¿Qué había dicho san Agustín? «Que Dios me dé castidad, pero más adelante». Ya lo dejaría, pero más adelante.