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A Abbey no se le había ocurrido qué decirle a su padre durante la cena, y a esas horas, a las seis de la mañana, al bajar por la escalera con la maleta a cuestas, seguía sin tener la menor idea de cómo darle la noticia.

Lo encontró sentado a la mesa de la cocina, tomándose un café y leyendo el Portland Pret Herald. Su aspecto cansado la impactó. Su pelo, castaño claro, estaba deshecho en rizos que se le pegaban a la frente. Iba sin afeitar. Se lo veía caído de hombros; nunca había sido alto, pero sí erguido, fornido y musculoso, mientras que en aquel momento parecía que se había desmoronado. Desde que Abbey le había hundido el barco, cargándose su subsistencia, él ya no le daba la lata con la universidad y el porvenir. Ya no se quejaba de haber gastado tanto dinero. Casi parecía que lo diera todo por perdido, tanto lo de Abbey como a sí mismo. Ni siquiera esforzándose podría haber hecho que su hija se sintiera peor.

Cuando Abbey dejó la maleta al lado de la puerta, su padre levantó la cabeza, sorprendido.

—¿Qué pasa? ¿Te vas a alguna parte?

La chica hizo el esfuerzo de sonreír alegremente.

—Tengo un nuevo trabajo.

Su padre arqueó las cejas.

—Siéntate, tómate un café y me lo cuentas.

Entraba mucho sol por la ventana. Al fondo de todo vio el azul del puerto, salpicado de barcos de pesca, y por la ventana de enfrente el gran prado de detrás de la casa, con su hierba alta y verde. Faltaba media hora para que llegase el coche. Sacó un tazón del armario y se sirvió café, con las cuatro cucharadas de azúcar de siempre y un buen chorro de nata bien espesa. Lo removió y se sentó.

—¿Ya no trabajas de camarera?

—No, ahora tengo un trabajo de verdad.

—¿En Reilly's Market? Vi un cartel donde ponía que buscaban gente para el verano.

—Me voy a Washington.

—¿A Washington? ¿A la capital?

—Sí, una o dos semanas; luego puede que vuelva. Es un puesto de trabajo que implica viajar un poco. Su padre se inclinó, dubitativo.

—¿Viajar? Pero ¿se puede saber qué vas a hacer? Abbey tragó saliva.

—Trabajo para un geólogo planetario. Soy su ayudante. Su padre fijó en ella una mirada penetrante.

—¿Qué sabes tú de geología?

—No, geología no, geología planetaria; planetas, papá. Se parece más a la astronomía. Este científico tiene una asesoría al servicio del gobierno.

—Al acordarse de cómo habían quedado se calló.

—Hace un par de días vino al restaurante, nos pusimos a hablar y me ofreció un contrato como ayudante.

Se bebió un trago de café y sonrió, nerviosa.

—¡Pues está muy bien, Abbey! ¿Cuánto te paga, si no es indiscreción?

—Muy bien. De hecho, había una prima por contrato.

—¿Una qué?

—Una prima por contrato. Es que a veces te dan una prima por aceptar un trabajo.

La mirada del hombre se volvió aún más penetrante.

—Eso es para gente muy capacitada. ¿Tú qué capacitación tienes?

Abbey odiaba mentir.

—En Princeton hice asignaturas de astronomía y de física. Su padre la miró fijamente.

—¿Seguro que no es nada raro?

—¡Pues claro que no! Mira, dentro de un cuarto de hora me vienen a buscar en coche, así que tengo que despedirme, pero antes te quiero decir algo…

—¿Un coche? ¿Para ti?

—Pues sí, servicio de chofer. Al aeropuerto. Me voy a Washington en avión.

—Quiero conocer a tu jefe. Quiero hablar con él.

—Papá, que ya soy mayor. Sé cuidarme.

Abbey tragó saliva y miró por la ventana.

Su padre dejó la taza en la mesa, con el ceño fruncido.

—Quiero conocerlo.

—Ya lo conocerás, te lo prometo —Abbey señaló por la ventana.

—Mira el puerto.

—¿Qué? —su padre tenía la cara roja de preocupación. «Ahora o nunca», pensó Abbey.

—¡Eh, mira tu amarre!

Su padre se volvió a mirar por la ventana de la cocina, y echó la silla atrás de irritación.

—Pero ¡habrase visto! Algún zopenco ha amarrado en mi sitio.

—Estos veraneantes del demonio… —dijo Abbey.

La cantinela de siempre: gente de vacaciones que les quitaba los sitios vacíos a los pescadores.

—Vienen de Massachusetts y se creen que el puerto es suyo.

—Tendrías que apuntarte el nombre del barco y decírselo al práctico.

—Es lo que voy a hacer.

—Su padre hurgó en el revistero y sacó unos prismáticos. Se le arrugó la cara al mirar por ellos.

—Pero bueno, ¿qué es esto?

—¿Cómo se llama el barco?

—¿Es una broma o qué?

Abbey ya no se podía aguantar.

—Papá, es el Marea II, un Willis Beal de once metros con motor Volvo de doscientos quince caballos y menos de dos mil horas, cabrestante, cisternas de agua no tratada… Todo lo necesario. Construido en 2002 por R. P. Boatworks. Listo para pescar. No es nuevo, pero solo tenía cien mil dólares.

Los prismáticos empezaron a temblar.

—Pero… ¿Se puede saber…?

Se oyó un claxon en el camino de entrada.

—Uy, que ya me vienen a buscar.

—Yo los plazos no los puedo pagar de ninguna manera…

—Ya está todo pagado. Te lo he comprado con mi prima por contrato. Toda la documentación está a bordo. Tengo que irme.

—Abbey… Un momento. ¿Me has comprado un barco nuevo? Espera un poco, por Dios…

—Llevo el móvil. Te llamo mientras estoy de camino.

Salió rápidamente de su casa, metió la maleta en la parte trasera del todoterreno y saltó en pos de ella. Su padre se asomó a la puerta, sin salir de su perplejidad. Abbey se despidió con la mano, mientras el coche se alejaba por la grava del camino y salía a la carretera principal.