Ford bajó del bote a las rocas de Shark Island y respiró profundamente el aire salino. Se alegraba de pisar tierra firme; el viaje en barco le había dejado algo mareado, por muy sereno que estuviese el mar. No era marinero, tenía que reconocerlo. El día brillante de verano bañaba la isla con un sol cálido, y el mar rielaba desde el continente al horizonte. Sobre sus cabezas chillaban y revoloteaban las gaviotas, irritadas de que no las dejasen estar en sus lugares habituales de descanso, las rocas de la costa.
—No se ensucie los Gucci —le advirtió Abbey.
Ford la siguió hasta el punto más alto de la isla, escalando entre rocas y arrayanes, y en poco tiempo se encontró al borde de un pequeño cráter. Las lluvias recientes habían lavado la roca agrietada del fondo. En medio de ella, rodeada de fisuras, vio un orificio perfecto de unos ocho centímetros de diámetro.
Respiró hondo. ¿Qué podía haber hecho un agujero de entrada de ocho centímetros, cruzado trece mil kilómetros del planeta y abierto un boquete de tres metros de diámetro al salir?
—Salimos en busca de un meteorito —dijo Abbey—, y lo que encontramos fue esto: un agujero.
Se rio con tristeza.
Ford sacó un radiómetro manual de su bolsa de instrumentos. Solo registraba radiación normal de fondo, unos 0,05 muiremos por hora. Hizo unas cuantas fotos y ubicó el agujero por GPS. Después se puso en cuclillas e hizo una lectura dentro del agujero propiamente dicho, efectuando varias pasadas con el radiómetro, que al final registró un ligero aumento: hasta 0,1 milirremos por hora.
—¿Tendré hijos de dos cabezas?
—Lo dudo.
Bajó al cráter y se puso de rodillas para introducir una mano en el agujero y palparlo. Las paredes eran lisas, como de cristal, igual que las del agujero más grande de los dos, el de Camboya. El objeto extraterrestre, fuera lo que fuese, había perforado en la roca un cilindro redondo tan perfecto como si estuviera hecho con un taladro. Había grietas que irradiaban hacia fuera, pero pocos indicios de violencia, y casi nada del contacto explosivo habitual que se produce en el momento de un impacto; el agujero era de una limpieza sorprendente, y el suelo apenas estaba afectado. Era como si alguna fuerza inhabitual hubiera absorbido o suprimido la energía del choque. En la otra punta de la Tierra, en Camboya, debía de haber sucedido otro tanto. El agujero de salida debería haber sido enorme, como el que haría una bala al atravesar una calabaza; la onda expansiva, de por sí, ya debería haber expulsado escombros por la otra punta, dejando un volcán activo, o una erupción de magma. Pero no: por alguna razón, los dos orificios se habían cerrado por sí solos en los dos extremos. Ni magma, ni erupción; solo radiación residual. No tenía ninguna lógica. Cualquier cosa bastante grande y rápida como para vaporizar un agujero en la roca, y perforar toda la Tierra, habría hecho volar la isla en pedacitos.
Miró por el agujero con una linterna: seguía en línea recta hasta donde alcanzaba la luz. Tuvo un escalofrío. Todo aquello tenía algo que le daba miedo, sin que supiera muy bien por qué. Midió el agujero, anotó el ángulo de entrada e hizo algunas fotos. Después sacó de su mochila la piqueta e hizo saltar unos pocos fragmentos del borde del orificio, algunos con muestras de la pared interna cristalina. Los guardó en bolsas herméticas. También tomó muestras de tierra y de plantas.
—¿Cómo narices —preguntó Abbey— podría dejar un agujero tan pequeño un meteoro lo bastante grande como para iluminar la costa de Maine?
—Buena pregunta, sí señor. Ford se levantó y se limpió de polvo las rodillas.
—¿Hasta qué profundidad cree que llegó el meteoro antes de pararse?
Carraspeó y la miró.
—No se paró.
—¿Qué quiere decir?
—Que atravesó toda la Tierra.
Abbey le miró fijamente.
—Me toma el pelo, ¿no?
—En absoluto. Salió por el noroeste de Camboya, aunque al salir era mucho más grande: en vez de ocho centímetros de diámetro, el agujero tenía tres metros.
—Joder…
—Salió con tanta fuerza que arrasó cuatro kilómetros cuadrados de selva.
—¿Tiene alguna idea de lo que era?
Ford empezó a guardar los instrumentos y las muestras.
—Ninguna en absoluto.
—A mí me suena a agujero negro en miniatura. Cruza toda la Tierra, aumentado de tamaño, y deja restos de radiación a su paso.
—Es una hipótesis intrigante.
—¿Ya ha averiguado de dónde venía?
Ford levantó la bolsa.
—No.
Suspiró.
—¿Cómo se podría hacer?
—Tiene una foto de cuando entró, el punto y el ángulo de entrada, la hora exacta del impacto, el punto y el ángulo de salida… Caray, con tanta información estoy casi segura de que se podría extrapolar hacia atrás su trayectoria orbital. Con los OCT siempre lo hacen.
—¿OCT?
—Objetos que Cruzan la Tierra. Es un problema clásico de dinámica orbital.
Ford la miró de hito en hito.
—¿Tú lo podrías hacer?
—Déme una hora y un MacBook con el programa Mathematica.