Wyman Ford ya había cruzado el puente de Wiscasset cuando salió de la carretera a la altura de una tienda de antigüedades y apagó el motor para reflexionar. Algo no cuadraba, aunque no supiera muy bien qué. Estaba relacionado con el comportamiento extraño de la chica del restaurante y con la descabellada noticia del periódico del pueblo. Lo cogió del asiento de al lado, donde lo había dejado. Decididamente, la chica del restaurante era la misma que la de la noticia, la que buscaba el tesoro pirata. Al oír la pregunta sobre el meteorito se había puesto nerviosa de golpe. ¿Por qué? ¿Y cuántas camareras de pueblo sabían la diferencia entre los términos «meteoro» y «meteorito»?
Arrancó y volvió por donde había venido. Diez minutos más tarde entró en el restaurante. La joven seguía atareada. La observó desde el puesto del maitre, en la entrada. No cabía duda: era la misma que la del periódico; de hecho, era la única afroamericana que veía en todo su viaje por Maine: pelo negro y corto, con ricitos que enmarcaban el rostro, ojos negros y brillantes, alta, esbelta, de porte atlético… No se le borraba de la cara una expresión sardónica, por no decir irónica. Nada de maquillaje. Una chica de espectacular belleza. ¿Veintiún años, tal vez?
Ella vio a Ford en cuanto entró en el comedor, y su expresión se volvió cautelosa. Él la saludó con la cabeza, sonriendo.
—¿Ha olvidado algo? —preguntó ella.
—No.
Su semblante pareció endurecerse.
—¿Qué quería?
—Perdona que me meta en lo que no me importa, pero ¿tú no eres la chica implicada en el incidente que acabo de leer en el periódico?
La frialdad se volvió absoluta. Abbey se cruzó de brazos.
—Si no quiere meterse, no se meta. Se volvió para irse.
—Espera. Concédeme un minuto. Es importante. Esperó.
—Me has corregido por usar la palabra «meteorito» en vez de «meteoro».
—¿Y qué?
—¿Cómo sabes la diferencia?
Ella se encogió de hombros y miró hacia su parte del local. Ford no estaba muy seguro de su objetivo, ni de lo que esperaba descubrir.
—Debió de ser emocionante ver el rastro del meteoro por el cielo.
—Mire, es que tengo que seguir trabajando. Ford la miró fijamente. Tanto nerviosismo no era normal.
—¿Seguro que no lo viste? ¿Ni siquiera el rastro? Persistió durante más de media hora en el cielo.
—Ya le he dicho que no vi nada.
Su mirada era tensa. ¿Para qué iba a mentir? Ford insistió, aunque siguiera sin saber adonde le llevaba aquello. Estaba claro que la joven no acostumbraba a decir mentiras. Su rostro delataba confusión y alarma.
—¿Dónde estabas cuando se cayó?
—Durmiendo.
—¿A las nueve cuarenta y cuatro de la noche, una chica de tu edad?
Se le encaró, aún cruzada de brazos.
—Le interesa mucho el meteorito, ¿no?
—En cierto sentido, sí.
Su mirada se tiñó de suspicacia.
—¿Lo está buscando?
—Pues la verdad es que sí.
Puso cara de pensarlo. Después sonrió.
—¿Lo quiere encontrar?
—Me interesaría mucho.
Se acercó y dijo en voz baja:
—Salgo dentro de media hora. Quedamos en el café librería de esta misma calle.
Apareció al cabo de media hora. Ya no llevaba su uniforme de camarera, sino vaqueros y camisa de cuadros.
Ford se levantó y le ofreció asiento.
—¿Café?
—Un espresso triple con doble de leche y cuatro terrones.
Ford pidió los cafés y los llevó a la mesa. Ella le miró directamente, con una atención desconcertante.
—Empiece usted. Dígame quién es y por qué busca el meteoro.
—Soy geólogo planetario… Soltó un bufido de sarcasmo.
—Venga ya.
—¿Por qué no te crees que lo soy?
—Un geólogo planetario nunca confundiría las palabras «meteoro» y «meteorito». Un geólogo planetario de verdad habría usado el término científico, «meteoroide».
Ford se quedó mirándola, atónito ante la facilidad con que había sido descubierto, nada menos que por una camarera de pueblo. Intentó disimular rápidamente su perplejidad con una sonrisa.
—Eres muy lista.
Ella siguió mirándolo sin pestañear, con los brazos cruzados encima de la mesa.
Ford le tendió la mano.
—Empecemos por las presentaciones. Me llamo Wyman Ford.
—Abbey Straw.
Una mano tibia se introdujo en la suya, y la estrechó.
—Soy una especie de investigador privado. Me interesa el «meteoroide». Estoy intentando localizarlo.
—¿Por qué?
Ford se planteó decir otra mentira, pero al final se decidió por una media verdad.
—Trabajo para el gobierno.
—¿En serio? —La chica se inclinó.
—¿Qué interés tiene el gobierno?
—La caída presentaba ciertas… anomalías que le otorgaban interés. Me apresuro a puntualizar que no vengo en representación de nada ni de nadie. Se podría decir que soy autónomo.
Abbey puso cara de pensarlo, hasta que contestó despacio.
—Yo de ese meteoroide sé mucho. ¿Qué valor le da?
—¿Perdón? —Ford estaba perplejo.
—¿Quieres que te pague por la información?
Abbey se ruborizó.
—Necesito dinero.
—¿Qué tipo de información tienes?
—Sé dónde cayó. He visto el cráter.
El hombre no dio crédito a sus oídos. ¿Estaría mintiendo?
—¿Te importaría decírmelo?
—Ya le digo que necesito dinero.
—¿Cuánto?
Un titubeo.
—Cien mil dólares.
Él se quedó mirándola, hasta que se le escapó la risa.
—¿Estás loca?
Ella se descompuso un poco.
—Solo lo pido porque…, pues… porque es lo que me costó encontrar el cráter.
—Por cien mil dólares podría encontrarlo yo cinco veces.
—Hágame caso, señor Ford: se podría pasar cien años buscando por toda la bahía sin encontrarlo, a menos que supiera exactamente dónde buscar. Es pequeño, y no se puede detectar desde el cielo.
Ford se apoyó en el respaldo y bebió un poco de café.
—Podrías explicarme cómo hiciste tú el descubrimiento, por ejemplo, y por qué te costó cien mil dólares.
La joven se tomó un buen sorbo de café.
—Vale. El 14 de abril acababa de comprarme un telescopio, y estaba haciendo una exposición larga de la constelación de Orión. De campo ancho. El meteoro lo cruzó, y el rastro quedó impreso. Bueno, digitalmente.
—¿Lo fotografiaste?
Ford no daba crédito a su buena suerte.
—Después tuve una idea. Consulté por internet los datos de la boya meteorológica GoMOOS, y no había olas. Deduje que no se había caído al agua, sino en una isla, así que a partir de la fotografía, por angulaciones, averigüé la trayectoria que debía de haber seguido al caer. Entonces le cogí prestado a mi padre su barco langostero y salí a buscarlo con una amiga.
—¿Por qué te interesan los meteoritos?
—Valen mucho dinero.
—Eres toda una empresaria.
—Hicimos correr el cuento de que buscábamos un tesoro pirata, como tapadera.
—Empiezo a ver la verdad —dijo Ford.
—Exacto. El drogadicto que nos perseguía estaba tan mal de la cabeza que se lo creyó, y al atacarnos hundió el barco langostero de mi padre. La compañía de seguros no quiso pagar.
—Lo lamento.
—Mi padre está pagando las cuotas de un barco que no existe. Puede que nos quedemos sin casa. Total, que el dinero lo necesito para eso, para comprarle un barco nuevo.
Se le empañaron los ojos de emoción. Ford fingió no darse cuenta.
—Y encontraste el cráter —dijo como si nada.
—¿Qué aspecto tenía el meteorito?
—¿Yo le he dicho que encontré un meteorito?
Ford sintió que se le aceleraba el pulso. Su instinto le decía que la joven confesaba la verdad.
—¿No encontraste ningún meteorito dentro del cráter?
—Ahora llegamos a la información que le costará dinero. La miró un buen rato antes de hablar.
—¿Te puedo preguntar qué hace una chica tan inteligente como tú trabajando de camarera en Damariscotta, Maine?
—Dejé a medias la universidad.
—¿Qué universidad?
—Princeton.
—¿Princeton? ¿Eso no queda por New Jersey?
—Muy gracioso.
—¿Qué especialidad hacías?
—En principio el preparatorio de medicina, pero hice muchas asignaturas de física y de astronomía. Demasiadas. Cateé química orgánica y me quedé sin beca.
Ford reflexionó.
—Da la casualidad de que el otro día me cayeron en las manos cien mil dólares que no me hacen mucha falta. Son tuyos, para que compres un barco nuevo. Pero con unas condiciones: ahora trabajas para mí. Guardarás el más absoluto silencio, y no le contarás nada a nadie, ni siquiera a tu amiga. Y lo primero que haremos con el nuevo barco será ir a ver el cráter. ¿Trato hecho?
La joven sorprendió a Ford por la luminosidad de su sonrisa. Le tendió la mano.
—Trato hecho.