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Wyman Ford cruzó los diferentes ambientes del elegante despacho de la calle Diecisiete donde trabajaba Stanton Lockwood III, asesor científico del presidente de Estados Unidos. Recordaba la sala por su anterior misión: la pared llena de símbolos de poder, las fotos de la esposa y los niños rubitos, y los muebles antiguos de Cargo Importante en Washington.

Lockwood —pelo plateado, ojos azules y risueños— salió del otro lado de la mesa con pasos cuyo ruido era absorbido por la alfombra de Sultanabad, y estrechó cordial la mano que le tendía Ford.

—Me alegro de volver a verte, Wyman.

A Ford le recordaba a Peter Graves, el actor de pelo blanco que interpretaba al jefe de equipo de Misión imposible en la antigua serie de televisión.

—Yo también me alegro, Stan —dijo.

—Aquí estaremos más cómodos —añadió Lockwood, indicando un par de sillones orejeros de piel que flanqueaban una mesa de centro estilo Luis XIV; y mientras Ford tomaba asiento en uno, él lo hizo en el de enfrente, dando un pequeño estirón a la afilada raya de sus pantalones de gabardina.

—¿Cuánto tiempo hace, un año?

—Más o menos.

—¿Café? ¿Un botellín de agua Pellegrino?

—Café, por favor.

Lockwood hizo señas a su secretaria, y se apoyó en el respaldo. Apareció en su mano el viejo y gastado fósil de trilobites, que Ford le vio mover pensativo entre el pulgar y el índice. A continuación, dirigió al detective una sonrisa de profesional de Washington.

—¿Has tenido algún caso interesante últimamente?

—Alguno.

—¿Tienes tiempo para otro?

—Si se parece en algo al último, no, gracias.

—Este te gustará, te lo aseguro.—Señaló con la cabeza una cajita metálica que había sobre la mesa.

—Las llaman «mieles». ¿Te suenan?

Ford se inclinó para mirar por el grueso cristal de encima de la caja. Dentro titilaban varias gemas de color naranja oscuro.

—Pues la verdad es que no.

—Aparecieron hará unas dos semanas en el mercado al por mayor de Bangkok. Pedían una barbaridad por ellas: mil dólares por quilate tallado.

Entró un empleado con una camarera pequeña y recargada, en la que había una cafetera de plata, terrones de azúcar moreno, nata y leche en sendas jarritas de plata y tazas de porcelana. Al rodar, la bandejita traqueteaba y chirriaba. El empleado la dejó al lado de Ford.

—¿Señor?

—Solo y sin azúcar, por favor.

Le sirvió el café. Ford se apoyó en el respaldo, con la taza echando humo, y bebió un sorbo.

—Dejo aquí la cafetera, por si el señor quiere repetir.

«Por si el señor quiere repetir», pensó Ford al apurar de un solo trago la tacita de porcelana, que llenó otra vez.

Lockwood no paraba de mover la piedra en sus manos.

—Tengo a un equipo de geofísicos estudiándolas en Nueva York, en Lamont-Doherty. Son piedras de una composición poco frecuente, con un índice de refracción superior al del diamante, una gravedad específica de trece coma dos y una dureza de nueve. El color miel oscuro es prácticamente único. Una piedra muy bonita, pero con una peculiaridad: está entreverada de americio 241.

—Un elemento radiactivo.

—Exacto, con una vida media de cuatrocientos treinta y tres años. No es radiación suficiente para matarlo a uno enseguida, pero sí para que la exposición a largo plazo te ocasione problemas. Si te pones un collar hecho con estas piedras se te puede caer el pelo en cuestión de semanas. Si las llevas un par de meses en el bolsillo podrías engendrar al monstruo de la laguna negra.

—Maravilloso.

—Son piedras duras, pero quebradizas, y fáciles de pulverizar. De estas gemas se podrían moler algunos kilos, meterlos con explosivo C-4 en un cinturón suicida y hacerlo detonar en Battery Park con viento del sur; así flotaría una bonita nube radiactiva sobre el distrito financiero, borraría unos cuantos billones de capitalización del mercado estadounidense en media hora y dejaría inhabitable la parte baja de Manhattan durante un par de siglos.

—Un trabajo envidiable.

—En Seguridad Interna se tiran de los pelos.

—¿Los traficantes de Bangkok saben el valor que tienen?

—Los mayoristas con buen nombre no quieren ni tocarlas. Las están vehiculando por lo peorcito del mercado de piedras preciosas.

—¿Tienes idea de cómo se formaron estas gemas?

—Lo estamos estudiando. El americio 241 no es un elemento que exista en la Tierra de forma natural. La única manera de obtenerlo, que se sepa, es como un derivado de la producción de plutonio para uso armamentístico en un reactor nuclear. Estas «mieles» podrían ser pruebas de una actividad nuclear ilícita.

Ford apuró la segunda taza, y se sirvió la tercera.

—Según todos los indicios, todas ellas tienen la misma procedencia: el sureste asiático, muy probablemente Camboya —dijo Lockwood.

Apurada la tercera taza, Ford se retrepó en el asiento.

—Bueno, y ¿cuál es la misión?

—Quiero que viajes a Bangkok con una falsa identidad, que sigas el rastro de las mieles radiactivas y que vuelvas habiendo documentado su origen.

—¿Y luego?

—Eliminaremos el problema.

—¿Por qué yo? ¿Por qué no la CÍA?

—Es un asunto delicado. Camboya es un país aliado. Si te pillan, tendremos que estar en condiciones de negarlo. No es el tipo de operación que se le dé bien a la CÍA: pequeña y rápida, entrar y salir; algo para un solo hombre. Siento decir que en este caso no contarás con el respaldo de la Agencia.

—Gracias por la oferta.

Ford dejó la taza y se levantó para irse.

—La operación tiene el beneplácito personal del presidente.

—Muy buen café.

Se dirigió hacia la puerta.

—Te prometo que no te dejaremos en la estacada. Se detuvo.

—Es muy sencillo: llegar, buscar la mina y marcharse. Sin hacer nada en absoluto. Sin tocar la mina. Aún no hemos acabado de analizar las piedras preciosas. Podrían ser de la máxima importancia.

—No tengo el menor interés en volver a Camboya —dijo Ford, con la mano en el pomo de la puerta.

—Huir constantemente del pasado no honra en absoluto el recuerdo de tu esposa.

A Ford le azoró aquella inesperada, dolorosa y penetrante observación de Lockwood. Suspiró y cruzó los brazos.

—No está mal pagado —dijo el asesor del presidente.

—La CÍA no se entrometerá. Lo controlarás todo tú, al frente de tu propio equipo. Cuentas con el respaldo del Despacho Oval. ¿Qué más puedes pedir?

—¿Cuál es mi tapadera?

—Mayorista corrupto norteamericano de piedras preciosas en el mercado negro. Ford sacudió la cabeza.

—No se lo creerán. A un mayorista no le interesaría saber su procedencia; se conformaría con comprar a intermediarios. Seré alguien que quiere hacerse rico muy deprisa, de una sola tacada; de esos que se creen que conseguirán mejor precio saltándose a los mayoristas y yendo directamente a la fuente.

—¿Es eso un sí?

—Dadme antecedentes con detención por contrabando de cocaína y absolución por cuestiones técnicas.

—¿Qué quieres, que te maten?

—Y dos acusaciones de homicidio brutal, con doble absolución. Así lo pensarán dos veces.

—Si quieres hacerlo así, por mí perfecto.

—Necesitaré oro para repartirlo. Águilas americanas.

—Hecho.

—Quiero traductores a mi disposición las veinticuatro horas del día, toda la semana, que dominen los idiomas más comunes del sureste asiático, especialmente el tailandés. Necesitaré un par de aparatos de última tecnología.

—No hay problema.

—Si sale mal, que me entierren en el cementerio de Arlington con veintiún salvas de cañón y toda esa parafernalia.

—No creo que haga falta —dijo Lockwood, cuyos finos labios dibujaron una sonrisa forzada.

—¿Eso quiere decir que aceptas?

—¿De cuánto es la compensación?

—Cien mil. Igual que la última vez.

—Que sean doscientos, para que pueda pagar el seguro médico de mi secretaria.

Lockwood le tendió la mano y le estrechó la suya.

—Doscientos.

Se estrecharon las manos. Al salir del despacho, Ford vio que el fósil se movía a un kilómetro por minuto en la cuidada mano del político.