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Abbey había preparado hamburguesas con queso para cenar, pero estaban demasiado hechas y resecas; se le había quemado el queso en la sartén, y los panecillos eran demasiado blandos. Sentado al otro lado de la mesa, su padre masticaba en silencio, mirando hacia abajo, mientras movía lentamente los músculos de las mandíbulas. Llevaba toda la tarde en un silencio de mal agüero.

Dejó la hamburguesa a medias en el plato y, tras un simbólico empujón a este último, se decidió a mirar a su hija. Tenía los ojos rojos. A Abbey se le ocurrió que quizá hubiera vuelto a beber —como había hecho, y mucho, tras la muerte de su madre—, pero no era eso; no olía a cerveza.

—¿Abbey?

Tenía la voz ronca.

—¿Qué, papá?

—He tenido noticias de la compañía de seguros. La chica sintió como si la bola de hamburguesa se le pegara a la boca. Hizo el esfuerzo de tragársela.

—No van a cubrir la pérdida del barco. Un largo silencio.

—¿Por qué no?

—Era una póliza comercial, y tú no estabas pescando langostas. Consideran que lo que hacías era una actividad de ocio.

—Pero… siempre podrías decir que sí estaba pescando.

—Hay un informe de los guardacostas, partes de la policía y artículos de prensa. No pescabas, y punto.

Abbey estaba anonadada. No se le ocurría nada que decir.

—Yo el barco lo sigo debiendo, y mientras no lo haya pagado no me darán un préstamo para comprarme otro. Estoy pagando una hipoteca que cuesta más que la casa. Los pocos ahorros que tenía me los gasté en el año y medio que pasaste en la universidad sin dar golpe.

Abbey volvió a tragar saliva, con la vista fija en el plato. Tenía la boca seca como la ceniza.

—Te daré lo que cobro de camarera. Y venderé el telescopio.

—Gracias. Aceptaré la ayuda. Jim Clayton me ha ofrecido que sea su segundo de a bordo durante esta temporada. Entre lo que ganes tú y lo que gane yo, si es un buen año, puede que no perdamos la casa.

Abbey notó que se le formaba una lágrima gigante en un ojo, bajaba por un lado de la nariz y colgaba un momento antes de caer en el plato. Le siguió otra, y otra.

—Lo lamento mucho, papá, de verdad.

Sintió que la curtida mano de su padre buscaba la suya y se la apretaba con fuerza.

—Ya lo sé.

Al bajar la cabeza regó de lágrimas el panecillo, que quedó empapado. A continuación, su padre le soltó la mano y se levantó de su sitio. Fue a sentarse en su vieja silla de cuadros con tartán del Black Watch, al lado de la estufa de leña, y cogió The Lincoln County News.

Abbey quitó la mesa, tiró las hamburguesas sin comer al cubo de los pollos y limpió los platos en el fregadero, amontonándolos a un lado. Su padre había hablado de comprarse algún día un lavavajillas, pero ese día no llegaría nunca.

Pues nada, pensó con un curioso y sordo desapego, se podía decir que le había fastidiado la vida a su padre.