37

Al entrar en el despacho, Ford se encontró a Lockwood sentado ante su mesa, junto a un general de brigada de pelo gris y uniforme de campo arrugado, a quien reconoció como el enlace del Pentágono en la Oficina de Políticas Científicas y Tecnológicas (OSTP).

—Wyman —dijo Lockwood, levantándose—, ya conoces al teniente general Jack Mickelson, de las Fuerzas Aéreas, director de la Agencia Nacional de Inteligencia Geoespacial. Es quien dirige todo el GEOINT.

Ford tendió la mano al militar, que también se levantó.

—Me alegro de volver a verlo —dijo con cierto grado de frialdad.

—Yo también me alegro mucho, señor Ford.

Estrechó la mano del general, que se la dio con suavidad, no con la pétrea dureza de los militares que intentan demostrar constantemente su virilidad. Ford lo recordó como un rasgo de Mickelson que le había gustado. En ese momento ya no estaba tan seguro de sus simpatías.

Lockwood salió de detrás de la mesa e indicó la zona de estar de su despacho.

—Si les parece…

Ford se sentó. El general lo hizo enfrente, y Lockwood en el sofá.

—Le he pedido al general Mickelson que viniera porque sé que lo respetas, Wyman, y tenía la esperanza de resolver deprisa estas cuestiones.

—Perfecto, pues vamos al grano —dijo Ford, mirando a Lockwood.

—Me mentiste, Stanton. Me enviaste a una misión peligrosa, me engañaste acerca de sus objetivos y te guardaste información.

—El tema del que vamos a hablar es secreto —señaló Lockwood.

—Sabes perfectamente que eso ni tienes que decírmelo. Mickelson se inclinó, apoyándose en los codos.

—Wyman… ¿Me permite? A mí puede llamarme Jack.

—Con todo respeto, general, ni disculpas ni cumplidos; solo explicaciones.

—De acuerdo.

Su voz tenía el punto justo de rasposidad; sus ojos azules eran amistosos, y su inmejorable aplomo quedaba suavizado por lo informal de la vestimenta y lo natural de su actitud. Ford se empezó a irritar por la tomadura de pelo a la que estaba a punto de ser sometido.

—Posiblemente sepa usted que tenemos una red de sensores sísmicos en todo el mundo, con el objetivo de detectar pruebas nucleares clandestinas. El 14 de abril, a las nueve cuarenta y cuatro de la noche, nuestra red detectó una posible prueba nuclear subterránea en las montañas de Camboya, así que investigamos. Demostramos rápidamente que se trataba de un impacto de meteoroide, y descubrimos el cráter. Aproximadamente a la misma hora se vio caer un meteoro en la costa de Maine. Dos impactos simultáneos. Nuestros científicos explicaron que lo más probable era que se tratase de un asteroide pequeño, que después de estallar en el espacio se había separado lo suficiente como para aterrizar en puntos muy alejados entre sí. Me han dicho que eso es bastante común.

En la mesa de Lockwood sonó una suave alarma, que hizo interrumpirse al general. Poco después llegó el café: un camarero empujando un carrito con una cafetera de plata, unas tacitas y terrones de azúcar en un recipiente de cristal azul. Ford se sirvió una taza, y se la bebió sola: oscuro, intenso y recién hecho. Mickelson no quiso tomar nada.

Cuando se fue el camarero, Mickelson siguió.

—Como a nosotros no nos competen los impactos de meteorito, nos limitamos a archivar la información. No se habría hablado más del tema de no ser…

El general sacó de su cartera una fina carpeta de color azul, que se puso delante y abrió. Contenía una imagen captada desde el espacio, que Ford reconoció enseguida como la mina de mieles de Camboya.

—Porque luego empezaron a aparecer en el mercado las gemas radiactivas, para gran preocupación de nuestros responsables de antiterrorismo, que temían que pudieran convertirse en materia prima para una bomba sucia. Cualquier persona podría concentrar el americio 241 a partir de estas piedras, solo con que dispusiera de un laboratorio de nivel escolar.

—¿Y el impacto de Maine? ¿Lo han investigado?

—Sí, pero el meteorito cayó en el Atlántico a unos diez kilómetros de la costa. Es irrecuperable, y el lugar del impacto imposible de localizar.

—Entiendo.

—El caso es que estábamos al corriente del cráter de impacto de Camboya, y de que las gemas procedían a grandes rasgos de la misma zona, pero no podíamos confirmar el vínculo. Eso solo se podía demostrar sobre el terreno.

—Y ahí es donde entré yo.

Mickelson asintió con la cabeza.

—Con todo respeto, mi general, deberían haberme apoyado más. Podrían haberme informado, y haberme enseñado las imágenes por satélite. Es lo que habrían hecho para un operativo de la CÍA.

—Francamente, por eso no recurrimos a la CÍA para esta misión. Solo queríamos un par de ojos in situ, sobre el terreno. Una confirmación independiente. No nos esperábamos… —carraspeó y se apoyó en el respaldo— que destruyera usted la mina, nada menos.

—Sigo sin creerme que esté diciendo toda la verdad. Lockwood se inclinó.

—Pues claro que no te estamos diciendo toda la verdad. Pero Wyman, hombre, ¿cuándo le dicen a alguien toda la verdad sobre estas cosas? Queríamos que examinases la mina intacta. Nos has creado un problema enorme.

—Otro inconveniente de contratar a gente que trabaja por su cuenta —dijo fríamente Ford.

Lockwood suspiró de irritación.

—¿Por qué era tan importante la mina? —preguntó Ford.

—¿Podéis decirme eso, al menos?

—A juzgar por el análisis de las gemas, parece que el meteoroide era muy inusual.

—¿En qué sentido?

—Aunque lo supiéramos (que no es el caso), no podríamos decírtelo. Basta con que sepas que nunca habíamos visto nada parecido. Y ahora, Wyman, los datos, por favor.

Ford ya se había fijado en los soldados apostados a la puerta del despacho de Lockwood, y sabía muy bien qué le sucedería si no cumplía la petición, pero daba lo mismo: ya tenía lo que había ido a buscar. Se sacó del bolsillo una memoria flash y la echó sobre la mesa.

—Aquí está todo, encriptado: fotos, coordenadas GPS y vídeo. Les dio la contraseña.

—Gracias.—Lockwood cogió la memoria, sonriendo adustamente. Después se sacó del bolsillo un sobre blanco, que dejó sobre la mesa.

—El segundo plazo de tu compensación. A las dos de esta tarde te esperan en Langley para un informe completo, en la sala de reuniones del director de Inteligencia Central. A partir de ese momento tu misión se habrá acabado a todos los efectos.—Se alisó la corbata roja con la mano, se compuso el traje azul y se tocó el pelo gris encima de las orejas.

—El presidente me ha pedido que te agradezca el esfuerzo, a pesar de… hummm… de que no hayas seguido las instrucciones.

—Estoy de acuerdo —dijo Mickelson.

—Lo ha hecho usted muy bien, Wyman.

—Me alegro de haber sido útil —dijo Ford con un deje irónico, y añadió como si tal cosa—: Se me olvidaba algo.

—¿Qué?

—Han dicho que el asteroide se partió en dos, y que los dos trozos cayeron sobre la Tierra.

—Correcto.

—Pero no es así. Había un solo objeto.

—Imposible —dijo Mickelson.

—Nuestros científicos están seguros de que hubo dos impactos, uno en el Atlántico y otro en Camboya.

—No. La mina de Camboya no era un cráter de impacto.

—¿Pues qué era?

—Un agujero de salida.

Lockwood se quedó mirando a Ford, mientras Mickelson se levantaba del sillón.

—¿No estará insinuando…?

—Justamente: el meteorito que cayó en Maine atravesó la Tierra y salió por Camboya. Los datos de la memoria deberían confirmarlo.

—¿Cómo se diferencia un agujero de entrada de uno de salida?

—Más o menos como las heridas entrante y saliente de una bala: la primera es limpia y simétrica, mientras que la segunda lo deja todo destrozado. Ya lo verán.

—¿Qué narices podría atravesar la Tierra? —preguntó el militar.

—Muy buena pregunta, sí señor —dijo Ford, cogiendo su cheque.