36

La boya de la boca del puerto de Round Pond se dibujó en la llovizna, mecida por un oleaje cada vez más fuerte. Abbey, al timón del barco de Worth, entró en el puerto siguiendo al Admiral Fitch, el barco de los guardacostas, que les había dado alcance aproximadamente a dos kilómetros de la costa, cuando de poco servía ya. En esos momentos la guardia costera se daba el gusto de «escoltarlas» de regreso. Se había levantado casi toda la niebla, dejando el mundo en un crepúsculo húmedo y deprimente. Cuando aparecieron los embarcaderos, Abbey vio parpadear un sinfín de luces en el aparcamiento de encima del muelle.

—Parece que hay un comité de bienvenida.

Al entrar en el puerto, redujo la velocidad y miró a Jackie. Tenía un aspecto lamentable, con el pelo mojado, lacio y sucio, unas ojeras muy oscuras y barro en las manos, la cara y la ropa.

—¿Qué les decimos? —preguntó Jackie.

—Todo menos lo del meteorito. Estábamos buscando el tesoro de Dixie Bull. Lo que creen, vaya.

—Hummm… ¿Y por qué no lo del meteorito?

—Quizá aún podamos sacar dinero de todo esto.

—¿Cómo?

—No lo sé. Dame un poco de tiempo para pensarlo. Un largo silencio.

—Quizá puedan reflotar el barco de mi padre —dijo Abbey—, y ponerlo otra vez en funcionamiento.

—Claro que lo reflotarán —la tranquilizó Jackie.

—Es el lugar de los hechos, y hay un cadáver a bordo. Pero ya no tiene arreglo, Abbey. Se ha hundido treinta metros. Lo siento.

Al mirar a su amiga de reojo, Abbey vio que lloraba.

—Vamos, Jackie… Vamos… Tú has hecho todo lo que has podido para salvarlo.

—Le pasó un brazo por detrás de los hombros.

—Pero ¡cuánto lamento haberte arrastrado a este disparate! Es como todas las otras locuras en las que te he metido. No sé por qué sigues siendo mi amiga.

—Yo tampoco —añadió Jackie.

—Te quiero, Jackie. Me has salvado la vida.

—Y tú a mí. Yo también te quiero.

Abbey se enjugó una lágrima, suya esta vez.

—Habrá que armarse de valor, qué coño.

Ya con el muelle a la vista, Abbey descubrió que en el aparcamiento se habían reunido como mínimo una docena de coches patrulla estacionados de cualquier manera, con las sirenas encendidas; y detrás, en el césped de la Anchor Inn, parecía haber salido medio pueblo para verlas llegar. Ello sin contar a los equipos de reporteros y de cámaras de televisión.

—¡Madre de Dios! Pero ¿tú has visto cuánta gente? —dijo Jackie, mientras se secaba la cara y se sonaba la nariz.

—Estoy hecha una mierda.

—Prepárate para tu cuarto de hora de fama.

Ya oía el bullicio al final del agua, los murmullos de la gente, los gritos de la pasma y el chisporroteo de radios policiales. No faltaba ni el cuerpo de bomberos voluntarios, el Samoset n. 1, con su camión recién estrenado. Todos se lo pasaban en grande.

Fitch a Old Salt, adelante —crepitó en la VHF una voz solemne.

—Aquí Old Salt.

A Abbey casi le daba náuseas pronunciar el nombre del destartalado barco de Worth.

Old Salt, la policía del estado solicita que atraquen en el puesto número uno del muelle comercial y bajen inmediatamente del barco sin llevarse nada. No apaguen el motor, ni amarren. Las fuerzas del orden subirán a bordo y se encargarán de todo.

—Vale.

Fitch, corto.

Cuando el Fitch llegó al embarcadero público, bajaron los de la guardia costera con sus pulcros uniformes y lo amarraron con eficacia militar. Abbey situó el Old Salt justo detrás. El muelle era un hormiguero de policías del estado, que saltaron inmediatamente a bordo y tomaron posesión del barco. Abbey bajó a tierra, con Jackie al lado. Se les acercó un policía con un portapapeles.

—¿Abbey Straw y Jacqueline Spann?

—Somos nosotras.

Abbey echó un vistazo al aparcamiento. Tenía la impresión de estar siendo observada por el pueblo al completo, detrás de un cordón de policías. En un lado había cámaras filmando. Oyó gritos, forcejeos.

—¡Que es mi hija, idiota! ¡Abbey! ¡¡Abbey!!

Era su padre. Llegaba antes de lo previsto.

—¡Suélteme!

Bajó corriendo por el césped, con la camisa de cuadros fuera del pantalón y la barba al viento. En un santiamén recorrió los escalones de madera y el embarcadero, dejando atrás el cobertizo de los cebos. Al llegar al final de la rampa se lanzó hacia su hija con el pelo despeinado, aferrándose a las dos barandas.

—Papá…

El policía se apartó. El padre de Abbey llegó corriendo y la tomó entre sus brazos, a la vez que dejaba escapar un profundo sollozo de su ancho pecho.

—¡Abbey! ¡Dicen que ha intentado matarte!

—Papá…

Abbey se retorció un poco, pero su padre no la soltaba; la abrazaba sin parar, mientras ella se quedaba en su sitio, sintiéndose incómoda y mortificada. «Qué espectáculo, delante de todo el pueblo».

Su padre le puso las manos en los hombros y retrocedió.

—Estaba muy preocupado… Pero ¡mira qué dientes! Y tienes un corte en el labio. ¿El muy asqueroso te…?

—Papá… No pienses en los dientes. Se ha hundido tu barco. Se quedó mirándola, estupefacto. Abbey bajó la cabeza y rompió a llorar.

—Lo siento.

Tras un largo silencio, su padre tragó saliva, o al menos se le movió la nuez al intentarlo. Instantes después volvió a abrazarla.

—Bueno, un barco es un barco. Todo el pueblo lanzó un grito entrecortado de alegría.