Un estampido atronador sonó dos veces, mientras las balas agujereaban las paredes de fibra de vidrio de la cabina de control y lanzaban esquirlas afiladas contra Abbey, que gritó al echarse a la cubierta, con la cabeza en blanco por culpa del pánico. El barco, que había surgido bruscamente de la niebla, se les echaba encima a gran velocidad. En el momento en que viraba, y ponía ruidosamente marcha atrás, Abbey se encontró frente a frente con Randall Worth, que les apuntaba con una pistola enorme y disparaba.
—Pero ¿qué coño pasa? —chilló Jackie, hecha un ovillo sobre la cubierta.
¡Bum! ¡Bum! Dos balas más hicieron añicos las ventanas. Otra dejó un agujero sobre la cabeza de Abbey, del tamaño de una pelota de tenis.
—¡Jackie! —gritó.
—¡Jackie!
—Estoy aquí —dijo una voz ahogada.
Al volverse vio a su amiga encogida en el rincón, con las manos sobre la cabeza.
—¡Baja! —berreó Abbey, arrastrándose hacia la escalera.
—¡Por debajo de la línea de flotación!
Llegó a la escalera y se lanzó de cabeza, hasta quedarse tirada en el suelo de la cabina. Poco después llegó Jackie, gritando y tapándose la cabeza.
—¿Estás herida, Jackie? —chilló Abbey.
—No lo sé —contestó ella entre sollozos.
Abbey la examinó sin encontrar ninguna herida, salvo algunos cortes de metralla de fibra de vidrio.
—¿Qué coño pasa? —gritó Jackie, con las manos en la cabeza.
—¿Qué coño pasa?
—Es Worth. Nos está disparando.
—¿Por qué? —se lamentó.
Abbey le dio otra sacudida.
—¡Eh! Es-cú-cha-me.
Jackie tragó saliva con dificultad.
Otra ráfaga acribilló la superestructura, dejando orificios en el casco y en los ojos de buey que había encima de las camas encajadas en la proa. Una de las balas dio en la línea de flotación, haciendo que empezase a entrar agua.
Jackie chilló, tapándose la cabeza.
—¡Escúchame, joder! —Abbey le cogió las manos e intentó apartárselas.
—Estamos por debajo de la línea de flotación; aquí no puede darnos, pero va a subir a bordo. Tenemos que defendernos. ¿Me has entendido?
Jackie asintió, tragando saliva.
Abbey miró a su alrededor. Las camas estaban hechas un desastre, con los sacos de dormir tirados de cualquier manera. En el fregadero había platos sucios, y todo estaba cubierto por polvo de fibra de vidrio. El agujero dejaba entrar un chorro de agua. Oyó funcionar las bombas de sentina automáticas.
«La caja de herramientas de debajo del fregadero». Se acercó sin levantarse y tendió un brazo hacia el armario, que abrió de un tirón.
Por encima del agua se oyó una voz.
—¡Eh, chicas, ha llegado papi!
Fue el preludio de otros seis disparos de pistola, que reventaron la cabina sobre las cabezas de las dos amigas. Abbey, siempre sin incorporarse, arrastró la caja de herramientas que, al retirar el cierre, quedaron esparcidas por el suelo. Buscó entre ellas hasta apoderarse de un cuchillo de pescador y un martillo.
—El spray de autodefensa. ¿Dónde está?
—En la mochila del compartimento de popa —respondió Jackie sin apenas poder respirar.
—Mierda.—Abbey se metió el cuchillo en el cinturón, y a Jackie le dio el martillo.
—Coge esto. Jackie lo cogió.
¡Bum! ¡Bum! ¡Bum! ¡Bum! ¡Bum! ¡Bum! Más disparos de pistola. Al rebotar por la cabina, las esquirlas de fibra de vidrio dejaban tanto polvo de resina que el aire se volvía irrespirable. Abbey fue a la escalera a gatas, echó el pestillo y regresó.
—Nos estamos hundiendo —dijo Jackie.
—Eso es lo de menos.
Abbey oyó retumbar el motor de Worth, que las estaba abordando. El ruido cambió al de punto muerto, y luego, bruscamente, a marcha atrás. Poco después sintió el choque de las dos embarcaciones. Los pies de Worth pisaron la cubierta con un impacto sordo.
—Mierda, mierda —dijo Jackie, con la respiración agitada.
—Está subiendo.
Abbey intentó no seguir hiperventilando. Necesitaban un plan.
—Tú quédate tumbada —dijo.
—En el centro. Haz como si te hubieran pegado un tiro. Yo me escondo en la punta, y cuando él reviente la puerta, salto y le doy un cuchillazo.
—¿Estás loca? ¡Tiene una pistola!
—Está hasta el culo de droga. Hazme caso, túmbate.
Jackie se encogió en el suelo, impotente y llorosa.
Abbey se metió en la punta de la cabina y cerró la puerta, dejando un resquicio minúsculo por el que veía la escalera. Se puso en tensión, preparada para saltar.
Oyó los golpes de las botas de Worth por la cubierta.
—¡Papi ya está en casa!
Espió por el resquicio, apretando el cuchillo.
Se oyó el ruido de unos pasos que cruzaron lentamente la cubierta hasta entrar en la cabina. El joven sacudió el tirador de la puerta.
—¡Te vas a enterar de lo que quiere decir «más adentro», puta negra de mierda! Tú y tu amiga tortillera. ¡Me voy a llevar vuestro tesoro, y os voy a dar una lección que nunca olvidaréis!
¿Tesoro? El muy estúpido se lo había creído. Lo entrecortado de su respiración y el temblor de su voz asustaron todavía más a Abbey que los disparos.
—Pero si… no tenemos ningún tesoro —dijo Jackie, hecha un ovillo, con voz sofocada por el miedo.
Una risa ronca.
—¿Qué te crees, so zorra, que soy tonto? A mí no me vas a engañar. He venido a por el puto tesoro… y a enseñaros lo que es el respeto.
—Te juro que no tenemos…
La interrumpió una patada en la puerta, tan endeble que casi se partió en dos. Jackie chilló.
—¡No, no! Abbey se puso tensa.
A la siguiente patada, la puerta se rompió y se quedó colgando del marco en dos mitades. Worth apareció al final de la escalera, asomando la cabeza, con una pistola enorme en la mano.
—¡Wendy, estoy en casa!
Dio una patada a los trozos de puerta y apoyó una bota grande en el primer escalón: un paso, y otro, y otro, hasta el principio de la escalerilla. Jackie seguía acurrucada en el suelo, sollozando. Worth la apuntó con la pistola, que sujetaba de lado.
—¿Dónde está el tesoro?
—Por favor, te lo juro… No hay ningún tesoro…
—Jackie sollozó y se tapó la cabeza, encogida.
—No hay tesoro… Por favor… Solo un cráter…
—¡Y una mierda! —berreó él, sacudiendo la pistola.
—¡No me tomes el pelo, coño!
Un paso más…
Worth lo dio.
Abbey salió y descargó el cuchillo con todas sus fuerzas en la espalda de Worth, pero él la oyó y la apartó con su brazo libre. El cuchillo salió disparado. Después Worth disparó a ciegas contra Abbey, haciendo otro agujero en el casco muy por debajo de la línea de flotación.
Entró un chorro de agua.
Abbey se arrojó contra Worth, pero él le dio un puñetazo en la barriga que la hizo caer doblada de rodillas en el suelo, sofocada, sin apenas poder respirar, bajo una cascada de agua helada.
—¿Dónde está el tesoro, zorra?
La agarró por el pelo, le echó la cabeza hacia atrás y le clavó el cañón en una oreja.
Abbey logró absorber algo de aire. Él le giró la cabeza y le metió la pistola en la boca.
—¡Oye, Jackie, o me dices dónde está el tesoro, o aprieto el gatillo!
—Lo del tesoro era mentira —dijo Jackie, sin respiración.
—Créetelo, por favor. Solo era una excusa… Worth amartilló la pistola.
—¡Ni una mentira más, puta, o la mato! ¿Bueno, qué, dónde coño está? ¡Ve ahora mismo a buscarlo!
Abbey intentó decir algo, pero no podía. El agua entraba muy rápidamente.
—¡Ultimo aviso!
—¡Vale, vale, ya te lo digo! —chilló Jackie.
—¡Para y te lo digo!
—¿Dónde? —berreó Worth, rota la voz en los agudos.
—En la cabina de popa, debajo de la escotilla trasera: pegada con cinta adhesiva debajo de la cubierta, por encima de la caja del timón.
—¡Deprisa, ve a buscarlo, que se está hundiendo el barco! Jackie se puso en pie. Estaba empapada. El agua ya alcanzaba los quince centímetros de profundidad.
—¡Tú, Abbey, ve con ella!
Le sacó la pistola de la boca, partiéndole un diente. Después la levantó de un tirón, la arrojó escaleras arriba y la hizo cruzar a empujones la cabina del timón, hacia la popa.
—¡Abre! —le gritó a Jackie sin soltar a Abbey, a quien tenía encañonada en la cabeza.
Jackie intentó abrir la escotilla, levantando y retorciendo la palanca.
—¡Rápido o la mato!
Jackie apretó y apretó, con todas sus fuerzas.
—¡No puedo! ¡Está atascada! ¡Tiene que ayudarme alguien!
Worth tiró a Abbey a la cubierta.
—¡Ve a ayudarla!
Tenía el rostro desencajado y rojísimo, los tendones del cuello muy marcados, el pelo aceitoso pegado a la cabeza y unos dientes podridos que exhalaban un aliento fétido.
Abbey cruzó la cubierta dando tumbos y cogió un lado de la palanca, mientras Jackie sujetaba el otro. Se miraron. Simularon intentar abrirla, pero no cedía.
—¡Más fuerte!
Siguieron bregando con la palanca.
—Poneos en el otro lado del barco —dijo Worth.
—Aquí, las dos.
Se lo indicó con la pistola.
Abbey y Jackie fueron al otro lado del barco y se quedaron muy juntas. Abbey dio un codazo a Jackie y le indicó con la mirada el martillo que aún llevaba encima. Jackie se lo puso en la mano.
Lentamente, sin quitarles la vista de encima, Worth dejó la pistola, cogió las dos asas y las hizo girar. La escotilla se abrió sin resistencia.
—Debiluchas de mierda —dijo al deslizaría a un lado.
Vaciló al clavar una mirada ávida en la oscuridad de la abertura. Incapaz de resistirse, metió la cabeza para echar un vistazo por debajo de la cubierta.
Justo cuando la sacaba, Abbey dio un salto y le asestó un martillazo con ambas manos. El martillo hizo un ruido repugnante al estamparse contra la coronilla de Worth, como el choque de un murciélago con un tronco seco. Este cayó de bruces. Por la fractura hundida empezó a brotar sangre, que se esparció por la cubierta, mezclándose con el agua de la lluvia. El meñique del chico tembló grotescamente, hasta quedarse quieto. Jackie se lanzó hacia la mochila, sacó el spray de autodefensa y roció con él el bulto inerte de Worth.
Tras un largo silencio, habló con tono de estupefacción—: Dios mío, está muerto…
Abbey se quedó mirándolo. Parecía irreal, como una película. No podía moverse, ni tampoco respirar.
—¿Abbey? —dijo Jackie.
—Nos estamos hundiendo.
El barco de su padre se estaba hundiendo. Soltó el martillo y corrió hacia el panel del motor. Las dos bombas de sentina funcionaban a tope, pero justo cuando Abbey evaluaba los daños se oyó bullir el agua al llegar a la altura de las cajas de las baterías, y se produjo un cortocircuito. Los sistemas eléctricos se apagaron de golpe, y el zumbido de ambas bombas dejó paso al silencio.
Jackie entró en acción. Se arrojó hacia la cabina y empezó a examinar los agujeros, chapoteando con los pies. Después cogió una manta y un cabo suelto y los lanzó hacia la cubierta.
—¡Abbey, ayúdame! —Echó el cabo.
—¡Córtalo en cuatro y ata los trozos a las esquinas de la manta!
Mientras su amiga obedecía, Jackie se quitó los zapatos, aguantó la respiración y se zambulló. Volvió a salir.
—¡Pásame una punta de la manta! ¡La ataremos alrededor del barco para tapar los agujeros!
Abbey echó la manta por la borda. Jackie cogió una punta, buceó para cubrir los agujeros con la tela y salió por el lado opuesto, con las cuerdas en la mano. Sacó la cabeza, jadeando.
—¡Coge estos!
Abbey ató los cabos a la borda y ayudó a Jackie a trepar a cubierta. El Marea empezaba a escorarse.
—¿Funcionará? —preguntó.
—Quizá nos dé un poco de tiempo. Usaremos el barco de Worth como remolcador, y vararemos el nuestro en la isla más cercana —respondió Jackie.
—Sígueme.
Saltó del Marea al Old Salt, que seguía amarrado al primero, con el motor en punto muerto. Se colocó al timón, seguida por Abbey, y puso la velocidad al máximo. Con un rugido del motor, el barco avanzó dificultosamente, arrastrando a su lado el Marea mientras Jackie hacía los ajustes de timón necesarios para compensar el peso muerto.
—¿Adonde vamos? —preguntó Abbey a grito pelado.
—A Franklin. Tendremos que llevar los dos barcos hasta la playa. Es la única manera. Abbey, echa un vistazo a los escálamos, a ver si aguantan.
Mientras Abbey hacía la comprobación, Jackie bajó la VHF y empezó a emitir una señal de auxilio.
—Aquí el Marea, Marea, Marea, posición 43° 50° norte 69' 23' oeste. Mi barco se está hundiendo, y llevamos a un pasajero herido de gravedad. Nos está remolcando otro barco. Solicito ayuda inmediata. Corto y cambio.
Cortó la transmisión y se mantuvo a la espera. La respuesta llegó al cabo de un minuto.
—Marea, aquí el puesto de guardacostas de Tenants Harbor. El barco más próximo a su posición es el langostero Misty Sue, al sur de Friendship Long Island. Se dirige en su ayuda a diez nudos. El Misty Sue se comunicará con usted por el canal seis. Corto.
—¿No hay nadie más cerca? —gritó Jackie.
—¡Nos estamos hundiendo!
—Hay pocos barcos en el mar, Marea. Les enviamos el Admiral Fitch, de la guardia costera, que ha salido de Tenants Harbor con equipo médico. Corto.
—Tendré que intentar vararlo en Franklin —informó Jackie.
—Marea, ¿de qué herida se trata?
—Creo que está muerto. Un martillazo en la cabeza.
Silencio.
—Repita, por favor.
—He dicho que está muerto. Randall Worth. Ha disparado contra nuestro barco y ha subido a bordo. Intento de robo. Hemos tenido que matarlo.
Una pausa.
—¿Hay algún otro herido?
—No, tanto como eso no.
—Pues entonces se ha producido un delito, y como tal hay que tratar el lugar de los hechos. Se le informa de que…
La voz siguió hablando, monótona. A duras penas alcanzaban los tres nudos, y cuanta más agua entraba en el Marea más se reducía su velocidad. Abbey hizo una comprobación: la manta había aminorado el flujo de agua, pero sin cortarlo del todo. Franklin estaba a siete kilómetros: a aquella velocidad, más de una hora de viaje.
—¡Mierda! —exclamó Jackie en voz alta al cortar a los guardacostas y sintonizar el canal seis.
—Aquí el Marea llamando al Misty Sue, ¿cuál es su posición?
—Estamos saliendo del paso de Alien Island. ¿Qué ocurre?
—Estoy remolcando un barco que se hunde. Necesito más potencia de arrastre. Intento vararlo en Franklin.
—Calculo que llegaré en… cuarenta minutos.
El barco de Worth trataba de avanzar, arrastrando a su lado al Marea que se hundía. Este último se había escorado mucho, y su peso muerto reducía la potencia de la embarcación en la que iban ellas dos.
—Tendremos que soltarlo —dijo Jackie.
—Cuando se hunda nos hará volcar, y nos arrastrará.
—¡No! —gritó Abbey.
—Por favor. Lo desatamos del lado, lo atamos a popa y lo arrastramos por detrás. Así iremos más deprisa.
—Vamos a intentarlo.
Abbey desató el Marea y, después de adelantarlo, ató un cabo entre el palo del ancla y una de las cornamusas de popa del barco de Worth.
—La cornamusa no aguantará —advirtió Jackie.
—Mejor que la otra.
Aceleró despacio, para que la tensión aumentase gradualmente. El Marea ya se había escorado tanto hacia babor que empezaba a entrar agua por uno de los imbornales de popa. El barco de Worth iba a tope, avanzando con gran estrépito, y el cabo estaba tenso como una cuerda de violín; aun así, apenas se movían.
—¡Abbey, por Dios, se está hundiendo! ¡Nos va a arrastrar!
—¡No, por favor, es el único barco de mi padre! ¡Tú sigue!
Jackie aumentó al máximo la velocidad. El esfuerzo arrancó un grito al motor. Se oyó una especie de detonación, y la cornamusa se llevó un trozo de popa al partirse. Ya sin resistencia, el barco de Worth dio un salto hacia delante. Jackie giró bruscamente a babor e hizo que el barco regresase hacia el Marea pero era demasiado tarde: suspirando, el langostero expulsó aire al quedar de costado y después se hundió bajo las olas, dejando solo una mancha de gasolina.
—Dios mío —se lamentó Jackie—. Worth aún estaba a bordo.
Abbey miraba fijamente, horrorizada, sin acabar de asimilar la gravedad de lo ocurrido.
—El barco de mi padre… Se ha hundido como si nada.