32

El monasterio en ruinas estaba repleto de aldeanos refugiados. Los monjes acostaban a los enfermos en el santuario bombardeado, y les traían comida y agua. El llanto de los niños y las madres se mezclaba con un murmullo de voces confusas y atemorizadas. Al buscar con la vista al abad, Ford se llevó la sorpresa de ver a monjes de túnica naranja con armas pesadas y cartucheras al hombro; obviamente, estaban patrullando los caminos que bajaban de los montes. A lo lejos, por encima de las cumbres, vio una columna de humo negro que giraba en el tórrido cielo.

Finalmente encontró al abad, de rodillas junto a un niño enfermo, a quien consolaba y daba sorbitos de agua con una botella vieja de Coca-Cola. El monje levantó la vista.

—¿Cómo lo has hecho?

—Sería largo de contar.

Se limitó a decir, asintiendo con la cabeza—: Gracias.

—Necesito un poco de intimidad para hacer una llamada por satélite —dijo Ford.

—El cementerio.

El abad indicó un sendero cubierto de musgo.

Dejando atrás el caótico espectáculo del monasterio, Ford se adentró en una zona poco poblada de la selva. Había decenas de estupas y de torrecillas repartidas por entre los árboles, cada una con las cenizas de un monje venerado. En otros tiempos habían estado recubiertas de oro y de pintura, pero el tiempo lo había borrado casi todo, y algunas estaban rotas y derruidas. En un lugar tranquilo entre las tumbas sacó su teléfono satélite, lo conectó a un ordenador de mano y marcó un número.

Poco después se oyó la voz pastosa de Lockwood. En Washington eran las dos de la madrugada.

—¿Wyman? ¿Lo has conseguido?

—Eres un mentiroso de narices, Lockwood.

—Un momento, un momento. ¿Por qué lo dices?

—Siempre has sabido dónde estaba la mina. Es enorme, la jodida. No podía pasar desapercibida desde el espacio. ¿Por qué no me dijiste la verdad? ¿Qué objetivo tenía toda esta farsa?

—Todo tiene sus razones; muy buenas razones. Bueno, ¿has conseguido las lecturas que te pedí?

Ford dominó su ira.

—Sí, todo: fotos, mediciones de radiación y coordenadas GPS.

—Estupendo. ¿Me lo podrías mandar?

—Recibirás tus datos cuando yo reciba una explicación.

—No juegues conmigo.

—De jugar, nada. Un simple intercambio de información. En tu despacho.

Un largo silencio.

—Es una tontería que te pongas así con nosotros.

—Es que soy tonto. Ya lo sabías. Ah, por cierto, he volado la mina.

—¿Que qué?

—Que la he volado. Adiós. Sayonara.

—¿Estás loco? ¡Te dije que no la tocases!

Ford hizo un esfuerzo enorme por reprimir la indignación que hervía en su interior. Respiró profundamente y tragó saliva.

—Tenían esclavizados a pueblos enteros, mujeres y niños. Se estaban muriendo cientos de personas. Con los cadáveres llenaban una fosa común. No lo podía consentir.

Hubo un momento de silencio.

—A lo hecho, pecho —dijo finalmente Lockwood.

—Te veré en mi despacho en cuanto puedas acudir.

Ford cortó la llamada, desconectó el teléfono y lo apagó. Respiró hondo un par de veces, tratando de recuperar el equilibrio. El cementerio estaba tranquilo. Anochecía, y la luz crepuscular recortaba las copas de los árboles, salpicando el lugar con manchas de luz entre verde y dorada. Sintió que poco a poco recuperaba algo de cordura. Lo que había visto no se le borraría de la memoria mientras viviese.

Luego estaba el problema de la mina en sí, que no le había comentado a Lockwood. Era una idea tan extraña, tan absolutamente estrafalaria, que rehuía cualquier análisis. Sin embargo, las implicaciones eran aterradoras.