A las tres de la tarde, Mark Corso empezó a respirar mejor. Por la mañana, al llegar a su despacho —un día después de la desastrosa reunión—, le había aliviado no encontrar ninguna carta de despido encima de la mesa. Llevaba todo el día trabajando como un loco en los datos del SHARAD, y ya lo tenía todo preparado; muy bien preparado, en honor a la verdad: los gráficos y todo lo demás pulcramente organizado, con sus gomas elásticas, sus sobres y sus archivadores, y con unas imágenes claras y nítidas tras haberlas limpiado de ruido y haberlas procesado digitalmente.
No había recibido visitas desagradables de Derkweiler, ni notas o llamadas de advertencia. De hecho, ni siquiera lo había visto. Aunque pudiera haberse equivocado en la periodicidad, estaba seguro de no haber cometido ningún error con los datos de rayos gamma. Era verdad. Estaba seguro. Siempre existía la posibilidad de que Chaudry se lo repensase y se diera cuenta de que valía la pena investigarlo.
Mark Corso se puso el paquete debajo del brazo, tragó saliva y salió al pasillo, dirigiéndose al despacho de Derkweiler. Golpéenos rápidos, un «adelante» y ya abría la puerta con el alma en vilo. Derkweiler estaba sentado al otro lado de la mesa, con manchas incipientes de sudor en las axilas.
—Ah, Corso, es usted.
—Tengo los datos del SHARAD —dijo Corso con toda la frialdad y dignidad que pudo. Dio un golpecito a la carpeta que llevaba bajo el brazo, y tragó saliva antes de recitar las frases que llevaba ensayadas:
—Quería disculparme por la presentación de ayer. Me dejé llevar por los datos de rayos gamma. Le aseguro que no se repetirá.
Derkweiler lo miraba; no era exactamente una mirada fija, pero sí penetrante, con ojos enrojecidos. Daba la impresión de haber pasado la noche en blanco.
—Señor Corso… Mire, siento tener que decírselo.
—Derkweiler suspiró y puso las manos en la mesa.
—Ayer hice los trámites para… poner punto final a su trabajo aquí. Lo siento mucho.
Corso, estupefacto, no supo qué responder.
—Somos una burocracia casi gubernamental, y los despidos tardan un poco en procesarse. Lamento que haya tenido que esperar. De todos modos, creo que se da cuenta tan bien como yo de que esto no tiene futuro.
Mantuvo fija la mirada en Corso, sin alterarse lo más mínimo.
—Pero ¿y el doctor Chaudry…?
—En este tema, el doctor Chaudry coincide plenamente conmigo.
Corso hizo otra tentativa de tragar saliva. Se veía en la imposibilidad física de marcharse. Era como el hombre de hojalata de El mago de Oz, clavado al suelo.
—Bueno —dijo Derkweiler, dando una última palmada en la mesa—, pues ya está. Tiene hasta que acabe el día. Lo siento muchísimo, pero creo que es lo mejor.
—Pero… ¿todavía quiere los datos del SH ARAD? —le preguntó Corso, antes de darse cuenta de lo insustancial de la pregunta.
Con una expresión fugaz de irritación, Derkweiler tendió el brazo y cogió la carpeta.
—Quizá no oyó lo que dije en la reunión: que los datos del SHARAD los prepararía yo mismo. Me he pasado toda la noche haciéndolo.
—Alargó el brazo hacia la papelera y soltó la carpeta.
—Ahora no los necesito, ni los quiero.
Lo gratuito del gesto encendió a Corso. Derkweiler seguía mirándolo.
—¿Algo más, o ya hemos terminado?
Corso se volvió y se fue, muy tieso.
—Cierre la puerta, por favor.
La cerró y se quedó temblando en el pasillo. El shock y la incredulidad se convirtieron en una sensación de malestar físico, que dejó paso a la rabia. Aquello estaba mal hecho. Era una injusticia. Tirar su trabajo a la papelera… No había modo de justificarlo. No lo podía consentir.
Se volvió, abrió la puerta… y pilló a Derkweiler inclinado hacia la papelera, sacando el paquete de la basura.
Fue la gota que colmó el vaso. Corso notó que se le abría la boca y que emitía unas palabras, pero era como si las dijera otra persona.
—Serás… gordinflón de mierda.
—¿Perdón?
—Ya me has oído.
¿Quién estaba hablando? Pero ¿qué decía? Corso no se había enfadado tanto en toda su vida.
Derkweiler enrojeció, y dejó caer de nuevo la carpeta en la papelera. Después se apoyó en el respaldo y se puso las manos detrás de la cabeza, dejando ver en toda su extensión las manchas de las axilas.
—Veo que se quiere ir a lo grande. ¿Quería añadir algo más?
—Pues mire, sí. Me sorprende que esté aquí, en la NPF, y más en un cargo de responsabilidad. Es usted la mediocridad personificada. Y Chaudry otro tanto. Les he dado pruebas de que en Marte, o cerca de Marte, podría estar ocurriendo algo peligroso, por no decir catastrófico. Las tienen en las narices y no las ven. No se diferencian en nada de la Inquisición que condenó a Galileo.
—Ah, porque ahora es Galileo —una sonrisa fría y dura arrugó el rostro de Derkweiler y desapareció de golpe.
—Bueno, Corso, ahora que se ha desahogado, haga el favor de irse directamente a su despacho y no moverse de ahí. Tiene un cuarto de hora para despejar su mesa. Pasado ese plazo será acompañado a la calle por los de seguridad. ¿Me explico?
Hizo girar la silla, enseñando su culo gordo a Corso, y empezó a escribir en el teclado de su ordenador.
Un cuarto de hora más tarde, Corso salía del vestíbulo de la NPF en compañía de dos guardias de seguridad. Llevaba una cajita de cartón marrón con sus escasas pertenencias: los títulos enmarcados de la Universidad Brown y del MIT, un pisapapeles de geoda y una foto de su madre.
Al salir a la calle en aquel día soleado y caluroso, e internarse por el mar de coches relucientes del enorme aparcamiento, Mark Corso tuvo una revelación. Se detuvo de golpe, y estuvo a punto de soltar la caja. Acababa de acordarse de un dato tan pequeño que parecía insignificante: Deimos, una de las minúsculas lunas de Marte, orbitaba en torno al planeta cada treinta horas. Eso explicaba la anomalía de la periodicidad.
La fuente de los rayos gamma no estaba en Marte, sino en Deimos.