3

Mayo

Dolores Muñoz subió por la escalera de piedra del bungalow del profesor en Glendale, California, y antes de introducir la llave descansó un momento en el porche, con jadeos que agitaban su abundante pechera. Sabía que el roce de la llave en la cerradura desencadenaría una explosión de ladridos por parte de Stamp, el Jack Russell terrier del profesor, enloquecido por su llegada. Nada más abrir la puerta, aquella bola de pelo saldría como una bala, entre ladridos furibundos, y empezaría a dar vueltas por el césped del minúsculo jardín como si quisiera limpiarlo de animales salvajes y de delincuentes. Luego la ronda de siempre, levantando la patita sobre cada triste arbusto y cada flor muerta. Por último, cumplido su deber, regresaría corriendo, se echaría ante Dolores y empezaría a rodar sobre su lomo con las patas encogidas y la lengua fuera, listo para que lo rascasen, como cada mañana.

Dolores Muñoz estaba enamorada de aquel perro.

Esbozando una ligera sonrisa solo de pensarlo, introdujo la llave en la cerradura y la movió con suavidad, atenta al brote de entusiasmo.

Nada.

Escuchó un instante. Después giró la llave, pensando que tarde o temprano oiría un ladrido de alegría, pero no fue así. Extrañada, entró en un pequeño recibidor, y lo primero que llamó su atención fue que el cajón de la mesita estuviera abierto y que en el suelo hubiera varios sobres.

—¿Profesor? —dijo en voz alta.

—¿Stamp?

Silencio. Últimamente el profesor se levantaba cada vez más tarde. Era de esos hombres que bebían mucho vino durante la cena y la remataban con copas de coñac, tendencia que empeoraba desde hacía un tiempo, sobre todo desde que no iba a trabajar. Luego estaban las mujeres. Dolores no era mojigata; si se hubiera tratado de la misma chica, a ella le habría dado igual, pero nunca lo era, y en algunos casos tenían diez o veinte años menos que él. A pesar de todo, el profesor era un hombre apuesto y en buena forma física, en la flor de la vida, que se dirigía a ella en español usando la forma «usted», cosa que Dolores agradecía.

—¿Stamp?

Quizá hubieran salido a dar un paseo. Pasó al vestíbulo, y al mirar hacia el salón se le cortó la respiración. El suelo estaba lleno de papeles y libros; había una lámpara volcada, y las estanterías habían sido vaciadas sin contemplaciones, dejando los libros esparcidos por el suelo de cualquier manera.

—¡Profesor!

Asimiló la situación en todo su horror. El coche del profesor estaba en el camino de entrada. Tenía que estar en casa. ¿Por qué no contestaba? ¿Y dónde estaba Stamp? Metió una mano regordeta en su vestido verde de estar por casa y buscó casi inconscientemente el móvil para marcar el 911, pero miró el teclado sin poder apretar los números. ¿Le convenía verse envuelta en algo así? Cuando llegasen, le pedirían su nombre y dirección, consultarían su historial, y estaba segura de que a continuación la deportarían a El Salvador. Aunque hiciese una llamada anónima por el móvil, la buscarían como testigo de… No quiso seguir adelante con la idea.

La invadió un sentimiento de terror y de incertidumbre. El profesor podía estar en el piso de arriba. Quizá le hubieran robado, apalizado, herido; incluso quizá estuviera agonizante… ¿Y Stamp? ¿Qué le habrían hecho a Stamp?

Presa del pánico, examinó toda la estancia con los ojos muy abiertos, mientras su respiración acelerada hacía subir y bajar su prominente pecho. Algo había que hacer. Tenía que llamar a la policía. No podía irse así como así. ¡Qué ocurrencia! El profesor podía estar herido. Tal vez se estaba muriendo. Lo mínimo era echar un vistazo, por si necesitaba ayuda, y pensar en alguna solución.

Al ir hacia el salón vio algo en el suelo, como una almohada arrugada. Con un miedo insoportable en el pecho, avanzó dos pasos consecutivos, apoyando el pie en la alfombra blanda con mucha precaución, y gimió en voz baja. Era Stamp, echado de bruces en la alfombra persa. Parecía que estuviera dormido, con su pequeña lengua rosa asomando por la boca, de no haber sido por sus ojos, muy abiertos y vidriosos, y por la mancha oscura que había debajo, en la alfombra.

—Oooooh…, oooooh… —exclamó Dolores, emitiendo un sonido involuntario por su boca abierta.

Algo más lejos estaba el profesor, arrodillado, como si rezase, como si aún estuviera vivo, en un extraño equilibrio en el que parecía estar a punto de romperse; pero su cabeza pendía de costado, medio arrancada, como la cabeza de un muñeco, y del cuello parcialmente seccionado colgaba un alambre enrollado entre dos maderas. La sangre había salpicado las paredes y el techo, como si los hubieran rociado con una manguera.

Dolores Muñoz gritó una y otra vez, con la vaga conciencia de que en aquellos gritos estaba el germen de su deportación, aunque por alguna razón no podía parar, ni le importaba.