Randall Worth apagó el motor y se quedó a la deriva por la niebla, sin apartar la vista del radar. La mancha luminosa de la pantalla, algunos cientos de metros hacia el sur, tenía que ser el Marea. Algo más lejos, un borrón verde representaba Shark Island.
Shark Island. A trece kilómetros de la costa, sin puerto, rodeada de arrecifes y sin posibilidades de desembarcar salvo con calma chicha. Perfecta como isla del tesoro. ¿Cómo no se le había ocurrido a él?
Echó el ancla, procurando no hacer ruido con la cadena. Una vez que la tuvo en su sitio, empezó a preparar su mochila. Metió una cajita de herramientas portátil, alicates, alambre, cinta aislante, un cuchillo, la RG Mag del cuarenta y cuatro y, por último, una caja de balas Winchester de punta hueca.
Se sentó a esperar, atento a cualquier ruido entre la niebla. La isla estaba a unos cuatrocientos metros, y la bruma mitigaba los sonidos. Él no oía nada. El corazón le latía con fuerza. Procuró no hacer caso al hormigueo que sentía debajo de la piel, el mono de la meta. Todavía no; no en un momento así. Necesitaba tener las ideas claras.
De pronto oyó algo, un grito suave. Se incorporó. Al grito lo siguió una serie débil pero clara de vítores y aplausos. Aplausos…
Se irguió, con el corazón a mil por hora. Eran sonidos de victoria. Lo habían encontrado. «Alucino de la hostia», pensó. Cogió al vuelo la mochila, la arrojó al bote, saltó tras ella, se apartó del barco y empezó a remar como un loco hacia el Marea. Casi no había mar, y la niebla era un golpe de suerte.
Pocos minutos más tarde apareció la silueta del Marea. Worth levantó los remos y escuchó atentamente. En esos momentos se oían más claras las voces de ellas dos, a mayor proximidad de la isla; voces incorpóreas, llenas de entusiasmo, acompañadas por el ruido inconfundible de un pico y una pala rascando y golpeando piedra. Se arrimó a la popa del Marea ató el bote, subió la mochila y saltó a bordo.
Ya en la cabina de control, se esforzó por controlar su respiración y por frenar el temblor de sus manos. La meta lo estaba jodiendo de lo lindo. Lo volvía asustadizo. Después de aquello tendría la vida resuelta, y ya no tomaría más. Ya no le haría falta. Oía los martillazos de su corazón, y sentía zumbar la sangre en sus oídos. En la consola de la cabina había una botella de Jim Beam. La cogió y encadenó dos buenos tragos. Poco a poco se fue relajando.
Sin perder la concentración, verificó que el interruptor de la batería estuviera apagado. Después sacó la caja portátil de herramientas de la mochila, cogió un destornillador, desenroscó el panel eléctrico y lo dejó en el suelo. Tenía delante una masa de cables, bien diferenciados por colores, y atados en manojos.
Sabía perfectamente lo que tenía que hacer.