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Ford siguió a los soldados por el camino. Al llegar al campamento se encontró un panorama caótico, una polvareda de soldados que huían y grupos de mineros traumatizados y desorientados, que no entendían nada de la situación. También los había que corrían —familias enteras incluidas—, se arrastraban o cojeaban hacia la selva, y algunos llevaban enfermos del brazo o a cuestas.

Buscó a Khon con la mirada hasta reconocer a un personaje orondo que venía a paso rápido del borde de la selva, con una mochila. Dio alcance a Ford, jadeando, con la cara cubierta de sudor.

—¡Señor Mandrake! Saludos.

—Buen trabajo, Khon —Ford abrió la cremallera de la mochila y sacó un radiómetro, que encendió y leyó—. Cuarenta miliremos por hora. No está mal.

Khon se fijó en las manchas de sangre de la camisa de Ford.

—¿Qué te han hecho?

—Es que has tardado algo más de la cuenta con los fuegos artificiales. Por poco no lo cuento, amigo mío.

—Me ha costado lo suyo robar la dinamita del galpón. Solo he tenido tiempo de llegar a la colina más cercana.

—¿Cómo te has librado del soldado que iba a investigar?

—He supuesto que enviarían a uno, y he dividido la carga para usar la segunda como trampa. Pobre.

—Muy listo.

—Ford sacó de su mochila una cámara digital y un GPS; este último se lo lanzó a Khon.

—Tú introduce los puntos de ruta, mientras yo hago fotos.

—De acuerdo, jefe.

Se acercó a la boca del pozo de la mina, con el radiómetro en alto. Saltaba a la vista que era un cráter de impacto, con varias capas de eyecciones que formaban un dibujo radial, y una gran cantidad de brechas y conos de rotura.

—Ochenta miliremos —dijo.

—Aquí arriba sigue siendo una magnitud bastante baja. Podemos aguantar como mínimo una hora sin peligro.

Se asomó al pozo con precaución. Por dentro, el cráter se iba inclinando cada vez más hasta convertirse en un tubo vertical de unos tres metros de diámetro, con paredes de un material fundido que parecía cristal. En los lados del pozo había cables con luces, y dos escaleras de bambú que bajaban hacia una capa en la que parecía haber piedras preciosas. El generador que suministraba la electricidad seguía en marcha, en un galpón cercano. Encima del pozo había un andamio muy grande de bambú del que colgaba un cabrestante, con una red para subir y bajar aparejos.

Ford sintió que aumentaba su desconcierto al observar el agujero. Era un cráter de una profundidad increíble, hasta el punto de que no parecía tener fondo, como si el objeto impactante hubiera seguido sin pararse. Tras hacer algunas fotos del conducto, acabó con una serie panorámica de trescientos sesenta grados. Por último, tomó una serie de lecturas del radiómetro a distancias fijas.

Khon volvió pronto con el GPS.

—Listo.

El campamento se había vaciado casi del todo, a excepción de los cadáveres dispersos.

—Vamos a hacer saltar este antro por los aires antes de que nuestros amigos se den cuenta de que los han timado —dijo Ford—; si no, regresarán, y vuelta a empezar con todo esto.

La indignación de ver tantos muertos a su alrededor le daba náuseas. Había algunos que no estaban muertos, sino que intentaban alejarse a rastras.

Ford y Khon reventaron las puertas del galpón de la dinamita y cargaron el carro de mulas abandonado con cajas de explosivos, detonadores, temporizadores y cables. Después acarrearon el explosivo hasta la mina y pusieron las cajas en la red, abierta sobre el suelo. Ford colocó un detonador en cada una y empalmó el conjunto a un temporizador y un refuerzo.

Puso en marcha el temporizador.

—Media hora.

Levantaron la red con el cabrestante eléctrico, la situaron sobre la boca del pozo y la bajaron unos treinta metros, soltando poco a poco los cables del detonador. La bomba improvisada la depositaron en la plataforma de bambú. Ford inutilizó el cabrestante motorizado destrozando el terminal con una barra metálica, y arrancando varios cables.

—Veinticinco minutos —dijo al mirar el reloj.

—Vámonos pitando.

Se acercaron deprisa a la pared de selva, y poco después de atravesarla encontraron el camino por donde habían llegado. Adelantaron corriendo a varios grupos de habitantes de la zona que avanzaban despacio, en un estado deplorable. Nadie se fijaba en ellos dos. De los soldados no quedaba ni rastro.

—Falta poco —dijo Ford, con un nudo casi insoportable en el estómago.

Nunca, en toda su vida, había tenido una visión tan infernal, de la miseria, la crueldad y la explotación humanas. ¿Qué había en la manera de ser de los camboyanos que hacía que un pueblo de sincera bondad, dulzura y consideración, gente de sólida fe budista, descendiera a tales simas?

Se pararon a descansar sobre una roca del arroyo seco. La explosión se produjo a la hora prevista.