27

Con la mirada fija en la pantalla del radar, Abbey veía correr la línea verde mientras el Marea cruzaba a cinco nudos la pesada niebla, con chorros de condensación que bajaban por las ventanillas de la cabina de control.

—Pobre cabeza mía, cómo me duele —dijo Jackie.

—No me hagas esto.

—Casi hemos llegado.

—Realmente eres como el capitán Bligh.—Destapó un frasco de Tylenol y sacó dos pastillas. Después abrió una cerveza y bebió un trago. Se la tendió a Abbey.

—¿Un poco de antídoto contra la resaca?

Esta sacudió la cabeza, sin apartar la vista del radar.

—Ya está otra vez el barco.

—¿Barco? ¿Qué barco?

—Aquí.

Señaló una mancha verde en la pantalla del radar, aproximadamente a media milla náutica detrás de ellas.

—¿Un barco de qué tipo?

—Ni idea. Más bien pequeño. Creo que nos está siguiendo.

—¿Cómo sabes que no es un pescador de langostas?

—¿Quién saldría a pescar langostas con esta niebla? —Abbey jugó con la ganancia del radar.

—No veo un pijo.

—Apaga el motor —ordenó Jackie. Abbey le hizo caso. Se quedaron escuchando, a la deriva.

—¿Lo oyes?

—Sí —dijo Jackie.

—Ese barco ya hace un par de horas que se nos ha pegado al culo.

—¿Por qué van a seguirnos?

Abbey volvió a poner el motor en marcha.

—¿Para robarnos el tesoro?

Jackie se rio.

—Quizá tu tapadera fuera demasiado buena.

Abbey aceleró sin perder de vista la pequeña mancha verde del barco, en espera de que se moviese. Pero no se movió; se quedó donde estaba.

Puso rumbo a la parte de sotavento de Shark Island, yendo despacio. No tardarían mucho en explorarla. Era apenas un bulto sin árboles en medio del mar, con pendiente en un lado y acantilados en la otra, lo cual, desde lejos, le daba el aspecto de una aleta de tiburón. Abbey nunca había estado en la isla, ni sabía de nadie que la hubiera pisado. La niebla era tan densa que casi no veía la baranda de proa.

—Jo, Abbey, ¿tú crees que encontraremos el meteorito, de verdad?

Se encogió de hombros.

—Ante la duda —dijo Jackie—, fúmate un porrito.

—No, gracias.

Lio uno de todos modos.

—Tenemos trabajo —dijo Abbey, irritada.

—¿No puedes esperar?

—No todo es trabajo en la vida.

Suspiró, mientras Jackie le daba al mechero, rasca que te rasca, sin lograr que funcionase en aquel aire húmedo.

—Me voy abajo.

Estaban a medio kilómetro de Shark aproximadamente. Abbey redujo la velocidad, atenta a la carta digital y al sonar. Toda la isla estaba rodeada de arrecifes, y no quería arriesgarse a acercarse demasiado con marea baja. Puso el motor en punto muerto.

—Jackie, echa el ancla.

Jackie subió, con el porro en la mano, y miró a su alrededor.

—Esto es una sopa, que diría mi abuelo.

—Guardó el resto del porro en su latita y fue hacia proa para quitar el pasador del ancla.

—¿Lista?

—Suéltala.

Jackie echó el ancla por la borda y la dejó caer hasta el fondo. Abbey puso marcha atrás, mientras Jackie jugaba con el cabo, estabilizaba el ancla y la amarraba.

Jackie volvió.

—¿Qué? ¿Dónde está la isla?

—A unos doscientos metros al sur. No me he atrevido a acercarme más.

—¿Doscientos metros? Yo no remo.

—Ya remaré yo.

Abbey arrojó en el bote un pico, una pala, un cubo, un rollo de cuerda y una mochila con bocadillos y Coca-Cola, además de lo de siempre: cerillas, spray de autodefensa, linternas y cantimplora de agua.

—¿A qué vienen el pico y la pala? —preguntó Jackie.

—Pues a que seguro que el meteorito está en la isla.

Abbey procuró sonar convencida. ¿A quién pretendía engañar? Era la historia de su vida: una idea estúpida tras otra.

Equilibrándose en la borda, bajó al bote y puso los remos en los toletes, mientras Jackie se sentaba a proa.

—Tú lleva la brújula y señala —le dijo Abbey.

Jackie soltó amarras. Abbey empezó a remar. El Marea desapareció entre la niebla. Tardaron muy poco en pasar junto a una roca que sobresalía del mar como un colmillo negro en un anillo de algas. Otra roca, y otra más, en un vaivén de agua aceitosa. No soplaba ni una chispa de viento. Abbey sentía en el pelo y en la cara que se le acumulaba la humedad de la niebla, condensada en gotas que se le metían por la ropa.

—Ahora entiendo que no hayas querido traer el barco hasta aquí —dijo Jackie, mirando las rocas que se recortaban en la niebla, y que en algunos casos rozaban los dos metros de altura, como siluetas humanas surgiendo del agua—. Resulta inquietante.

Abbey remaba.

—Puede que seamos los primeros seres humanos que desembarcan en Shark Island —dijo Jackie.

—Podríamos plantar una bandera.

Abbey siguió remando, alicaída. Faltaba poco para el final. No habría ningún meteorito.

—Oye, Abbey, perdona que te haya hablado mal. Aunque no encontremos ningún meteorito, habrá sido una aventura.

Abbey sacudió la cabeza.

—Le estoy dando vueltas a lo que me has dicho, lo de que irme de la universidad fue la cagada de mi vida. Mi padre había ahorrado durante años para pagarme los estudios. Ahora tengo veinte años, vivo en casa y hago de camarera en Damariscotta. Soy una fracasada.

—Para ya, Abbey.

—Debo ocho mil dólares, y a mi padre aún le queda por pagar.

—¿Ocho mil? ¡Caray! No lo sabía.

—Mi padre se levanta a las tres y media para poner las trampas, y trabaja como un desgraciado. Desde que se murió mamá me crio él, y ahora voy y le robo el barco. ¿Por qué soy una hija tan despreciable?

—Es normal que los padres se deslomen por sus hijos. Es su trabajo.

—Jackie intentó reírse.

—Mira, ya hemos llegado.

Abbey miró por encima del hombro. Tras ellas se erguía la oscura silueta de la isla. No había playa; solo rocas cubiertas de algas bajo la niebla.

—Prepárate para mojarte —dijo.

El bote chocó con la primera piedra plana. Abbey maniobró hacia un lado, bajó y sujetó la amarra. El agua formaba remolinos en sus piernas, bien plantadas para no caerse. Jackie sacó del bote el pico, la pala y la mochila, y bajó; luego lo arrastraron y miraron a su alrededor.

Era un paisaje de desolación en estado puro. Frente a ellas se elevaba un cúmulo enorme de bloques fragmentados de granito, salpicados de troncos hechos trizas, aparejos de pesca destrozados, boyas rotas y sogas deshilachadas. Las rocas estaban blancas debido al guano de gaviota. En el cielo daban vueltas aves invisibles, que protestaban con gritos de enfado.

Abbey se puso la mochila en la espalda. Tras cruzar la franja de restos traídos por las olas, escalaron las rocas inclinadas hasta el borde de un prado de cortadera. La isla subía gradualmente hacia la cumbre del acantilado, rematado por una cuña gigantesca de granito roto depositada por los glaciares, que parecía un dolmen. La hierba serrucho dio paso a matas de grosella espinosa, y de arrayanes aplastados por el viento. Llegaron a la losa de granito y siguieron caminando hacia el lado más abrupto de la isla.

Abbey se paró al final de la losa, mirando fijamente.

—Dios mío.

Tenía delante un cráter reciente, de un metro y medio de diámetro.