Pocas veces, por no decir nunca, había visto Abbey una isla tan desolada como Egg Rock, poco más que un montón de rocas azotadas por las olas del Atlántico. Tardaron menos de cinco minutos en llegar a la conclusión de que allí no había ningún cráter. Tras vagar desconsoladas, descansaron en la roca más alta de la isla. Las gaviotas graznaban, dando vueltas sobre sus cabezas. Alrededor tronaba el mar contra las rocas.
—¿Y ahora qué? —dijo Jackie al sentarse a su lado.
—Menuda pifia.
Abbey tragó saliva.
—Aún nos queda Shark.
—Sí, claro.
—Se acerca niebla —observó Abbey.
El banco de niebla, una línea baja y gris sobre el horizonte, se acercaba por el sur. Abbey vio que empezaba a sepultar Monhegan Island, que desapareció en la grisura. Poco después fue la isla de al lado, Mañana, más pequeña, la que fue devorada. Abbey oía lamentarse cada pocos segundos la solitaria sirena de la isla de Mañana.
Deslizó la mirada por el agua hasta Shark Island, un puntito de tierra situado a unos trece kilómetros mar adentro. Con menos de una hectárea, sin árboles, desierta, era la última isla de la lista. Si no estaba ahí el meteorito… Mientras tiraba una piedra, reflexionó con pesimismo sobre sus posibilidades de encontrar un cráter en Shark. Las nubes del cielo empezaron a juntarse, proyectando su sombra sobre ella, y un aire menos luminoso que antes las envolvió en un fuerte olor a algas.
—Va a llover —advirtió Jackie—. Vámonos al barco.
Abbey asintió con la cabeza. Bajaron con cuidado por las rocas, y después de cruzar las algas de la orilla subieron al bote y lo sacaron a las olas, que eran suaves. El mar estaba en calma. Parecía serenarse, efecto habitual en la niebla. Abbey remó con fuerza hacia el Marea y poco después subieron a la popa. Una vez en la cabina de control, repasó mentalmente una lista: nivel de combustible, baterías, sentina. Puso el motor en marcha, despertando el Yanmar con un ruido sordo. Justo cuando encendía los sistemas electrónicos, entró Jackie.
—Vamos a buscar una cala bien guapa para echar el ancla y pillar un colocón.
—Nos vamos a Shark Island.
Jackie gimió.
—No, por favor, con niebla no; me duele la cabeza del vino de anoche.
—El aire fresco te sentará bien.
Abbey se inclinó hacia la carta. Shark Island estaba en pleno Atlántico, rodeada de arrecifes y azotada por corrientes peligrosas. Sería peliagudo llegar. Sintonizó la VHF en el canal de meteorología, y una voz informática, de una extraña monotonía, empezó a recitar la previsión.
—Mejor que nos quedemos un rato aquí estacionadas, esperando a que despeje la niebla —dijo Jackie.
—Es nuestra oportunidad. El mar está relativamente tranquilo.
—Ya, pero la niebla…
—Llevamos radar y carta digital.
A medida que se les echaba encima el banco de niebla, una penumbra misteriosa cayó sobre el mar.
Jackie se derrumbó en el asiento que había junto al timón.
—Vamos, Abbey, ¿no podríamos descansar un poco? Yo tengo resaca.
—Se aproxima mal tiempo. Si no aprovechamos ahora la calma, quizá tengamos que esperar varios días. Mira, en cuanto desembarquemos solo tardaremos cinco minutos en explorar aquella roca.
—No, por favor.
Abbey puso una mano en el hombro de su amiga.
—Jackie, nos espera el meteorito.
Esta soltó un bufido de sarcasmo.
—Hay que levar anclas, primera oficiala.
Mientras se alejaba con paso cansino, el banco de niebla engulló el barco e hizo que el mundo se redujese a unos pocos metros de crepúsculo gris.
Jackie encajó el ancla y metió el pasador.
—¿Sabes que eres como el capitán Bligh, el del motín de la Bounty? Atenta a la carta digital, Abbey puso el barco en movimiento y giró-la proa del Marea hacia Shark Island.
—Allá vamos, eBay.