Ford advirtió un extraño silencio en la jungla mientras se acercaban al borde del valle. En los márgenes de la zona afectada por el impacto, la vida había abandonado a la vegetación. Circulaba entre los árboles una niebla ligera, como un humo lleno de olor a gasolina quemada, dinamita y carne humana en descomposición. A medida que se aproximaban al claro hacía más calor, y Ford oía actividad, aunque sin verla: golpes de hierro contra una piedra, berridos de soldados y, de vez en cuando, un disparo y un grito.
Los troncos se espaciaron, dejando ver la luz del otro lado. Ya estaban en el claro. Detrás había cientos de árboles caídos, pegados al suelo por la explosión, destrozados, desgarrados, sin hojas. La zona de la mina en sí era como un panorama salido del círculo más bajo y bullicioso del infierno, un hormiguero de monstruosa actividad.
Ford se volvió hacia Khon, y lo observó por última vez. El camboyano daba el pego como minero: cara sucia, andrajos, y las costras y llagas que habían simulado con barro y tinte rojo de corteza de árbol. Seguía estando gordo, pero ahora su gordura parecía más bien fruto de una enfermedad.
—Tienes buena pinta —dijo Ford, adoptando un tono ligero.
La expresión torva de Khon se dulcificó. Ford le tendió una mano y cogió la de su amigo.
—Cuídate. Y… gracias.
—Ya sobreviví una vez a los jemeres rojos —señaló Khon alegremente.
—Puedo hacerlo otra.
El orondo hombrecillo se abrió un camino entre los troncos caídos, y al llegar al claro cojeó hacia la fila de mineros. Un soldado gritó y lo metió a la fuerza en la fila, haciendo gestos con su arma. Khon avanzó dando tumbos, como si estuviera drogado, y desapareció entre la masa humana en movimiento.
Ford miró su reloj: faltaban seis horas para entrar en acción.
Durante las horas siguientes, Ford dio vueltas al campamento y observó la rutina. Cuando ya faltaba poco para mediodía, se acercó con precaución al comienzo del valle, evitando las patrullas, y desde una loma observó la casa blanca donde tenía su corte el Hermano Número Seis. Se había pasado toda la mañana en una mecedora de la galería, fumando en pipa y contemplando el panorama de abajo con una sonrisa satisfecha, como un viejo abuelo viendo jugar a sus nietos en el jardín. Varios soldados llegaron y se fueron; traían informes, recibían órdenes o se turnaban para montar guardia. A Ford le llamó la atención un hombre escuálido y de aspecto lúgubre, con bolsas en los ojos, cuerpo encorvado y expresión compungida, que no se apartaba ni un instante de Seis. Parecía algún tipo de amanuense, porque se inclinaba hacia él, le hablaba al oído, lo escuchaba y tomaba notas.
A mediodía salió de la casa un hombre vestido de blanco que repartió bebidas. Ford vio que los dos hombres, Seis y su consejero, bebían y charlaban como invitados a una fiesta al aire libre. El tiempo pasaba despacio. En la mina se hizo la hora de comer. Las filas andrajosas de seres humanos se reunieron en torno a varios fuegos, y cada uno recibió una bola de arroz en una hoja de banano. Cinco minutos y a seguir trabajando.
Al observar el campamento, Ford se dio cuenta de que había un grupo de élite formado por guardias de uniforme bien planchado que parecían vigilar al resto de los soldados. Los que patrullaban por el perímetro del campamento rondarían las dos docenas, e iban armados hasta los dientes con imitaciones chinas de AK-47, RPG, MI6 y morteros ligeros de sesenta milímetros de la época de la guerra de Vietnam. Vigilantes vigilando a vigilantes.
Pensó que tal vez fuera como en El mago de Oz: solo con matar a unos cuantos —o a uno solo—, todos los demás se mantendrían a raya.
A la una en punto se levantó de su escondite y caminó hacia el valle por un sendero descubierto, haciendo ruido y silbando. Cuando faltaban doscientos o trescientos metros para llegar a la casa blanca, una ráfaga destrozó las hojas que había sobre su cabeza, y tuvo que echar cuerpo a tierra. Poco después se reunieron tres soldados, que gritaban en algún dialecto montañés. Uno de ellos le apuntó a la cabeza, mientras los otros le registraban la ropa sin contemplaciones. Al ver que iba desarmado, lo levantaron a la fuerza, le ataron las manos a la espalda y lo empujaron por el camino. Pocos minutos más tarde estaba en la galería, frente al Hermano Número Seis.
Seis no dio muestras de sorpresa al verlo. Se levantó de su mecedora y se acercó tranquilamente, subiendo y bajando su cabeza de pájaro mientras lo examinaba como si fuera una escultura interesante. Ford, a su vez, examinó a quien le tenía prisionero. Iba vestido como un oficial colonial francés, con camisa blanca de seda bordada, pantalones cortos de color caqui, calcetines negros hasta las rodillas y zapatos de cordones. Fumaba latakia en una pipa Comoy, inglesa y cara, que desprendía nubes azules de humo aromático. Su cara era delicada, casi femenina. Con una arrugada cicatriz encima de la ceja izquierda, y el pelo blanco peinado hacia atrás con Vitalis, daba vueltas alrededor de Ford haciendo ruido con sus labios rojos de niña.
Una vez completada la inspección, se acercó a uno de los postes de la galería, vació la pipa, la limpió y, apoyándose en el poste, la llenó otra vez y la encendió. El proceso duró nada menos que cinco minutos.
—Tu parles francais? —dijo por último, con una voz de una suavidad y una melosidad inesperadas, y en un francés elegante.
—Oui, mais je préfère hablar inglés —una sonrisa.
—No llevas identificación.
Su inglés era mucho más tosco, con un acento nasal jemer.
Ford no dijo nada. En la puerta de la casa apareció una figura encorvada, el consejero en quien ya había reparado. Llevaba pantalones caqui holgados, y el pelo, gris y ralo, le colgaba lacio en la frente. Muy ojeroso, debía de tener unos cincuenta años.
Seis se dirigió al recién llegado en jemer estándar.
—Hemos encontrado a un norteamericano, Tuk.
Este miró a Ford con ojos de sueño, bajo unos párpados caídos.
—¿Nombre? —preguntó Seis.
—Wyman Ford.
—¿Qué haces aquí, Wyman Ford?
—Buscarlo.
—¿Por qué?
—Para conversar.
Seis se sacó un cuchillo del bolsillo y dijo sin alterarse—: Te corto el testículo. Luego conversamos.
Tuk hizo un gesto disuasorio con la mano y se volvió hacia Ford, a quien se dirigió en un inglés mucho más fluido, con acento británico.
—¿De dónde eres exactamente, en América?
Los pesados ojos se cerraron, y tardaron un poco en abrirse.
—De Washington capital.
Seis hizo señas a Tuk con el cuchillo, y dijo en jemer—: Estás perdiendo el tiempo. Deja que me lo trabaje con el cuchillo.
Tuk se volvió hacia Ford sin hacer caso.
—¿O sea que eres del gobierno?
—Efectivamente.
—¿Con quién has venido a conversar?
—Con él. Con el Hermano Número Seis.
El silencio fue tan brusco como gélido. Al cabo de un instante, Seis movió el cuchillo por delante de su cara.
—¿Para qué quieres verme?
—Para aceptar sus condiciones de rendición.
—¿Rendición? —Seis acercó mucho la cara.
—¿A quién? Ford miró hacia arriba.
—A ellos.
Los dos hombres levantaron la vista hacia el cielo vacío.
—Disponen de…
—Ford sonrió y miró su reloj.
—Unos ciento veinte minutos antes de que lleguen los Predator teledirigidos y los misiles de crucero.
Seis se lo quedó mirando.
—¿Quiere oír las condiciones? —preguntó Ford.
Seis le puso la hoja del cuchillo en el cuello y la giró ligeramente. Ford notó que se le empezaba a clavar en la carne.
—¡Te corto el cuello!
Tuk tocó suavemente el brazo de Seis.
—Sí —dijo con naturalidad.
—Queremos oír las condiciones.
El cuchillo redujo su presión. Seis se apartó.
—Tienen dos opciones. Opción A: no rendirse. En dos horas la mina quedará arrasada por misiles de crucero y aviones teledirigidos Predator. Después vendrá la CÍA a limpiar la zona; a limpiarla de ustedes. Puede que muera, o puede que se escape. Pase lo que pase, la CÍA lo perseguirá hasta la muerte. No tendrá descanso en su vejez.
Una pausa.
—Opción B: rendirse a mí, abandonar la mina e irse. En dos horas quedará arrasada por bombas norteamericanas. La CÍA le paga un millón de dólares por colaborar. Vivirá el resto de su vida en paz, como amigo de la Agencia. Su vejez será tranquila, descansada y segura económicamente.
—¿Por qué la mina no gusta a CÍA? —preguntó Seis.
—Aquí todo legal.
—¿No sabe quién compra sus piedras preciosas?
—Piedras vendo a Tailandia, todo legal. Tuk asintió despacio, como en señal de acuerdo, con los ojos entornados.
—Sí, claro, todo legal. Está vendiendo piedras de miel a mayoristas como Piyamanee Limited.
—¡Todo legal! —dijo Seis.
—¿Sabe a quién se las venden los mayoristas de Bangkok?
—¿Qué más me da? Yo no incumplo leyes.
—Que no incumpla las leyes no significa que no nos esté cabreando.
Seis guardó silencio.
—Le voy a explicar una cosa —añadió Ford.
—Los mayoristas de Bangkok están vendiendo las piedras a intermediarios de varios países de Oriente Próximo. Estos le sirven de pantalla a un traficante saudí que se las vende en grandes cantidades a compradores de Quetta, Pakistán, los cuales pagan el transporte por mulas de las gemas a Al Qaeda, en Waziristán del Sur. ¿Sabe qué hace Al Qaeda con las piedras?
Seis lo miraba fijamente. Saltaba a la vista que nunca lo había pensado.
—Al Qaeda las tritura, concentrando la radiactividad, y las usa para fabricar bombas sucias.
—Yo no sé nada. ¡Nada! —dijo Seis, enfadado, con voz estridente.
Ford sonrió.
—Ya, ni usted ni el sargento Schultz[2].
—¿Quién es el sargento Schultz? —Ford esperó, alargando el silencio.
—¿Bueno, qué? ¿La opción A o la opción B?
—Tú solo eres un hombre que viene con historia tonta, y nada más.
Seis escupió.
—Hágase una pregunta, Hermano Número Seis: ¿vendría yo aquí sin refuerzos?
—¡No traes pruebas, ni siquiera identificación!
—¿Quiere pruebas?
La mirada de Seis se hizo más penetrante. Ford señaló las colinas con la cabeza.
—Le voy a enseñar pruebas. Voy a ordenar que un Predator dispare un misil en lo alto de una de esas colinas. ¿Le basta?
Seis tragó saliva, haciendo que su desagradable nuez se moviera. No dijo nada. Los párpados de Tuk seguían caídos.
—Desáteme las manos —dijo Ford. Seis murmuró una orden. A Ford le desataron las manos.
—Aparte el cuchillo. El camboyano se lo guardó en la funda. Ford señaló hacia el oeste.
—¿Ve aquella colina del fondo, la que tiene dos puntas? Pues le vamos a dar con un misil pequeño.
—¿Cómo das orden?
Ford sonrió. Sabía que la mayoría de los camboyanos de cierta edad le tenían un temor casi sobrenatural a la CÍA, temor del que esperaba aprovecharse.
—Tenemos nuestras maneras.
Ahora Seis sudaba.
—Dentro de media hora tendrá su prueba. Entretanto me gustaría ser tratado como un huésped de honor, no como un delincuente.
Señaló a los hombres armados.
Seis dijo algo, y bajaron sus fusiles.
—Aquí encima, sobre sus cabezas, hay muchos aparatos que no ven. Como me ocurra algo, lloverán muerte y destrucción a una velocidad que no le dará tiempo ni de ir a mear.
El rostro de Seis permaneció impasible. Se inclinó para escupir en la galería.
—Tienes media hora. Luego te mueres.
Volvió a su mecedora con paso cansino, se sentó y empezó a balancearse.