A la mañana siguiente, Abbey cruzó la puerta del Cupboard Café con un fajo de periódicos bajo el brazo. El acogedor restaurante, una especie de cabaña hecha de troncos, con cortinas a cuadros y mesas de mármol, estaba casi vacío, pero encontró a Jackie en el rincón de siempre, tomándose un café. La húmeda niebla matutina se agolpaba contra los cristales.
Se acercó rápidamente y estampó sobre la mesa el New York Times, dejando a la vista el artículo de la mitad inferior de la portada.
Portland, Maine. A las 21.44 de esta noche ha cruzado el cielo de Maine un meteoro de grandes dimensiones, creando uno de los espectáculos meteóricos más luminosos de las últimas décadas en Nueva Inglaterra. Desde Boston hasta Nueva Escocia se han recibido testimonios directos sobre una bola de fuego espectacular. Los habitantes de la costa central de Maine han oído explosiones sonoras.
Según los datos de Orono, el sistema de seguimiento de meteoros de la Universidad de Maine, el meteoro era varias veces más luminoso que la luna llena, y podía pesar hasta cincuenta toneladas en el momento de alcanzar la atmósfera terrestre. El rastro único del que hablan los testigos parece indicar que era del tipo hierro-níquel, ya que estos son los que menos posibilidades tienen de disgregarse durante su trayectoria, en contraste con los del tipo piedra-hierro o condrítico, más habituales. Según los cálculos de los científicos que se han ocupado de su seguimiento, se desplazaba a una velocidad de cuarenta y ocho kilómetros por segundo, casi doscientos mil por hora, treinta veces superior a la de una bala de escopeta normal.
El doctor Stephen Chickering, profesor de geología planetaria de la Universidad de Boston, ha declarado: «No es una bola de fuego cualquiera. Es el meteoro más luminoso y más grande que se ha visto en la costa Este desde hace varias décadas. Su trayectoria lo ha llevado hacia el mar, en el que se ha hundido».
Chickering explica que su viaje por la atmósfera ha debido de vaporizar la mayor parte de su masa, y que es probable que el objeto final que haya colisionado con el mar pesara menos de cincuenta kilos.
Abbey volvió la cabeza y miró a Jackie con una sonrisa burlona.
—¿Lo has leído? Se ha hundido en el mar. Lo que pone en todos los periódicos.
Se echó hacia atrás con los brazos cruzados, disfrutando de la mirada de extrañeza de Jackie.
—Ya veo que te ronda alguna idea —dijo esta última.
Abbey bajó la voz.
—Vamos a hacernos ricas.
De manera teatral, Jackie puso los ojos en blanco.
—No es la primera vez que lo dices.
—Esta vez va en serio.
Abbey miró a su alrededor, sacó un papel de su bolsillo y lo desplegó sobre la mesa.
—¿Qué es?
—Los datos de la boya meteorológica GoMOOS 44032 entre las 4.40 y las 5.50 GMT. Es la boya de instrumentos que hay pasado el arrecife de Weber.
Jackie arrugó su frente pecosa al examinarlo.
—Ya la conozco.
—Fíjate en la altura de las olas: calma chicha, sin cambios.
—¿Y qué?
—¿Un meteorito de cincuenta kilos choca con el mar a casi doscientos mil kilómetros por hora y no genera olas?
Jackie se encogió de hombros.
—Pues si no se cayó en el mar, ¿dónde lo hizo?
Abbey se inclinó, juntó las manos y redujo su voz a un susurro, con un rubor triunfal en el rostro.
—En una isla.
—¿Y qué?
—Pues que le cogemos prestado el barco a mi padre, registramos las islas y nos llevamos el meteorito.
—¿Prestado? Robado, dirás. Tu padre no te prestaría el barco ni muerto.
—Prestado, robado, expropiado… ¡Qué más da!
Jackie frunció el ceño.
—Marear la perdiz otra vez no, por favor. ¿Te acuerdas de cuando fuimos a buscar el tesoro de Dixie Bull? ¿Y del lío que armamos al excavar los túmulos indios?
—Éramos niñas.
—En la bahía de Muscongus hay docenas de islas, y tienes que abarcar miles de hectáreas. Sería imposible buscar en todas partes.
—No hace falta, porque tengo esto.
—Abbey sacó la foto del meteoro y la puso sobre un mapa de la bahía de Muscongus.
—Con esta foto puedes extrapolar una línea al horizonte, y luego dibujas otra desde ahí hasta donde se hizo la foto. El meteorito tuvo que aterrizar en algún punto de la segunda línea.
—Si tú lo dices…
Abbey acercó el mapa a Jackie.
—Mira la línea.
—Clavó el dedo en una raya hecha con lápiz que cruzaba todo el mapa.
—Fíjate: solo corta cinco islas.
Se acercó la camarera, con dos bollos de pacana enormes y pegajosos. Abbey ocultó rápidamente el mapa y la foto, y se apoyó en el respaldo, sonriendo.
—Ah, gracias.
Cuando la camarera se fue, Abbey volvió a mostrar el mapa.
—Pues eso, que el meteorito está en una de estas islas —su dedo fue dando golpes en cada una de las que nombraba—: Louds, Marsh, Ripp, Egg Rock y Shark. Podríamos registrarlas en menos de una semana.
—¿Cuándo? ¿Ahora?
—Tendremos que esperar hasta finales de mayo, que es cuando mi padre se irá del pueblo. Jackie cruzó los brazos.
—¿Qué coño vamos a hacer con un meteorito?
—Venderlo.
Miró a Abbey fijamente.
—¿Vale algo?
—Entre un cuarto y medio millón. Solo eso.
—Me estás tomando el pelo.
Abbey sacudió la cabeza.
—He mirado los precios en eBay, y he estado hablando con un marchante de meteoritos.
Jackie se echó hacia atrás, mientras en su cara pecosa se iba dibujando lentamente una sonrisa.
—Me apunto.