En lo primero que se fijó Ford cuando el camino desembocó en un pequeño claro fue en las colinas azules del fondo. Llevaban cinco horas circulando por una red de senderos forestales, y estaba exhausto, con los huesos desencajados. Frenó su moto y apagó el motor, mientras Khon le daba alcance. Vio que el camboyano sacaba con cuidado el mapa de su mochila y lo desplegaba, aunque a pesar de sus desvelos se estaba haciendo pedazos por la humedad y el desgaste. Khon escrutó el mapa a través de sus gruesas gafas. Finalmente levantó la vista.
—Aquello de allí son las montañas de Phnom Ngue, y las de detrás, las de la frontera con Tailandia.
—Caramba, qué calor. ¿Tú cómo lo haces, Khon?
—¿El qué?
—Seguir tan fresco y tan compuesto.
—Hay que cuidar las apariencias —dijo Khon, mientras plegaba el mapa con sus dedos regordetes y cuidados.
—En la base de aquellas montañas está el pueblo de Trey Nhor, que es el último bastión de la soberanía camboyana. Después…, tierra de nadie.
Ford asintió con la cabeza. Acto seguido se secó el sudor del rostro, se limpió las manos, cabalgó la moto, encendió su endeble motor y aceleró. Reemprendieron lentamente su camino, saltando y esquivando baches. Durante los siguientes kilómetros atravesaron varias aldeas: un racimo de casas con techo de paja sobre bloques, un búfalo de agua tirando de un carro, niños recitando al unísono en voz alta dentro del colegio (otra choza con techo de paja)… A partir de un punto, el camino empezó a subir. Apareció una cresta en la distancia. Entre las copas de los árboles se filtraba humo.
—Trey Nhor —dijo Khon.
El ruido agudo de las motos al circular por la selva era como el de una nube de mosquitos. Ford se alegró de que soplara brisa, aunque tuviera muy poco de refrescante. Pocos kilómetros después aparecieron las chozas del pueblo, desperdigadas entre ceibas gigantescas, que tenían unos troncos acanalados y unas raíces que reptaban por el suelo como serpientes. Poco después llegaron a una plaza sin asfaltar, rodeada de viviendas de bambú con techumbres de paja. En el centro de la plaza había un grupo de tótems de los antepasados, como un grupo de demonios escuálidos. Ford miró a su alrededor: el pueblo parecía vacío.
Aparcaron las motos y desmontaron, tras bajar los caballetes. El minúsculo claro estaba envuelto por la selva, inmensa y susurrante, y entre los árboles prácticamente se perdía la presencia humana.
—¿Dónde están todos? —preguntó Ford.
—Parece que han huido. Menos uno.
Khon señaló una choza con la cabeza. En su interior Ford divisó a una mujer llena de arrugas. Khon se sacó de la mochila una bolsa de caramelos. Se acercaron.
—Esta zona sufrió mucho durante los campos de la muerte —dijo Khon—, y todavía tienen miedo a los desconocidos.
—Pregúntale si hay caminos para ir a los montes Phnom Ngue.
Parecía imposible que fuera tan vieja y no hubiera muerto; era pura osamenta recubierta por piel flácida, arrugada. Al mismo tiempo, sin embargo, llamaba la atención por su vivacidad. Estaba sentada en una estera, con las piernas cruzadas, apurando un cigarro. Al sonreír a Ford mostró su único diente. Khon le ofreció la bolsa abierta de caramelos. Ella metió una mano grande, con aspecto de garra, y cogió por lo menos la mitad.
Khon le habló en dialecto, y ella respondió animadamente, con gestos vigorosos de aquiescencia, mientras agitaba los dedos huesudos para señalar.
—Dice que es mejor que no entremos.
—Dile que vamos a ir, y que necesitamos que nos ayude.
Khon y la mujer hablaron un buen rato.
—Dice que a unos dos kilómetros al norte de aquí hay un monasterio budista al que solo se puede llegar a pie. Dice que los monjes son los ojos y los oídos de la selva. Es el primer sitio adonde habría que ir. Ellos nos indicarán el camino. Ella nos cuidará las motos mientras le duren los caramelos.
El camino subía entre yacas retorcidas, por una cresta muy frondosa. El calor era tan intenso que Ford sentía cómo penetraba en sus pulmones cada vez que respiraba. En media hora llegaron a un muro en ruinas hecho de sillares gigantes de laterita, llenos de lianas. Había una escalera antigua, que trepaba por una ladera. Siguiéndola, llegaron a una zona de hierba en la que estaban esparcidos unos bloques semienterrados. Al fondo había cinco torres desmochadas (cuatro en cada esquina y una en el centro); y todas ellas, asediadas por la jungla, mostraban los cuatro rostros de Vishnu mirando hacia los puntos cardinales. Un antiguo templo jemer.
En medio de las ruinas, en un claro de hierba, estaba el cascarón bombardeado de un monasterio budista mucho más reciente. Perdida la techumbre, sus paredes dentadas recortaban su silueta contra el cielo. Ford vio que al otro lado, por encima del follaje, se erguían las torres doradas de varias estupas, o tumbas. En el aire denso se oía un zumbido de abejas. Olía a sándalo quemado.
Frente al monasterio, en un vano sin puerta, había un monje envuelto en ropajes de color azafrán que tenía la cabeza rapada. Era un hombre bajo y consumido, aunque de expresión vivaracha, cuyos ojos, negros y brillantes, los observaban entre mil arrugas. Se sujetaba los faldones de la túnica con unas manos diminutas.
Khon hizo una reverencia, a la que el monje correspondió con otra. Empezaron a hablar, pero a Ford volvió a resultarle incomprensible el dialecto. El religioso le hizo señas de que se acercase.
—Sois bienvenidos —dijo en jemer.
—Venid.
Entraron en el templo sin techumbre. El suelo era de hierba segada, tan corta y cuidada como la de un campo de golf. En un extremo había una estatua sobredorada de Buda, en la postura del loto, con los ojos semicerrados, bajo ofrendas florales que casi la cubrían. Alrededor de la estatua ardían diversos ramilletes de varillas de incienso, que perfumaban el aire con aroma de sándalo. Tras el Buda se apelotonaban casi a la defensiva una docena de monjes envueltos en túnicas, algunos de los cuales a duras penas llegaban a la adolescencia. Las paredes del templo estaban hechas con piedras recicladas de las ruinas antiguas. Ford vio que de los sillares rotos, y unidos con mortero, sobresalían pedazos de esculturas: una mano, un torso, media cara, la retorcida extremidad de una apsara danzante… Una de las paredes mostraba dos hileras desiguales de orificios de bala producidos por armas automáticas. Le pareció como si en otros tiempos hubiera sido el escenario de alguna ejecución.
—Sentaos, por favor —dijo el monje, indicando unas esteras distribuidas por la hierba.
Entrando oblicuamente por la techumbre rota, el sol del atardecer doraba la pared oriental con haces de luz entre los que flotaba el humo del incienso. Después de unos minutos de silencio, llegó un monje con una tetera vieja de hierro colado y unas tazas descascarilladas, que dejó sobre la estera. Sirvió el té, verde, fuerte. Bebieron. Al acabar, el abad se levantó.
—¿Hablas jemer? —le preguntó a Ford con una voz como de pájaro.
Él asintió con la cabeza.
—¿Qué os trae al final del mundo?
Ford metió la mano en el bolsillo y sacó la falsa piedra de miel. El abad se levantó rápidamente, conteniendo la respiración, y retrocedió con un movimiento ágil, a la vez que el resto de los monjes se apartaba.
—Saca de aquí esta piedra del demonio.
—Es falsa —dijo Ford con calma.
—¿Sois comerciantes de piedras preciosas?
—No —respondió Ford.
—Buscamos la mina de donde salen las piedras de miel.
Por primera vez apareció una chispa de emoción en el rostro del monje, que se pasó una mano por la piel seca y afeitada de la cabeza, como si vacilase. Sus dedos hacían un ligero ruido de fricción al tocar aquellos pelos diminutos.
—¿Por qué?
—Me envía el gobierno de Estados Unidos. Queremos saber dónde está, y cerrarla.
—Allí hay muchos antiguos soldados jemeres, con fusiles, morteros y lanzacohetes tipo RPG. Gente violenta. ¿Cómo pretendéis ir hasta allí y no morir en el intento?
—¿Ustedes nos ayudarán?
El religioso contestó sin vacilar.
—Sí.
—¿Qué saben de la mina?
—Hace un mes, aproximadamente, hubo una gran explosión en la selva. Poco después llegaron y asaltaron pueblos de montaña para obligar a sus habitantes a buscar esas piedras diabólicas. Los explotan hasta la muerte, y luego salen a capturar a otros.
—¿Puede decirnos algo sobre la distribución de la mina, el número de soldados y quién lo dirige todo?
El abad hizo un gesto. Al otro lado de la sala, un monje se levantó y salió. Al cabo de un rato volvió con un niño ciego de unos diez años, vestido de monje. Su cara y su cuero cabelludo estaban surcados por cicatrices relucientes; le faltaban la nariz y una oreja, y sus dos órbitas eran una masa de tejido cicatrizado muy rojo. Bajo la túnica mostraba un cuerpo pequeño, escuálido y tullido.
—Vino huyendo de la mina —explicó el abad.
Al observar al pequeño con mayor atención, Ford cayó en la cuenta de que era una niña vestida de niño.
El monje dijo:
—Si supieran que está escondida aquí, moriríamos todos.
—Se volvió hacia la niña.
—Ven, pequeña; cuéntale todo lo que sepas al norteamericano, incluso las cosas peores.
La niña habló con voz monótona y sin emoción, como si recitase algo en el colegio. Habló de una explosión en las montañas, y de la llegada de exsoldados de los jemeres rojos; explicó que habían atacado el pueblo de ella, asesinado a sus padres y obligado a los supervivientes a cruzar la selva hasta la mina. Contó cómo se había ido quedando ciega lentamente al buscar piedras preciosas entre los escombros. A continuación describió en términos claros y precisos la distribución de la mina, dónde patrullaban los soldados, dónde vivía el jefe y cómo funcionaba el lugar. Al acabar hizo una reverencia y retrocedió.
Ford dejó su cuaderno y respiró profundamente.
—Háblame de la explosión. ¿De qué tipo era?
—Como una bomba —dijo ella.
—La nube subió muy arriba hacia el cielo, y durante varios días llovió agua sucia. Arrancó muchos árboles.
Ford se volvió otra vez hacia el monje.
—¿Usted vio la explosión? ¿Qué era?
El abad clavó en él una mirada penetrante.
—Un demonio de las regiones más profundas del infierno.