Ford estacionó el Land Cruiser junto a una hilera de motos destartaladas, y miró el letrero pintado a mano que había encima de la puerta de la pequeña oficina gubernamental. El rótulo la identificaba en francés y jemer como Oficina del Subconcejal del Distrito de Kampong Krabey, comuna de Svay Por. Al salir del coche, hacía tanto calor que se formaban como cortinas a su alrededor, distorsionando el aire.
—Válgame Dios —dijo Khon, con una mirada escrutadora al sórdido edificio de bloques de hormigón.
—Espero que traigas muchos dólares.
Ford se palpó el bolsillo.
Llamaron a la puerta de madera. Una voz los hizo pasar. La oficina del subconcejal se componía de una sola habitación con paredes y suelo de cemento, recién encalada, con una mesa en medio orientada hacia la puerta y dos puestos de secretaria, uno a cada lado. Delante de la mesa principal había dos sillas metálicas, dispuestas con rígida formalidad. La puerta trasera daba a un retrete.
El subconcejal, un hombre apuesto con una cicatriz en la cara, se levantó con una enorme sonrisa, exhibiendo los dientes más grandes y blancos que Ford hubiera visto, rasgo que contrastaba fuertemente con su triste camisa de color verde aceituna, sus pantalones azules demasiado grandes y sus chanclas. Tenía un cuello grueso y carnoso, y su cara era una reluciente máscara de jovialidad.
—¡Bienvenidos! ¡Bienvenidos! —exclamó en inglés, con los brazos extendidos.
Su expresión no habría estado fuera de lugar en el rostro de alguien que acabara de ganar la lotería. «Puede que la haya ganado», se dijo Ford, pensando en los inevitables sobornos que se avecinaban.
Khon pronunció un florido saludo en jemer. Ford se quedó callado, considerando —como de costumbre— que era mejor disimular su conocimiento del idioma.
—¡Hablamos inglés! —exclamó el hombre.
—¡Siéntense, por favor, amigos especiales!
Ford y Khon se sentaron en las sillas de duro metal.
—Hre min gnam sa! —gritó él a una de sus secretarias, que se levantó y salió corriendo, no sin hacer dos reverencias al pasar.
—Bonito día, ¿no? —dijo el subconcejal con otra sonrisa, juntando las manos por delante.
Ford se fijó en que le faltaban los pulgares.
—Mucho —contestó Khon.
—Kampong Krabey muy bueno de salud.
—Sí, es bastante saludable —dijo Khon.
—Me he dado cuenta enseguida de que aquí se respira un aire de puta madre.
—¡Bueno aire! ¡Kampong Krabey buen distrito!
Ford y Khon sonrieron y asintieron en señal de aprobación.
La secretaria reapareció con tres cocos a los que les habían quitado la parte de arriba con un machete, para poder beber su contenido con una pajita.
—¡Por favor! —dijo el funcionario.
Se bebieron el agua de coco, que todavía estaba caliente del árbol. Ford pensó que nunca había probado nada tan delicioso.
—Excelente —dijo Khon.
—Qué magnífica hospitalidad brindan ustedes en el distrito de Kampong Krabey.
—¡El mejor coco! —exclamó el subconcejal, con tal vigor que arrancó una especie de gárgara a su pajita. Estampó la cáscara vacía sobre la mesa y eructó.
—¿Qué necesita, amigo? —preguntó, abriendo las manos.
—Yo doy lo que sea.
—Vengo con el señor Kirk Mandrake —dijo Khon—, que practica el turismo de aventura. Yo soy Khon, su intérprete.
—¡Turismo aventura! —repitió el funcionario con un gesto vigoroso de aquiescencia, cuando estaba claro que no sabía lo que significaba.
—¡Bien!
—Quiere visitar un templo en ruinas que recibe el nombre de Nokor Pheas.
—Yo no conoce templo este.
—Está en plena selva.
—¿Templo dónde está? ¿En distrito de Kampong Krabey?
—No, queda más allá del distrito. Para llegar tenemos que cruzar su distrito hacia el noreste. La sonrisa se enfrió.
—¡Más allá de mi distrito, nada! ¡Nadie! ¡Ningún templo! Khon se levantó para desenrollar un mapa en la mesa del funcionario.
—El templo está aquí, en las montañas de Phnom Ngue. Esta vez no quedó ni rastro de la sonrisa.
—Es mala zona. Muy mala.
—Mi cliente, el señor Mandrake, quiere ver el templo.
—No pueden ir. Demasiado peligroso. Khon siguió hablando, como si no hubiese oído al subconcejal.
—El señor Mandrake pagará bien por el permiso. También necesita que lo ayude usted a señalar los caminos en nuestro mapa. Naturalmente, preferiríamos no pisar ninguna mina. Usted conoce el distrito, y tiene mapas de eliminación de minas.
—Demasiado peligroso. Hablaré jemer para que me entienda. ¿No problema para usted si ahora hablo jemer, señor Mandrake?
Otra sonrisa luminosa.
—No, claro que no.
Empezó a hablar en jemer. Ford era todo oídos.
—¿Está loco? —dijo el funcionario.
—Es una zona infestada por los jemeres rojos. Ahora son simples bandidos, que trafican con piedras preciosas y secuestran a gente para cobrar el rescate.
Si le pusieran las manos encima a su cliente, a mí me crearía un problema descomunal. ¿Me entiende?
—Lo entiendo —dijo Khon, contestando en jemer—, pero es que mi cliente tiene muchas ganas de ver esas ruinas. Ha hecho el viaje a Camboya solo para eso. Será entrar y salir. No nos entretendremos. Descuide, sé lo que me hago. No es la primera vez que sirvo de guía para gente como él. El mes pasado, sin ir más lejos, me llevé a unos norteamericanos a Banteay Chhmar.
—No puedo autorizarlo.
—Le pagará bien.
El funcionario abrió las manos.
—¿De qué me sirve su dinero si se me viene encima un secuestro? ¡Y además de un norteamericano! ¿Qué sería de mi puesto? Ahora el distrito está en paz, sin problemas, y todos están contentos. Le advierto que no siempre ha sido así.
—Tal vez una gran cantidad de dinero compense los inconvenientes.
Hubo una pausa.
—¿Cuánto?
—Cien dólares.
El funcionario echó las manos hacia arriba.
—¿Me toma el pelo? Que sean mil.
—¿Mil? Se lo voy a consultar a mi cliente.
Khon se volvió hacia Ford y dijo en inglés—: El permiso cuesta mil dólares.
Ford frunció el ceño.
—Es mucho dinero.
—Ya, pero…
Khon se encogió de hombros.
Ford arrugó el ceño y la frente. Luego asintió con un gesto seco.
—De acuerdo, los pagaré.
—¡Y cien dólares más por acceder a los mapas de eliminación de minas! —exclamó el funcionario en jemer. Khon se dio la vuelta.
—¿Cien dólares más? ¡Ahora es usted quien me toma el pelo!
—Pues cincuenta.
Khon habló con Ford.
—Y otros cincuenta dólares por los mapas.
—¿Y las motos? Necesitaremos motos —dijo Ford, fingiéndose enfadado.
—¿Cuánto nos gastaremos en total?
El regateo duró un cuarto de hora más, hasta que todos estuvieron de acuerdo. Mil ciento cuarenta dólares por el permiso, los mapas, el alquiler de dos motos, gasolina, algunas provisiones y el Land Cruiser como garantía mientras ellos estuvieran fuera. Ford sacó el dinero y se lo dio al concejal, que lo cogió con las dos manos, reverentemente, y lo guardó bajo llave en su escritorio, con una sonrisa inmaculada.
Ford y Khon salieron y se sentaron a la sombra de una yaca en espera de que les trajesen las motos de alquiler de un pueblo de los alrededores.
—Me pediste que trajera cinco mil dólares —dijo Ford.
—El pobre no tenía ni idea de lo que estábamos dispuestos a pagar.
—Acaba de ganarse el sueldo de dos años. Está contento, nosotros también… ¿De qué sirve cuestionar la generosidad de los dioses?
Llegaron dos motos que conducían unos escuálidos adolescentes. Producían un ruido atronador, y antes de apagarse emitieron algunos estertores.
Ford se quedó mirando aquellas antiguallas, que se aguantaban con una especie de cinta adhesiva y alambre de embalar. Una tenía una jaula de bambú enganchada en la parte trasera, con grumos y regueros de sangre seca de cerdo.
—No puede ser verdad.
Khon se rio.
—¿Qué esperabas? ¿Harleys?