Sisophon era tan feo como lo recordaba Ford: bloques de cemento encalados, dispersos entre palmeras esmirriadas e higueras de Bengala enfermas. Las calles no estaban asfaltadas, y en muchas fachadas aún había marcas de metralla, de cuando la guerra. Justo cuando el chófer de Ford entraba en la ciudad, pasó rápidamente en sentido contrario un Land Cruiser de la ONU lleno de hombres con casco azul y que en los laterales llevaba los logos del servicio antiminas del PNUD, el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo.
El hotel Tourist Al estaba donde siempre, más estropeado que nunca, frente a una calle repleta de niños que vendían cosas. Era un edificio de bloques de hormigón que albergaba más que nada ONG, y que probablemente no había visto a un turista de verdad en su triste existencia. Ford pidió una habitación y dejó su maleta al gerente, junto con un billete de diez mil riels y la promesa de otros cincuenta mil si a su regreso el equipaje estaba intacto.
Salió del hotel a pie, y dirigió sus pasos a una fábrica de antigüedades que había en las afueras al aire libre. A partir de cierto punto, los bloques de cemento iban dejando paso a chozas de madera y paja, pequeños arrozales y carros arrastrados por búfalos de agua. En la fábrica de antigüedades, que ocupaba un vasto campo, reinaba una actividad frenética. En realidad, la fábrica consistía en largas hileras de tiendas de campaña con los lados abiertos, en las que trabajaban canteros que golpeaban piedra al alegre son de los cinceles. Era una de las fábricas de antigüedades más famosas de Camboya, con multitud de artesanos de talento que convertían montones de arenisca fragmentada en falsas antigüedades de Angkor, destinadas al mercado de Bangkok y de todo el mundo.
Ford dio un paseo por la bulliciosa fábrica al aire libre, viendo cómo los canteros arrancaban pedazos de los bloques apoyados en bolsas de arena y creaban apsaras danzantes, devatas, budas, lingams y nagas del siglo XI. Cerca, en una barraca de metal con generador propio, se oía un zumbido de impresoras de alta tecnología con que los falsificadores creaban los documentos necesarios para autenticar antigüedades y otorgarles un origen convincente. A un lado, las esculturas recién hechas eran rociadas con ácido, bañadas en arcilla, manchadas con té, barnizadas con clara de huevo e incluso enterradas, todo para que parecieran antiguas.
Buscó con la mirada a su viejo amigo Khon entre una multitud de operarios, compradores y vendedores. Allí estaba, inconfundible: un personaje orondo, de cabeza bruñida, que circulaba entre los artesanos hablando con todo el mundo, dando golpes a diversas piezas con su bastón, riéndose estentóreamente y disfrutando a lo grande.
—¡Khon!
En un par de zancadas, Ford se plantó ante él y le dio un cálido apretón de manos.
—¡Wyman, amigo mío! ¡Qué alegría verte, joder!
—Me llamo Kirk —dijo Ford con un guiño. Khon exclamó sin inmutarse—: ¡Kirk, amigo mío! —soltó una risa retumbante, echando la cabeza hacia atrás. Después recuperó la compostura y se puso serio.
—No creía que volviera a verte después de…
No acabó la frase.
—Aquí me tienes.
—Pero ¡qué delgado estás, Kirk! ¡Y cuánto pelo gris! Recuerdo un antiguo dicho camboyano: «¡Que haya nieve en el tejado no significa que no haya fuego en la chimenea!».
Se volvió a reír.
—No sé por qué, pero tengo mis dudas de que sea un antiguo dicho camboyano.
Khon hizo un gesto con la mano.
—Te he traído un regalo.—Buscó en su bolsillo y sacó una cabecita de piedra de Garuda, el ser legendario en forma de ave.
—Es falsa, claro. Bienvenido otra vez.
Ford se alegró de haberse acordado de la vieja costumbre camboyana de intercambiar regalos.
—Toma, algo para ti.
Khon se quedó mirando la piedra verde tallada a través de sus gafas redondas.
—¡No me digas que has estado comprando piedras preciosas en Bangkok!
—Es una esmeralda, de las de verdad. Es de muy mala calidad, te lo aviso, pero me gustó la talla. Y tranquilo: no me timaron.
Después de escudriñar la piedrecita, Khon se quitó las gafas, las limpió con un faldón de la camisa y se las volvió a poner.
—Pero ¡si también es Garuda!
—Los genios piensan igual.
—Señaló con la cabeza una parte vacía del campo.
—Vamos a dar una vuelta. Pasearon un rato. Khon dijo: —No había tenido ocasión de decirte lo muchísimo que sentí…
Ford le detuvo tocándole suavemente el brazo.
—No, por favor.
Khon asintió con la cabeza. Caminaron por el campo. Hizo un gesto con la mano.
—Qué buen negocio todo esto, ¿eh?
—Estupendo —dijo Ford.
—Ahora ya no destrozan templos para robar lo auténtico. A mí me parece perfecto.
—¡Bienvenido a la nueva Camboya!
Ford aprovechó el paseo para examinar de reojo a su viejo amigo. No había cambiado nada. Parecía un hombre sin edad, aunque seguramente no tenía menos de cincuenta años. Con su pulcro conjunto de americana de algodón verde aceituna, camisa blanca, corbata suelta, pantalones caquis y bastón, parecía un extra de una película de Indiana Jones. Pero las apariencias engañaban: era un hombre de una valentía excepcional, sereno, imperturbable. «Es lo que tiene ser niño con los jemeres rojos en el poder», pensó Ford.
—Bueno, Kirk, ¿de qué encargo se trata?
—Mieles.
—¿Las del éxito?
—No, piedras. He venido a buscar la procedencia, la mina.
Khon se paró y se dio la vuelta.
—¿Estás otra vez en la CÍA?
Ford sacudió la cabeza.
—Trabajo por mi cuenta.
La mano de Khon se relajó en el bastón.
—¿Para quién?
—Eso da igual. Mi trabajo consiste en averiguar las coordenadas GPS, documentar la mina, hacer fotos y vídeos y entregar la información.
—¿Y «ellos» para qué la usarán?
—Ni lo sé, ni me importa.
Khon meneó la cabeza, mientras se acariciaba pensativo un lóbulo de la oreja.
—Aquí hay un intermediario que trafica con mieles. Se llama Prum Forgang —dijo Ford.
—¿Lo conoces?
Khon asintió con su voluminosa cabeza.
—¡Desde luego que sí! Es uno de los principales tratantes de piedras preciosas de la ciudad. Antigüedades, piedras preciosas y arroz: los tres pilares de nuestra economía.
—¿Tiene familia?
—Un hijo. Dieciocho años. Un tipo listo. Va a la universidad en Phnom Penh.
—¿Prum vive solo?
—Sí.
—Esta noche le haremos una visita. Los ojos de Khon se iluminaron.
—¿Habrá violencia?
—No.
Se entristeció.
—¿Cómo conseguirás lo que buscas?
Ford miró fijamente el edificio metálico del otro lado del campo, el del zumbido de impresoras.
—¿Dices que tiene un hijo en la universidad? Tal vez solo hagan falta unos cuantos papelitos.
Echó a caminar deprisa, en dirección al edificio donde estaban las impresoras.