—Parece Squealer, el cerdito de peluche de los Beanie Babies —dijo Mark Corso.
—¿Has visto alguna vez aquel cerdito? Grande, blando, gordo y rosa.
Marjory Leung se retrepó en el taburete y se rio, haciendo ondular su larga melena negra. Después se llevó el martini a sus labios fruncidos. Corso vio cómo se tensaba su abdomen, y cómo sus pechos en forma de manzana se deslizaban bajo el algodón fino y elástico del top. Estaban en uno de esos bares temáticos de California, con un interiorismo de bambú y teca, techos de chapa ondulada y luces de colores en el suelo, todo aderezado al estilo de un garito de playa jamaicano. De fondo sonaba un latido de reggae. ¿Por qué en California todo tenía que parecer otro sitio? Se acordó de lo que había dicho Gertrude Stein acerca de California: «Allá no hay allá». Qué gran verdad.
—Freeman ya me avisó —siguió diciendo.
—¿Cómo coño es posible que hayan puesto a un tío así en el segundo cargo más importante?
Leung dejó la copa y se inclinó hacia Corso con aires de conspiración. Su cuerpo, delgado y atlético, era como un muelle doblado.
—¿Sabes por qué siempre tiene la puerta cerrada?
—Me lo he preguntado muchas veces.
—Ve porno en internet.
—¿Tú crees?
—El otro día llamé a la puerta y oí un movimiento brusco al otro lado, como si se sobresaltase. Luego, al entrar, me lo encontré remetiéndose rápidamente la camisa, y tenía apagada la pantalla del ordenador.
—Seguro que se estaba guardando la picha. Solo de pensarlo me dan ganas de vomitar.
Leung soltó una risa campanuda, y al volverse sobre el taburete, sacudiendo de nuevo la melena, su rodilla tocó la de Corso. Tenía la copa casi vacía.
Corso también se acabó la suya, y pidió otra por señas. Sus rodillas permanecieron en contacto. Leung trabajaba en la misión Marte, en el mismo pasillo, como especialista en meteorología marciana. Era graciosa e irreverente, un cambio refrescante respecto a los cerebrines que abarrotaban aquella punta del edificio. También era inteligente. Era china de primera generación, había pasado su infancia en la trastienda de la lavandería de sus padres, que no hablaban inglés, y de mayor había estudiado en Harvard. A él le gustaban las historias así. Leung era como su abuelo, que se había fugado a Estados Unidos él sólito a los catorce años, desde Sicilia. Corso sentía una especie de afinidad con Leung.
—¿Has leído el informe sobre Freeman? —preguntó.
—Sí.
—La camarera empujó las copas hacia ellos. Leung cogió la suya.
—Se te ponen los pelos de punta. Habíamos venido aquí más de una vez, a tomar algo.
Corso había oído hablar de una relación breve entre Leung y Freeman. Esperó que no fuera cierto.
—Es horrible que lo asesinaran de esa manera.
Leung sacudió la cabeza, lo que provocó ondulaciones en el pelo.
Decidido a jugársela, Corso ejerció algo más de presión con su rodilla en el lado de la de Marjory. La presión tuvo respuesta. Notó el efecto de los martinis circulando por sus capilares.
—Te debió de sentar mal —dijo ella.
—La verdad es que sí. Era muy buen tío. Un poco loco.
—¿Sabes por qué lo echaron? —preguntó Leung.
—No exactamente; solo que fue por una especie de deterioro general. Puede que se peleara con Derkweiler por cuestiones de datos.
—¿Cuestiones de datos?
—Datos de rayos gamma.
Corso se dio cuenta de que al hablar sobre datos fuera del edificio con una persona de otra sección se acercaba a una divisoria de seguridad. Bebió de su copa. A la mierda con las reglas.
—Ah, sí —dijo ella.
—Me lo comentó más de una vez, pero yo no acababa de entenderlo. ¿Qué pasaba con los rayos gamma?
—Parece que en algún punto de Marte hay una fuente de rayos gamma, una fuente puntual; al menos es lo que a mí me sale cuando elimino el ruido de fondo general: una ligera periodicidad.
Leung se inclinó.
—Espera, espera. Lo dices en broma.
«Lo ha pillado enseguida», pensó Corso.
—No, qué va. El período se sitúa entre las veinticinco y las treinta horas, lo cual se acerca mucho al día marciano.
—¿Y qué narices hay en el sistema solar que pueda producir rayos gamma? Ni el Sol tiene bastante energía.
—Rayos cósmicos.
—De acuerdo, pero los rayos cósmicos generan un resplandor débil y difuso en todos los cuerpos del sistema solar. Tú dices que esta señal tiene periodicidad. Eso implica una fuente puntual sobre la superficie del planeta.
La velocidad con que Leung procesaba los datos acentuó la sorpresa de Corso.
—Exacto. El problema es que el detector Compton del MMO no es direccional; no se puede saber de dónde proceden los rayos gamma. Podrían venir de cualquier sitio de la superficie del planeta.
—¿Tienes alguna idea de dónde? —preguntó Leung.
—Al principio creía que podía tratarse de un reactor nuclear que se hubiera estrellado en la superficie del planeta, quizá de un proyecto secreto del gobierno, por ejemplo, pero al hacer los cálculos vi que tendría que ser un reactor grande como una montaña, como si dijéramos.
—¿Qué más?
Corso bebió otro trago. Sentía los fuertes latidos de su corazón por la presión de la rodilla, que ahora estaba en el muslo de Leung. Ella le correspondía.
—Me he estado devanando los sesos. Como los rayos gamma de alta energía no suelen producirse fuera de procesos astrofísicos muy grandes, como supernovas, agujeros negros, estrellas de neutrones y cosas así… O en un reactor nuclear, o en una bomba atómica.
—Es increíble. Tienes algo grande entre manos. Se volvió a mirarla.
—Yo creo que podría ser un agujero negro en miniatura, o un cuerpo de neutrones muy pequeño, algo cautivo de la superficie de Marte o en órbita a su alrededor.
—Me estás tomando el pelo.
Miró fijamente los ojos vivaces y negros de la meteoróloga.
—No, qué va. «Una vez eliminado lo imposible…».
—«… lo que queda tiene que ser la verdad, por improbable que parezca». —Leung retomó la famosa cita de Sherlock Holmes y la completó, sonriendo alegremente con sus labios rojos.
Él bajó la voz.
—Si es un agujero negro en miniatura, o una estrella de neutrones diminuta, podría crecer, comerse a Marte… y esterilizar la Tierra con rayos gamma mortales, sin descartar una explosión. No es ningún ejercicio académico. Es la realidad.
—Madre mía —musitó ella.
Corso le puso una mano en la pierna y la apretó.
—Sí, es la realidad.
Ella se inclinó, acercando su cara hasta que él percibió el olor de su champú.
—¿Qué piensas hacer?
—Será el tema de mi presentación.
Corso deslizó ligeramente la mano por debajo de la falda de Leung, que se había vuelto a subir al sentarse en el taburete. A continuación ella flexionó las caderas hacia arriba, haciendo que la mano penetrase un poco más. Corso sintió el calor de sus muslos.
Leung se acercó aún más, y le dijo al oído, haciéndole cosquillas en la cara con su aliento a menta—: Hum…
—¿Otra copa?
Cambió de postura sobre el taburete, adelantando todavía más las caderas, hasta que los dedos de Corso entraron en contacto con la curva caliente de las bragas. Después cerró las piernas, con la mano entre los muslos.
—¿Quieres venir a mi casa? —susurró, rozándole la oreja con los labios.
—Sí —dijo él.
—Sí que quiero.