10

El Marea se deslizó entre las islas Marsh y Louds, por un paso de aguas verdes y tranquilas donde se reflejaban los árboles oscuros de las dos orillas. Abbey Straw lo pilotó hacia una cala solitaria, colocó la palanca en punto muerto y puso un momento marcha atrás, hasta que el barco se paró del todo.

—¡Eche el ancla, primera oficiala!

Jackie dio un salto hacia delante, retiró el pasador del ancla y fue sacando la cadena de su caja.

—Estamos completamente solas —dijo en voz alta.

—No hay ni un barco alrededor.

—Perfecto.—Abbey echó un vistazo a su reloj.

—Seis horas de luz diurna para buscar el meteorito.

—Yo me muero de hambre.

—Vamos a preparar la comida.

Se subieron al bote y remaron los cien metros que las separaban de la playa de guijarros. Después dejaron la embarcación por encima de la marca de marea alta y contemplaron la playa desierta. Estaban en la punta más expuesta de la isla, en una playa salpicada de residuos del invierno: trampas rotas de langostas, boyas, madera y cuerdas. La marea, al ir retirándose de la cala, dejaba a la vista rocas cubiertas de algas que sobresalían del agua como cabezas peludas de monstruos marinos. El aire, frío y húmedo, olía a una mezcla de sal y plantas de hoja perenne. Al final de la playa se erguía un denso bosque de píceas negras. En aquella época del año, Louds se hallaba prácticamente despoblada, y los pocos campings de temporada que había en la isla estaban cerrados. No las molestaría nadie.

—Caramba, qué espeso —dijo Jackie, contemplando el muro que formaba el bosque.

—¿Cómo vamos a encontrar un meteorito ahí dentro?

—Por el cráter y por los árboles aplastados. Te aseguro que una piedra de cincuenta kilos yendo a doscientos mil kilómetros por hora lo deja todo destrozado.

Abbey sacó el mapa y lo extendió sobre la arena, sujetándolo con piedras en las esquinas. La línea que ella había dibujado cortaba la isla en diagonal, pasando por la playa donde habían desembarcado. Colocó la brújula encima del mapa, ajustó la orientación, se levantó y buscó por dónde ir.

—Por ahí —indicó, señalando en una dirección.

—Si tú lo dices…

Se metieron en el bosque de píceas. Abbey, en cabeza, se acordó de un poema que había tenido que memorizar en el colegio para recitarlo una tarde delante de todos los alumnos y de sus padres. Se había quedado en blanco, sin acordarse de nada en absoluto: un largo minuto de agonía sobre el escenario, antes de irse hecha un mar de lágrimas. Esta vez, sin embargo, le volvió sin querer a la memoria:

Es el bosque primigenio. Los pinos y los abetos susurrantes, barbados de musgo y de verde ataviados, borrosos al crepúsculo, druidas de antaño parecen, con voz triste y profética.

Era un poco la historia de su vida: todo en el momento menos oportuno.

Se internó en el bosque, siguiendo la dirección marcada por la brújula. Por entre los altos árboles penetraba una luz débil y verdosa. A lo lejos, en las copas, suspiraba el viento. Era como recorrer la nave de una vasta catedral verde, donde los árboles eran como grandes columnas, y el suelo era mullido, alfombrado de musgo. Al aspirar el denso aroma a pino se acordó de todas las veces que había acampado de niña en aquella isla, con su madre y su padre, en el prado del extremo norte. Bajo el cielo nocturno, metidos en sus sacos, contaban estrellas fugaces. Entonces la isla estaba totalmente abandonada, y las granjas viejas, convertidas en ruinas, estaban desapareciendo. Ahora los jubilados habían empezado a comprarlas para usarlas como vivienda, y la isla estaba cambiando. Pensó que pronto desaparecería todo su aspecto silvestre, su ambiente de vacío y abandono, sustituido por casitas monas de veraneo, visillos de encaje y abuelas de armas tomar que echaban a los niños de sus propiedades.

El bosque se hizo tan denso que tuvieron que pasar a cuatro patas por debajo de varios troncos caídos.

—Yo no veo ningún cráter —dijo Jackie.

—Acabamos de empezar.

Tardaron poco en llegar a un claro, donde había un muro de piedra que encerraba un grupo de tumbas. El antiguo cementerio de la isla.

—¡Es hora de comer! —exclamó Jackie, mientras trepaba por el muro, arrojaba la mochila y saltaba al otro lado.

Empezó a liarse un porro, con la espalda apoyada en una lápida.

Abbey dio una vuelta por el viejo cementerio, leyendo las inscripciones. Era como si los nombres antiguos de Maine, tan estrambóticos, llamasen a formar a todo un mundo perdido: Zebediah Loud, Hiram Carter, Ora May Poland, Nehemiah Swett… Pensó espontáneamente en el entierro de su madre. Recordaba haberse escapado de la gente reunida en torno a la tumba abierta, y haber subido a una colina leyendo las lápidas para no venirse abajo. Al llegar a lo más alto, había vuelto la vista hacia la masa de gente apiñada en torno al agujero negro, los árboles desnudos, la hierba gélida y el césped artificial intensamente verde dispuesto alrededor de la sepultura.

Seguía pareciendo imposible que su madre ya no estuviera. Jamás podría olvidar el día en que le había preguntado al médico en el hospital: «¿Cómo ha sido?». Y él, un hombre bueno derrotado por la ciencia, la había mirado con tanta pena… «La verdad es que no lo sabemos —había dicho—, pero hace cinco o diez años, por alguna razón, se dividió mal una célula, y eso fue el desencadenante…».

«Se dividió mal una célula». Qué raro que algo tan minúsculo pudiera tener efectos tan devastadores.

—¡Eh, mamá! —se elevó la voz de Jackie por encima del bosque de lápidas.

—¡Haz el favor de no hacer más genuflexiones a tus antepasados, y vuelve para fumarte el porro conmigo!

Abbey regresó a donde estaba sentada Jackie, contra una lápida.

—¿Antepasados? ¿Míos? Habla por ti, blanca.

—No me vengas con chorradas, que tú eres tan de Maine como yo. Sin ofender.

Cruzada de piernas en el suelo, Abbey cogió el porro, le dio una calada y lo devolvió. Mientras la ardiente sensación se iba extendiendo desde sus pulmones hasta su cabeza, abrió el envoltorio del bocadillo y le dio un mordisco. Comieron en silencio. Después se tumbó en la hierba, con las manos detrás de la cabeza, y miró al cielo.

—¿Te has fijado? —preguntó.

—Al menos la mitad de los que están enterrados aquí son más jóvenes que nosotras.

—Tú siempre tan morbosa.

—Lo seré menos cuando hayamos encontrado el meteorito. Se rieron, echadas en la hierba, de cara al cielo.