El crimen de Perseo
Jean d’Erlemont no obedeció enseguida la solicitud de Raoul. Quedó indeciso y, visiblemente, muy emocionado.
—¿Así pues, estamos a punto de llegar a la solución del misterio? He sufrido tanto por no poder vengar la muerte de Elisabeth… ¿Será posible que por fin sepamos la verdad de su muerte?
—Yo la conozco, la verdad de su muerte —afirmó Raoul—. Y por lo demás, en cuanto a las joyas desaparecidas, puedo certificar que…
Antonine estaba segura de ello. Su claro rostro indicaba una confianza que no alteraba ninguna restricción. Estrechó la mano de Jean d’Erlemont para comunicarle su alegre convicción.
En cuanto a Gorgeret, todos los músculos de su cara estaban contraídos. Su mandíbula se crispaba. Tampoco él admitía que unos problemas a los que había dedicado la mitad de su vida fueran resueltos por su más detestado adversario. Esperaba y temía a la vez una solución humillante para él.
Jean d’Erlemont rehízo el camino que había hecho quince años atrás en compañía de la cantante. Antonine le seguía y Raoul y Gorgeret cerraban la marcha.
El más tranquilo de todos era, ciertamente, Raoul. Se alegraba de ver marchar ante él a la muchacha y notaba ciertos detalles que la distinguían de Clara: un contorno menos ondulante y ligero, pero con más ritmo y más simple, menos voluptuoso, pero más orgulloso, menos gracia felina pero mayor naturalidad. Y lo que descubría al andar, lo notaba también en el rostro de la muchacha, cuando la miraba cara a cara. Dos veces, al tener que frenar a causa de las hierbas silvestres, Raoul caminó a su lado. Se dio cuenta de que la muchacha enrojecía. No cambiaron ni una sola palabra.
El marqués subió por los peldaños de piedra que lindaban con el jardín inglés y que conducían a la segunda terraza, que se prolongaban a derecha y a izquierda por medio de unas hileras de aucubas que crecían en viejos jarrones, de bases musgosas y rotas. Tomó hacia la izquierda para alcanzar las rampas que ascendían hacia las ruinas. Raoul le detuvo.
—¿Aquí es donde se entretuvieron ustedes?
—Sí.
—¿En qué lugar exacto?
—Aquí donde estoy yo.
—¿Se les podía ver desde el castillo?
—No. Los arbustos que no han sido cuidados han perdido parte de su frondosidad. Pero en otro tiempo formaban una cortina muy espesa.
—Entonces, ¿era aquí donde estaba inmóvil Elisabeth Hornain cuando usted se volvió desde el otro extremo del paseo?
—Sí. Mi memoria guarda una visión fiel de su silueta. Me envió un beso. Vuelvo a ver su gesto apasionado, su actitud, ese viejo jarrón de allí, el marco de verdura que la rodeaba. No he olvidado nada.
—¿Y cuando llegó al jardín, se volvió usted una segunda vez?
—Sí. Para volverla a ver en el momento en que saliera de la avenida.
—¿Y la vio usted?
—No enseguida, pero casi.
—Normalmente usted tendría que haberla visto acto seguido. Normalmente tenía que haber salido enseguida de la avenida ¿no es así?
—Sí.
Raoul se puso a reír suavemente.
—¿De qué ríe usted? —le preguntó d’Erlemont. También Antonine le interrogaba con todo su ser tendido hacia él.
—Me río porque, cuanto más complicado parece un caso, más queremos que lo sea la solución. Nunca se corre detrás de una idea simple. Siempre se va tras soluciones extravagantes y tortuosas. ¿Qué venía usted a buscar en sus investigaciones posteriores? ¿Los collares?
—No, puesto que habían sido robados. Venía a buscar indicios que pudieran ponerme tras las huellas del asesino.
—¿Y no se preguntó usted alguna vez si los collares habían sido o no robados en realidad?
—Nunca.
—Ni Gorgeret y sus acólitos tampoco se lo preguntaron. Nunca se plantea la pregunta verdadera; se insiste siempre en plantear la misma cuestión.
—¿Cuál era la verdadera pregunta?
—La pregunta infantil que usted me ha obligado a hacerme: si Elisabeth Hornain prefería cantar sin collares, ¿no es posible que los hubiera dejado en algún sitio?
—¡Imposible! No se abandonan de esta manera tales riquezas exponiéndolas a la codicia del primero que pueda pasar.
—¿Quién podía pasar? Usted sabe perfectamente, y ella lo sabía también, que todo el mundo estaba arremolinado en el castillo.
—Entonces, según usted, ella debió dejar sus joyas en un lugar cualquiera.
—Para volverlas a recoger diez minutos más tarde, al regresar.
—Pero ¿no las habríamos visto después del drama, cuando batimos los alrededores?
—¿Por qué? Si las había dejado en algún lugar desde donde no se podían ver…
—¿Dónde?
—En este viejo tiesto, por ejemplo, que estaba al alcance de su mano y en donde debía haber, al igual que en los demás, plantas frondosas de sol o de sombra. No tuvo más que levantarse sobre la punta de sus pies, extender el brazo y depositar las joyas sobre la tierra del tiesto. Gesto natural, depósito provisional y que el azar y la estupidez de los hombres convirtieron en definitivo.
—¿Cómo…?, ¿definitivo?
—¡Diablos…! Las plantas se marchitaron, las hojas caídas se pudrieron y se formó una especie de humus que recubre el depósito como el más inaccesible de los escondites.
D’Erlemont y Antonine permanecían silenciosos, impresionados ante tanta sencilla certidumbre:
—¡Qué afirmativo es usted! —dijo d’Erlemont.
—Afirmo porque es la verdad. Y le es a usted muy fácil asegurarse de ello.
El marqués vaciló. Estaba muy pálido. Luego rehízo el gesto realizado por Elisabeth Hornain. Se levantó sobre la punta de sus pies, extendió el brazo, hojeó entre la aglomeración de humus húmedo que el tiempo había formado en el fondo del tiesto y murmuró temblando:
—Sí… están aquí… Se notan los collares… las facetas de las piedras… las monturas que las unen… ¡Dios mío!, cuando pienso que ella llevaba estos objetos…
Le anonadaba tal emoción que apenas se atrevía a ir hasta el fin de su acto. Uno a uno, sacó los collares. Había cinco. A pesar de todo lo que les ensuciaba, el rubio de los rubíes, el verde de las esmeraldas, el azul de los zafiros deslumbraba y pequeños trozos de oro relucían. El marqués murmuró:
—Falta uno… había seis…
Después de reflexionar, repitió:
—Sí… falta uno… falta el collar de perlas que yo le había regalado… Es extraño, ¿verdad? ¿Es posible que se lo hubieran robado antes de que dejara aquí los otros?
Hacía las preguntas sin darles mucha importancia: aquel último enigma le parecía insoluble. Pero las miradas de Raoul y de Gorgeret se cruzaron. El inspector reflexionaba:
«Ha sido él quien ha sisado las perlas… —se decía— Ahora representa la comedia del brujo cuando en realidad, desde esta mañana, o desde ayer, lo ha revuelto todo y se ha quedado con su parte del botín…».
Y Raoul levantaba la cabeza y sonreía con aire de decir:
«Claro que sí, viejo amigo… Acabas de descubrir la sopa boba… ¿Qué quieres? ¡De algo hay que vivir!».
La ingenua Antonina no hizo ninguna suposición. Ayudaba al marqués a arreglar y a envolver los collares de piedras preciosas. Cuando hubieron terminado, el marqués d’Erlemont arrastró a Raoul hacia las ruinas.
—Continuemos —decía—. Hábleme de ella, de lo que ocurrió. ¿Cómo murió? ¿Quién la mató, pobre desgraciada? No he podido olvidar aquella muerte atroz… No he podido sobreponerme a mi pena… ¡Desearía saber tantas cosas!
Hacía preguntas como si Raoul detentara entre sus manos la verdad sobre todas las cosas, como un objeto oculto bajo un velo y que se puede descubrir a gusto de cada uno. Parecía como si fuera suficiente que Raoul lo deseara para que las tinieblas se llenaran de luz y las revelaciones más extraordinarias salieran de su boca.
Llegaron al terraplén superior, cerca de la loma en donde había muerto Elisabeth. Desde allí se percibía todo el castillo, el parque y la torre de entrada.
Antonine, que estaba cerca de Raoul, murmuró:
—Me siento feliz por mi padrino y le doy mis más sinceras gracias… Pero tengo miedo…
—¿Tiene usted miedo?
—Sí… Miedo de Gorgeret… ¡Debería usted marcharse!
Raoul respondió suavemente:
—¡Qué alegría me da usted! Pero no hay peligro alguno, al menos mientras no haya dicho todo lo que sé, todo lo que Gorgeret tiene tantas ganas de saber. ¿Debo marcharme antes?
Al notarla tranquilizada y viendo que el marqués apresuraba a preguntas, Raoul explicó:
—¿Cómo se desarrolló el drama? Mire usted, señor: para llegar a la solución he seguido el camino contrario al que usted hizo seguir. Sí, la evolución de mis reflexiones ha partido de un punto opuesto. Si he llegado a la conclusión de que quizá no había habido ladrón ha sido porque he supuesto, desde el principio, que no había habido asesino. Y si he supuesto esto ha sido porque las circunstancias decían que dicho asesino no hubiera podido dejar de ser visto. No se mata delante de cuarenta personas, a pleno día, a plena luz, sin que estas cuarenta personas vean cómo se realiza el asesinato. ¿Un disparo? Se habría oído. ¿Un golpe de maza? Se habría visto. ¿Una pedrada? Se habría descubierto el gesto. Sin embargo, todo fue invisible y silencioso. Así pues, era necesario buscar entre otras causas más que las puramente humanas, es decir, provocadas por la voluntad de un hombre.
El marqués preguntó:
—Así pues, ¿fue accidental la muerte?
—La muerte fue accidental y, por consiguiente, fue efecto del azar. Ahora bien, las manifestaciones del azar son ilimitadas y pueden tomar las formas más insólitas y más excepcionales. Antaño me vi mezclado en una aventura en la que el honor y la fortuna de un hombre dependían de un documento oculto en la cima de una torre muy alta y sin escalera. Una mañana, este hombre se dio cuenta de que los dos extremos de una larga cuerda colgaban de cada lado de la torre. Pude establecer que aquella cuerda provenía de un globo en el que los pasajeros, para deslastrarse en el curso de la noche precedente, habían lanzado todo el material. El azar había querido que la cuerda cayera exactamente como era necesario para ofrecer un medio de escalada bastante cómodo. Milagro, ciertamente, pero la multiplicidad de las combinaciones es tal que a cada hora, en la naturaleza, se producen millares y millares de milagros.
—¿Así pues?
—Así, la muerte de Elisabeth Hornain fue provocada por un fenómeno físico extremadamente frecuente, pero cuyas consecuencias mortales son extremadamente raras. Esta hipótesis se presentó a mi espíritu después de que Valthex hubo acusado al pastor Gassiou de haber lanzado una piedra con su honda. Pensé que Gassiou no podía estar allí, pero que una piedra podía haber golpeado a Elisabeth Hornain: y ésta era la única explicación plausible de su muerte.
—¿Una piedra lanzada del cielo? —dijo el marqués no sin ironía.
—¿Por qué no?
—¡Vamos! ¿Quién la habría lanzado?
—Ya se lo he dicho, querido señor: ¡Perseo!
El marqués imploró:
—Le ruego que no haga bromas.
—Lo digo muy en serio —afirmó Raoul— y hablo con pleno conocimiento de causa basándome, no en hipótesis, sino en hechos irrefutables. Cada día, miles de estas piedras, bólidos, aerolitos, meteoritos, fragmentos de planetas desintegrados, atraviesan el espacio a velocidades vertiginosas, se inflaman al penetrar en la atmósfera y caen. Cada día nos llegan toneladas y toneladas de estas piedras. Se han recogido millones de ellas, de todas las formas y tamaños. Si una de ellas, por un azar espantoso pero posible y ya constatado, golpea a un ser, significa la muerte para él, una muerte imbécil y a veces incomprensible. Además…
Después de una pausa, Raoul precisó:
—Además, los chaparrones de proyectiles, que se producen a lo largo de todo el año, son más frecuentes y más densos en ciertos períodos fijos, y el más conocido es el que tiene lugar durante el mes de agosto, exactamente del día 9 al 14, y parece tener su origen en la constelación de Perseo. De ahí el nombre de perseidas con el que se designa a este polvo de estrellas fugaces. Y de ahí la broma que me he permitido al acusar a Perseo.
Sin dejar al marqués la posibilidad de emitir una duda o una objeción, Raoul continuó:
—Hace cuatro días uno de mis hombres, hábil y fiel, salta durante la noche el muro en el lugar de la brecha y bate las ruinas desde la mañana por los alrededores de esta loma, y yo mismo he estado aquí desde el alba de ayer y de hoy.
—¿Y la ha encontrado?
—Sí.
Raoul exhibió una bolita del tamaño de una nuez, redonda pero rugosa, llena de asperezas cuyos ángulos se habían enromado por una especie de esmalte negro brillante que recubría su superficie.
Apenas se había interrumpido y prosiguió:
—Este proyectil, que los policías de la investigación inicial no descubrieron, ni ellos ni nadie, porque buscaban una bala de fusil o algún proyectil de fabricación humana. Para mí, su presencia aquí es la prueba indiscutible de la realidad. Tengo otras pruebas. De entrada, la fecha misma del drama: el 13 de agosto, que es uno de los días en los que la Tierra pasa bajo el chaparrón de las perseidas. Y les diré a ustedes que esta fecha del 13 de agosto fue uno de los primeros rayos de luz que vi en el caso.
»Y después, tengo la prueba irrefutable. No ya la que es una prueba lógica de razonamiento, sino una prueba científica. Ayer llevé esta piedra a Vichy, a un laboratorio de química y biología. Encontraron en la parte exterior, pegados a la superficie, fragmentos de tejido humano carbonizado… Sí, fragmentos de piel y de carne, de células arrancadas a un ser vivo y que se carbonizaron al contacto del proyectil inflamado, al que se adhirieron tan indisolublemente que el tiempo no ha podido hacerlos desaparecer. Las muestras de ese tejido carbonizado las conserva el químico que hizo el análisis y serán objeto de un informe oficial que remitiré al señor d’Erlemont y al señor Gorgeret si eso le interesa.
Raoul se volvió hacia Gorgeret.
—Por otra parte, el caso está archivado desde hace quince años por la justicia y no volverá a abrirse. El señor Gorgeret ha podido notar ciertas coincidencias y descubrir que usted desempeñaba cierto papel en el drama. Nunca obtendrá otras pruebas que las falsas que le ha ofrecido Valthex y no se atreverá a insistir en una aventura en la que tan implacable se ha mostrado. ¿No es así, señor Gorgeret?
Se plantó frente a Gorgeret como si sólo entonces le descubriera y le lanzó:
—¿Qué dices a eso, camarada? ¿No crees que mi explicación se aguanta y que es la expresión misma de la verdad? Ni robo ni asesinato. Y tú ya no sirves para nada. La justicia… la policía… no son más que una cuchufleta. Un muchachito como yo, tan formal, tan gentil, pasa a través de la aventura en la que todos estáis paciendo, desembrolla el asunto, recoge el proyectil que nadie encontró, devuelve los collares tan finamente como si fuera una hilada de guijarros… y se larga con la cabeza bien alta, la sonrisa en los labios y el sentimiento del deber cumplido. Adiós, camarada. Mis recuerdos a la señora Gorgeret y cuéntale esta historia. Eso la distraerá y aumentará mi prestigio a sus ojos. Me lo debes.
Lentamente, el inspector levantó su brazo y posó su pesada mano sobre el hombro de Raoul, que parecía estupefacto y exclamó:
—¡Eh! ¿Qué fabricas? Es decir, ¿me detienes? ¡Vaya caradura! Hago tu trabajo y me pones las esposas como agradecimiento. Me gustaría saber lo que harías si ante ti, en lugar de un gentleman tuvieras a un ladrón.
Gorgeret no dejó de apretar los dientes. Cada vez más, se sentía afectado por la indiferencia y el desdén de aquel hombre que dominaba los acontecimientos y ya no se preocupaba de lo que pudieran pensar o decir los demás. Si a Raoul le gustaba discursear… ¡que lo hiciese…!, ¡tanto mejor! Gorgeret se aprovecharía del discurso, registraría en su cabeza las revelaciones, apreciaría los argumentos… y haría lo que le viniese en gana.
Por fin cogió un grueso pito que se llevó pausadamente a la boca. Sonó una estridente llamada que resonó en las vecinas rocas y cuyo eco se estrelló en el valle.
Raoul no disimuló su sorpresa.
—¿Así que la cosa va en serio?
El inspector bromeó condescendiente:
—¿Me lo preguntas?
—¿Una batalla más entre tú y yo?
—Sí. Sólo que en esta ocasión he tomado mi tiempo y he preparado con antelación el asunto. Desde ayer, amigo mío, vigilo esta posesión y desde esta mañana sé que te ocultas aquí. Todas las entradas del castillo, todos los muros de la tapia que rodea la propiedad a derecha e izquierda de las ruinas, todo está guardado. Brigada de gendarmes, inspectores de París, comisarios de la región… todo el mundo está en pie de guerra.
El timbre del patio de entrada sonó.
Gorgeret anunció:
—Primer grupo de asalto. Cuando este equipo haya entrado, un segundo silbido pondrá en marcha el ataque. Si intentas huir te abatiremos como a un perro a tiros de fusil. Éstas son las órdenes formales.
El marqués intervino.
—Señor inspector, no admito que se entre en mi casa sin autorización. Este hombre tenía una cita conmigo. Es mi huésped. Me ha prestado un servicio. Las puertas no serán abiertas a la jauría de polizontes. Además, yo tengo la llave.
—Las echaremos abajo, señor marques.
—¿Cómo? ¿Con un hacha? ¿Con un pico? No terminaréis hasta la noche. Y de aquí a entonces, ¿dónde estaré yo?
—La abriremos con dinamita —gruñó Gorgeret.
—¿Acaso llevas en tu bolsillo?
Raoul se lo llevó aparte.
—Dos palabras, Gorgeret. Esperaba que después de mi conducta de hace un rato saliéramos ambos de aquí, cogidos del brazo, como dos amigos. Puesto que te niegas a ello, te suplico que renuncies a tu plan de ataque y que no hagas demoler las puertas históricas de este castillo y que no me humilles ante una dama cuya estima me importa muchísimo.
Gorgeret le miró de reojo y dijo:
—¿Te burlas de mí?
Raoul se indignó:
—No me río de ti, Gorgeret. Sólo deseo que te des cumplida cuenta de todas las consecuencias de la batalla.
—Las he calibrado todas.
—Menos una.
—¿Cuál?
—Si sigues empeñado en ello, dentro de dos meses…
—¿Qué pasará dentro de dos meses?
—Que haré un pequeño viaje de quince días con Zozotte.
Gorgeret se irguió con el rostro enrojecido y exclamó con voz sorda:
—¡Antes tendré tu piel!
—¡Atrévete! —le gritó alegremente Raoul.
Y dirigiéndose a Jean d’Erlemont:
—Caballero, le conjuro a que acompañe al señor Gorgeret y que haga abrir todas las puertas del castillo. Le doy mi palabra de honor de que no se derramará ni una gota de sangre y de que todo transcurrirá de la manera más tranquila y decente entre caballeros.
Raoul tenía demasiada autoridad sobre Jean d’Erlemont para que éste se negara a una solución que, en el fondo, le libraba de su embarazo.
—¿Vienes, Antonine? —dijo echando a andar.
Gorgeret exigió:
—Tú también vienes, Raoul.
—No, yo me quedo.
—¿Acaso crees que podrás huir mientras esté fuera?
—Es un riesgo que tienes que correr, Gorgeret.
—Entonces, yo me quedo. No quiero separarme de ti ni un solo instante.
—Entonces te ataré y amordazaré como la otra vez. Elige.
—Bueno, ¿qué es lo que quieres?
—Fumar un último cigarrillo antes de ser capturado.
Gorgeret dudó. Pero ¿qué podía temer? Todo estaba previsto, no había huida posible. Se reunió con el marqués d’Erlemont.
Antonine quiso seguirles pero no tuvo fuerza. Su pálido rostro demostraba una angustia extrema. La sonrisa se había borrado de sus labios.
—¿Qué le sucede, señorita? —preguntó Raoul dulcemente.
Antonine le suplicó con expresión lastimosa:
—Escóndase usted en alguna parte… Tiene que haber algún escondite seguro.
—¿Para qué esconderme?
—¿Cómo? Le van a detener.
—No, eso nunca. Voy a irme.
—No hay salida posible.
—Ésta no es una razón suficiente para que no me vaya.
—Le matarán.
—¿Y eso le causaría a usted alguna pena? ¿Sentiría usted que le sucediera algo malo al que un día la ultrajó en este castillo? No… no me responda… Tenemos tan poco tiempo para estar juntos… Unos pocos minutos solamente en los que quisiera decirle tantas cosas.
Sin tocarla y sin que ella se diera cuenta, Raoul la arrastró un poco más lejos, de manera que no les pudieran ver desde ningún punto del parque. Entre un enorme panel de pared, vestigio de una antigua torre, y un montón de ruinas caídas, había un espacio vacío de unos diez metros de largo que dominaba el precipicio y que estaba bordeado por un pequeño parapeto de piedras secas. Aquello formaba como una especie de habitación aislada, cuya gran ventana se abría por encima del abismo, en el fondo del cual se deslizaba el río, y sobre un paisaje de maravillosas llanuras onduladas.
Antonine fue la primera en hablar y lo hizo con voz menos ansiosa:
—No sé lo que va a suceder, pero no tengo tanto miedo. Y quiero darle las gracias a usted de parte del señor d’Erlemont… Conservará el castillo, ¿verdad?, tal como usted le propuso en otra ocasión.
—Sí.
—Otra cosa. Quisiera saber, y sólo usted puede responderme, si el marqués d’Erlemont es mi padre.
—Sí. Pude leer la carta, muy explícita por cierto, que usted le entregó de parte de su madre.
—No dudaba de la verdad, pero no tenía prueba alguna. Y eso creaba una especie de tirantez entre nosotros. Estoy contenta, puesto que podré darle todo mi cariño. También es el padre de Clara, ¿verdad?
—Sí. Clara es su media hermana.
—Se lo diré al marqués.
—Supongo que lo habrá adivinado.
—No lo creo. De todos modos, quiero que lo que haga por mí lo haga por ella. Un día podré verla, ¿no es verdad? Dígale usted que me escriba.
La muchacha hablaba con sencillez, sin énfasis ni gravedad excesiva. Un esbozo de su adorable sonrisa levantaba de nuevo la comisura de sus labios. Raoul se estremeció y sus ojos no perdían de vista aquellos hermosos labios. La muchacha murmuró:
—Usted la quiere mucho, ¿verdad?
Raoul respondió en voz baja, mirándola profundamente:
—La quiero a través de su recuerdo y con un pesar que no se irá nunca. Lo que quiero en ella es la primera imagen de la muchacha que entró en mi casa el día de su llegada a París. Aquella muchacha tenía una sonrisa que no olvidaré nunca y algo especial que me emocionó enseguida. Eso es lo que he estado buscando desde entonces, cuando creía que había una sola mujer que se llamaba Antonine o Clara. Ahora que sé que hay dos mujeres, me llevo conmigo la hermosa imagen… que es la imagen de mi amor… que es mi amor verdadero… y que usted no puede quitarme.
—¡Dios mío! —exclamó la muchacha enrojeciendo—. ¿Tiene usted derecho de hablarme así?
—Sí, puesto que no volveremos a vernos. El azar de un parecido hace que usted y yo estemos unidos por vínculos reales. Desde que amo a Clara la quiero a usted, y es imposible que un poco de su amor no se haya mezclado con un poco de su simpatía, de su afecto…
La muchacha murmuró con una turbación que no intentaba disimular:
—Váyase, se lo suplico.
Raoul dio un paso hacia el parapeto. Antonine se asustó.
—¡Pero no por aquí!
—No hay otra salida.
—Pero eso es espantoso. ¡Cómo! ¡No, no… se lo ruego… no quiero…!
La amenaza del terrible peligro la transformaba. Durante algunos minutos no fue la misma y su rostro expresó todos los miedos, todas las angustias y todas las súplicas de una mujer cuyos sentimientos, ignorados por ella misma, son turbados por los hechos.
Sin embargo, desde el castillo llegaban voces que avanzaban hacia el jardín inglés. Gorgeret y sus hombres se dirigían hacia las ruinas.
—Quédese, quédese —dijo la muchacha—. Yo le salvaré. ¡Oh, qué horror!
Raoul había pasado una de sus piernas por encima del parapeto.
—No tema usted nada, Antonine. He estudiado con detalle la pared del acantilado y no soy el primero que se aventura a bajar por él. Le juro que para mí no es más que un juego.
Una vez más, Antonine sufrió la influencia de Raoul y consiguió dominarse.
—Sonríame, Antonine.
La muchacha sonrió con esfuerzo doloroso.
—¡Ah! —exclamó Raoul—. ¿Cómo quiere usted que me suceda nada malo con esta sonrisa en los ojos? Haga usted algo más por mí. Deme usted su mano.
Antonine estaba frente a él. Le tendió su mano pero antes de que Raoul la hubiera besado, la retiró y se inclinó, permaneciendo así durante algunos segundos, indecisa, con los párpados medio cerrados, hasta que por fin, inclinándose más todavía, le ofreció sus labios.
El gesto fue de una ingenuidad encantadora y de tal castidad que Raoul comprendió que la muchacha no concedía más que la importancia de una caricia fraternal a aquel gesto, cuya causa profunda no comprendería nunca. Rozó con los suyos los suaves labios que le sonrieron y respiró el puro aliento de la muchacha.
Antonine se incorporó, sorprendida por la emoción que había experimentado, se tambaleó sobre sí misma y balbuceó:
—Váyase usted… ya no tengo miedo… Váyase… Nunca olvidaré…
Se volvió hacia las ruinas. No tenía el valor de hundir sus ojos en el abismo y de ver a Raoul colgado de las asperezas del acantilado. Mientras escuchaba las rudas voces que se aproximaban, la muchacha esperaba la señal que él le enviaría desde abajo, una vez estuviera sano y salvo para comunicárselo. Esperaba sin demasiado temor, convencida de que Raoul llegaría con éxito.
Debajo del terraplén pasaron unas siluetas que se inclinaban y batían los arbustos.
El marqués la llamó:
—¡Antonine…! ¡Antonine!
Transcurrieron algunos minutos. Su corazón se encogía. Después oyó el ruido de un coche en el valle y el sonido de una bocina que resonaba alegremente en el eco de las montañas.
Antonine murmuró con su bella sonrisa atenuada por la melancolía y con los ojos nublados por las lágrimas:
—Adiós… adiós.
A veinte quilómetros de allí, Clara, impaciente, esperaba en la habitación de un albergue. Al verle se lanzó a sus brazos febrilmente.
—¿La has visto?
—Pregúntame primero —dijo él riendo— si he visto a Gorgeret y cómo he podido librarme de su acoso. Ha sido terrible, pero yo he jugado bien la partida.
—¿Y ella? Háblame de ella.
—He encontrado los collares y el proyectil.
—Pero a ella, ¿la has visto? Confiésalo.
—¿Quién…? ¡Ah, Antonine Gautier! Sí, por cierto… allí estaba. Una casualidad.
—¿Le has hablado?
—No. Ella me ha hablado a mí.
—¿De qué?
—¡Oh, de ti! Únicamente de ti. Ha adivinado que eras su hermana y desea conocerte un día u otro.
—¿Se me parece?
—Sí… no… de manera vaga, en todo caso. Quiero contártelo todo con detalle, querida.
Pero Clara no le dejó que se lo contara aquel día. De vez en cuando, en el automóvil que les conducía a España, la muchacha preguntaba:
—¿Es bonita? ¿Más que yo o menos? Una belleza provinciana, ¿verdad?
Raoul respondía como podía, algo distraído en ocasiones. Evocaba en el fondo de sí mismo, con placer inefable, la manera como había escapado de Gorgeret. En verdad el destino le era favorable. Aquella evasión romántica y que realmente él no había preparado, pues ignoraba la maniobra de Gorgeret, tenía gran clase, y el beso de la virgen de la sonrisa fresca había sido la más dulce de las recompensas…
«¡Antonine… Antonine!», repetía en su interior.
Valthex anunció revelaciones sensacionales, pero no las hizo pues cambió de parecer. Por otra parte, Gorgeret descubrió contra él cargos tan precisos que concernían a dos crímenes en los que la culpabilidad de Valthex, alias el gran Paul, estaba tan claramente demostrada, que el bandido enloqueció de miedo. Una mañana le encontraron colgado.
Por su parte, el Árabe no cobró nunca el precio de su delación. Cómplice de aquellos dos crímenes, fue condenado a trabajos forzados y murió en un intento de fuga.
Quizá no sea inútil anotar aquí que tres meses más tarde, Zozotte Gorgeret hizo una escapada de quince días, al cabo de los cuales se reintegró al domicilio conyugal sin dar la menor explicación a Gorgeret:
—Lo tomas o lo dejas —le dijo la mujer—. ¿Quieres que siga estando a tu lado?
Nunca había estado tan seductora como al regreso de aquella expedición. Sus ojos eran brillantes, estaba iluminada de felicidad. Gorgeret, emocionado, le abrió los brazos y le pidió perdón.
Otro hecho digno de interés debe ser relatado aquí. Algunos meses después, exactamente a finales del sexto mes que siguió a la época en que la reina Olga había abandonado París acompañada de su marido, el rey, las campanas del reino danubiano de Borostiria anunciaron con gran revuelo un hecho considerable: después de diez años de espera, y cuando ya se habían perdido todas las esperanzas, la reina Olga acababa de traer al mundo a un heredero.
El rey apareció en el balcón y presentó al niño a la muchedumbre delirante. Su Majestad estaba lleno de gozo y de orgullo legítimo. El futuro de la raza estaba asegurado…