Raoul actúa y habla
—Señor Audigat —concluyó Antonine—, todo lo que usted me dice es muy amable, pero…
—No me llame usted señor Audigat, señorita.
—¿Acaso quiere que le llame por su nombre de pila? —dijo la muchacha sonriendo.
—Me haría usted feliz si así lo hiciera —respondió con untuosidad el notario—. Eso demostraría que no rechaza mis pretensiones.
—No puedo aceptarlas ni rechazarlas tan deprisa, mi querido señor. Hace sólo cuatro días que he vuelto y apenas si nos conocemos.
—¿Cuándo cree usted, señorita, que me conocerá lo bastante para darme una respuesta?
—¿Cuatro años, tal vez tres? ¿O es demasiado?
El notario tuvo un gesto de disgusto. Comprendía que nunca obtendría la más pequeña promesa de aquella bella señorita que había sabido atenuarle los rigores de la existencia en Volnic.
La entrevista acabó. El notario Audigat se despidió de la muchacha y con aire digno y vejado abandonó el castillo.
Antonine se quedó sola. Dio una vuelta por las ruinas y se paseó por el parque y los bosques. Andaba alegremente y su sonrisa habitual levantaba las comisuras de sus labios. Iba vestida con un traje nuevo y se protegía del sol con una pamela de paja. De vez en cuando tarareaba una canción. Después recogió flores silvestres y se las llevó al marqués d’Erlemont.
El marqués la esperaba sentado en el banco de piedra, al borde de la terraza, en el que tanto le gustaba reposar. Al verla le dijo:
—¡Qué bonita estás! ¡Ya no quedan rastros de tus fatigas y de tus emociones! Y, sin embargo, no se te ahorró ningún sufrimiento.
—No hablemos más de ello, padrino. Es una vieja historia que no quiero recordar.
—Entonces, ¿eres feliz por completo?
—Completamente feliz, padrino, puesto que estoy con usted y en este castillo que tanto me gusta.
—Un castillo que no nos pertenece y que mañana tendremos que abandonar.
—Que le pertenece y que no abandonaremos.
El marqués se burló de ella:
—¿De modo que todavía confías en aquel individuo?
—Más que nunca.
—Pues yo no.
—Usted confía tanto en él que ya es la cuarta vez que me dice lo contrario.
D’Erlemont se cruzó de brazos.
—¿Así es que imaginas que vendrá a una cita fijada vagamente hace casi un mes y después de los acontecimientos acaecidos?
—Hoy es tres de julio. Él confirmó esta cita en la nota que me envió a la prefectura.
—Simple promesa.
—Él mantiene siempre sus promesas.
—¿A las cuatro?
—A las cuatro estará aquí. Es decir, dentro de veinte minutos.
D’Erlemont levantó la cabeza y confesó alegremente:
—En el fondo, ¿qué quieres que te diga? Pues bien, también yo le espero. La confianza es algo curioso y, ¿en quién confiamos? En una especie de aventurero que se ocupa de mis asuntos sin que yo le haya pedido nunca nada y que lo hace de la manera más insólita, levantando contra él a toda la policía. Ya has leído los periódicos de estos últimos días. ¿Qué dicen? Que mi inquilino Raoul, amante de esa misteriosa Clara que se te parece, no es otro que Arsenio Lupin. La policía lo niega, pero la policía que ha visto a Lupin durante mucho tiempo en todas partes no quiere verle ya en ningún sitio por temor al ridículo. ¡Éste es nuestro colaborador!
Antonine reflexionó y dijo gravemente:
—Nosotros confiamos en el hombre que vino aquí, padrino. No se puede desconfiar de él.
—Evidentemente, evidentemente. Es un tipo sorprendente, lo reconozco… Y reconozco también que me ha dejado un recuerdo que…
—Un recuerdo tal que usted espera verle pronto y conocer por él la verdad que hasta ahora ignoraba… ¡Qué importa que se llame Raoul o Arsenio Lupin si colma nuestros deseos!
La muchacha se había animado. El marqués la miró con sorpresa. Tenía las mejillas encendidas y los ojos brillantes.
—¿Te enfadarás, Antonine, si te digo algo?
—No, padrino.
—Me pregunto si el señor Audigat no habría sido mejor acogido si las circunstancias no hubieran traído aquí a ese Raoul…
No acabó su frase. Las mejillas de Antonine se volvieron rojas de vergüenza. Sus ojos no sabían dónde mirar.
—¡Oh, padrino! —exclamó intentando sonreír—. Qué malpensado es usted.
El marqués se levantó. Una ligera campanada marcó las cuatro menos cinco en el campanario de la iglesia del pueblo. Seguido de Antonine, recorrió la fachada del castillo y se apostó en el ángulo derecho, desde donde se veía la puerta maciza, claveteada de hierro, al extremo de la bóveda baja excavada bajo la torre de entrada.
—Tiene que llamar por aquí —dijo el marqués, y añadió sonriendo—: ¿Has leído El conde de Montecristo? ¿Recuerdas la manera como se le presenta en la novela? Algunas personas que le han conocido en los cuatro rincones del mundo le esperan para almorzar. Varios meses antes se comprometió a estar allí al mediodía. Y el anfitrión afirma que a pesar de las incertidumbres del viaje llegará a la hora exacta. Dan las doce del mediodía y con la última campanada el maestro de ceremonias anuncia: «El señor conde de Montecristo». Nosotros esperamos con la misma fe y la misma ansiedad.
El timbre sonó bajo la bóveda. La guardiana descendió los escalones que conducían hasta la puerta.
—¿Será el conde de Montecristo? —dijo Jean d’Erlemont—. Llegaría con adelanto, lo que es tan poco elegante como llegar con retraso.
La puerta se abrió.
No era la visita esperada sino otra cuya presencia les confundía: Gorgeret.
—¡Ah, padrino! —murmuró Antonine desfallecida—. A pesar de todo tengo miedo de este hombre… ¿Qué vendrá a hacer aquí? Tengo miedo.
—¿Por quién? —dijo Jean d’Erlemont, que parecía desagradablemente sorprendido—. ¿Por ti, por mí? Nada de todo eso nos concierne.
La muchacha no respondió. El inspector, después de parlamentar con la guardiana, acababa de descubrir al marqués y avanzaba hacia él. Llevaba en la mano, a guisa de bastón, una enorme estaca con la empuñadura de hierro macizo. Era grueso, pesado, vulgar, de poderosa musculatura, pero su habitual rostro áspero se esforzaba por ser amable.
—¿Puedo solicitar de usted, señor marqués —dijo con un tono en el que se notaba la exageración de la deferencia—, el favor de una entrevista?
—¿Con qué propósito? —preguntó d’Erlemont secamente.
—A propósito de nuestro… asunto.
—¿Qué asunto? Entre nosotros fue todo dicho en París y la incalificable conducta que tuvo usted hacia mi ahijada no me anima a proseguir nuestras relaciones.
—No nos lo dijimos todo —objetó Gorgeret menos afable—. Y nuestras relaciones no han terminado todavía. Así se lo dije en presencia del director de la policía judicial. Necesito algunos informes.
El marqués d’Erlemont se volvió hacia la guardiana, que estaba inmóvil a treinta metros de ellos, bajo la bóveda, y le gritó:
—¡Cierre usted la puerta! Y si llaman no abra a nadie. Por otra parte, deme usted la llave.
Antonine le estrechó la mano en signo de aprobación.
La puerta cerrada hacía imposible el choque entre Gorgeret y Raoul en caso que éste se presentara.
La guardiana entregó la llave al marqués y regresó a su sitio. El inspector sonrió:
—Veo, señor marqués, que contaba usted con otra visita además de la mía, y que está usted deseoso de evitarla. Pero tal vez sea demasiado tarde.
—Estoy en tal estado de ánimo, señor —dijo Jean d’Erlemont—, en el que todas las visitas me parecen inoportunas.
—Empezando por la mía.
—Empezando por la suya. Así pues, acompáñeme a mi despacho y acabemos de una vez.
Cruzaron el patio hasta el castillo, acompañados por Antonine.
Pero cuando desembocaron en el ángulo, distinguieron a un caballero que, sentado en el banco de la terraza, fumaba un cigarrillo.
El estupor del marqués y de Antonine fue tal que se detuvieron en seco.
Gorgeret se detuvo como ellos, pero con gran calma. ¿Acaso conocía la presencia de Raoul en el interior de los muros?
Raoul, al verlos, tiró su cigarrillo, se levantó y dijo alegremente al marqués:
—Tengo que hacerle notar, caballero, que la cita era en este banco. Cuando sonaba la última campanada de las cuatro me sentaba en él.
Muy elegante, con su vestido de color claro, de corte perfecto, con el rostro divertido, verdaderamente simpático, Raoul se quitó el sombrero y se inclinó profundamente ante Antonine.
—Me excuso una vez más, señorita. Tengo una parte de responsabilidad en los tormentos que usted ha sufrido, señorita. Espero que usted no me guardará rencor, pues me guiaba mi interés por los negocios del marqués d’Erlemont.
De Gorgeret, ni una palabra. Se diría que la silueta del inspector era invisible para Raoul.
Gorgeret no dijo nada. También él, más pesado, pero con la misma tranquilidad, conservaba su actitud intrascendente de alguien a quien la situación parece normal por completo. Esperaba. El marqués d’Erlemont y Antonine también esperaban.
En el fondo, la pieza que se interpretaba tenía un solo actor, Raoul, y los otros sólo tenían que esperar, escuchar y entrar en escena cuando él se lo pidiese.
Todo aquello no le desplacía en absoluto. Le gustaba fanfarronear y discursear, sobre todo en los momentos de gran peligro, aun cuando las obras por él montadas le exigieran, en su último acto, según las reglas ordinarias, sobriedad, concisión de gestos. Paseándose con las manos en la espalda, iba cambiando de aspecto: pensativo, desenvuelto, sombrío o brillante. Por último se detuvo y dijo al marqués:
—Dudaba en hablar, señor. Me parecía, en efecto, que nuestra cita era privada y que la presencia de personas extrañas no nos permitiría tratar con toda libertad las cuestiones por las que nos hemos reunido. Pero después de reflexionar veo que no es así. Lo que tenemos que decir lo podemos hacer ante quien sea, aunque se trata de algún representante subalterno de esta policía que sospecha de usted mismo, caballero, y que se atreve a pedirle cuentas. Voy, pues, a establecer la cuestión tal como es, sin otra finalidad que la verdad y la justicia. Sólo la gente honesta tiene el derecho de llevar alta la cabeza.
Se interrumpió. Fuera cual fuese la gravedad de la hora, por más desamparada que se sintiera Antonine, tuvo que cerrar la boca para no sonreír. Había en la entonación de la voz de Raoul, en los guiños imperceptibles de sus ojos, en el pliegue de sus labios, en el balanceo de su busto y de sus caderas, algo de cómico que se estrellaba contra la interpretación pesimista de los acontecimientos. ¡Y qué seguridad! ¡Qué desenvoltura frente al peligro! Se adivinaba que ni una sola de sus palabras era inútil y que todas, por el contrario, estaban encaminadas a turbar al enemigo.
—No tenemos por qué preocuparnos —prosiguió— de lo que ha sucedido recientemente. La doble existencia de Clara la Blonde y de Antonine Gautier, su parecido, sus actos, los actos del gran Paul, los actos del señor Raoul, el conflicto que por un momento enfrentó a este buen hombre con el policía Gorgeret, la superioridad aplastante del primero sobre el segundo son cuestiones perfectamente resueltas sobre las que ninguna potencia del mundo puede insistir. Lo que hoy nos interesa es el drama de Volnic, la muerte de Elisabeth Hornain y la recuperación de su fortuna, señor marqués. Espero que no me tenga en cuenta este preámbulo un poco largo. Nos permitirá resolver los problemas diversos en unas cuantas breves frases. Y así se ahorrará usted el tener que responder a un vulgar individuo.
El marqués aprovechó la pausa de Raoul para objetar:
—No tengo por qué aguantar interrogatorio alguno.
—Tengo la certeza, caballero —respondió Raoul—, de que la justicia, que nunca comprendió nada del drama de Volnic, intenta girarse contra usted y, sin saber hacia dónde se encamina, desea algunas precisiones sobre su papel en aquel drama.
—Mi papel en aquel drama fue nulo.
—Estoy persuadido de ello. Pero la justicia se pregunta por qué no declaró usted sobre sus relaciones con Elisabeth Hornain, y por qué compró usted secretamente este castillo y por qué regresaba de vez en cuando a él, siempre de noche. En particular, después de algunas pruebas impresionantes, se le acusa a usted…
El marqués se sobresaltó:
—¡Me acusan! ¿Qué quiere decir eso? ¿Quién me acusa? ¿Y de qué me acusa?
Interpelaba a Raoul con irritación, como si súbitamente viera en él a un adversario a punto de atacarle. Una vez más repitió con dureza:
—¿Quién me acusa?
—Valthex.
—¿Ese bandido?
—Ese bandido ha reunido contra usted un dossier temible que entregará ciertamente a la policía, cuando esté convaleciente de su herida.
Antonine estaba pálida, ansiosa. Gorgeret había perdido su máscara de impasibilidad y escuchaba ávidamente.
El marqués d’Erlemont se aproximó a Raoul y con voz imperiosa exigió:
—Hable usted… Le exijo que hable… ¿De qué me acusa ese miserable?
—De haber matado a Elisabeth Hornain.
Un silencio prolongó aquellas terribles palabras. Pero el rostro del marqués se distendió y en él apareció una sonrisa que nada tenía de molesta.
—Explíquese usted.
Raoul explicó:
—Usted conocía, señor, por aquel tiempo, a un pastor del país, un tal Gassiou, un alma cándida, un poco loco, con quien usted charlaba a menudo, durante sus estancias en casa de los señores de Jouvelle. El tal Gassiou tenía la particularidad de ser especialmente diestro. Mataba la caza con su honda y parece como si ese medio loco, animado por usted hubiera matado a Elisabeth Hornain de un hondazo, mientras cantaba, por petición suya, entre las ruinas.
—¡Eso es absurdo! —gritó el marqués—. ¡Me hubiera faltado un motivo para hacer tal cosa! ¿Por qué tenía que hacer matar a la mujer a la que amaba?
—Para quedarse con sus joyas, que ella le había confiado en el momento de ir a cantar.
—Aquellas joyas eran falsas.
—Eran auténticas. ¡Ése es el punto más oscuro de su conducta, caballero! Elisabeth Hornain las había recibido de un millonario de la Argentina.
Esta vez el marqués d’Erlemont no resistió el golpe. Se irguió fuera de sí:
—¡Mentira! Elisabeth no había querido a nadie antes que a mí. ¿Y ésta es la mujer que yo iba a hacer matar? ¡Una mujer a la que nunca, nunca, he podido olvidar! ¿Acaso no compré ese castillo por ella, por su memoria, para que el lugar en donde murió no perteneciera a otro más que a mí? Y si regresaba aquí, de vez en cuando, ¿acaso no era para rezar en las ruinas? Si la hubiera matado yo ¿acaso habría guardado para mí el terrible lugar de su muerte, de mi crimen? Una acusación así es monstruosa.
—¡Bravo, caballero! —exclamó Raoul—. ¡Ah! Si me hubiese usted respondido así hace veinticinco días, cuántos acontecimientos penosos habría usted evitado. Puede usted estar seguro de que en ningún momento he creído en las acusaciones del abominable Valthex, ni en el dossier de mentiras que ha reunido. ¿Gassiou? ¿La honda? ¡Tonterías! ¡Todo eso no es más que un chantaje, un chantaje hábil que podía pesar terriblemente sobre usted y contra el cual nosotros teníamos que tomar todas las precauciones! En tales casos sólo existe un remedio, la verdad, la absoluta, la implacable verdad, que ahora podremos oponer a la justicia.
—Pero yo ignoro la verdad.
—También yo la ignoro. Pero en el punto en que nos encontramos, todo depende de la sinceridad de sus respuestas. Las joyas desaparecidas ¿eran o no falsas?
—Eran auténticas.
—¿Y le pertenecían a usted, verdad? Usted encargó a una agencia de investigaciones que buscara una herencia que había perdido. Recordando que la fortuna de los d’Erlemont provenía de un abuelo que había vivido en la India con el título de nabab, supuse que habría convertido sus inmensas riquezas en una colección de piedras preciosas de la mayor belleza. ¿Fue así?
—Sí.
—Supuse igualmente que los herederos del nabab d’Erlemont nunca hablaron de los collares hechos con esas piedras preciosas para no tener que pagar los derechos de sucesión ¿verdad?
—Así lo creo —dijo el marqués.
—¿Y sin duda, usted prestó las joyas a Elisabeth Hornain?
—Sí. Tan pronto como hubiese conseguido el divorcio, se hubiera convertido en mi mujer. Por amor, me complacía en ver las joyas sobre ella.
—¿Ella sabía que eran auténticas?
—Sí.
—¿Y todas las piedras que llevaba aquel día le pertenecían a usted sin excepción?
—No. Había además un collar de finas perlas que yo le había dado ya en absoluta propiedad y que tenía un gran valor.
—¿Que usted le habría ofrecido en privado?
—No. Se lo había mandado por un joyero.
Raoul bajó la cabeza.
—Vea usted, caballero, hasta qué punto Valthex podía actuar contra usted. Si Valthex hubiese encontrado un documento que probara que aquel collar de perlas pertenecía a su tía, dicho documento tendría un peso definitivo.
Y Raoul añadió:
—Ahora sólo se trata de descubrir el collar de perlas y las otras joyas. Unas palabras todavía. ¿El día del drama, condujo usted a Elisabeth Hornain hasta el pie de las rampas que suben hacia las ruinas?
—Incluso un poco más arriba.
—Sí, hasta la avenida horizontal de aucubas que se ve desde aquí.
—En efecto.
—¿Y ambos permanecieron invisibles durante un espacio de tiempo más largo que el que se necesita para hacer el camino?
—En efecto. No había tenido ocasión de estar a solas con Elisabeth desde hacía varias semanas y nos besamos durante largo rato.
—¿Y después?
—Después, como que tenía la intención de cantar ciertos fragmentos para los que creía que su tocado y vestuario tenían que ser en extremo simples, quiso confiarme las joyas. Pero yo no compartí su opinión. Elisabeth no insistió y me miró alejarme. Cuando di la vuelta en el extremo de la avenida de aucubas, todavía estaba inmóvil.
—¿Llevaba todavía los collares cuándo llegó a la terraza superior de las ruinas?
—Personalmente no lo sé. Ése es un punto sobre el que ninguno de los invitados pudo hacer una declaración precisa. Sólo nos dimos cuenta de la ausencia de los collares después del drama.
—De acuerdo. Pero el dossier Valthex contiene buen número de testimonios contrarios. En el momento del drama, Elisabeth Hornain no llevaba ya las joyas.
El marqués concluyó:
—¿Así pues, le habían sido robadas entre la avenida de aucubas y la terraza superior?
—Las joyas no fueron robadas.
—Si no fueron robadas ¿por qué fue asesinada Elisabeth Hornain?
—Elisabeth Hornain no fue asesinada.
Aquellas afirmaciones sensacionales eran el estilo de Raoul. Le causaba la mayor alegría del mundo actuar así. Y esa alegría se encendía en sus ojos.
El marqués exclamó:
—¡Yo mismo vi la herida! Nadie dudó nunca de que aquello no fuera un crimen. ¿Quién lo cometió?
Raoul levantó el brazo, extendió el índice y exclamó:
—¡Perseo!
—¿Qué significa eso?
—Usted me pregunta quién cometió el crimen y yo le respondo con toda seriedad: «¡Perseo!».
Y concluyó:
—Y ahora, tengan ustedes la amabilidad de acompañarme hasta las ruinas.