XX

¿Austerlitz? ¿Waterloo?

A las cuatro exactamente, acostada en la cama de su habitación de Auteuil, Clara dormía todavía. Hacia el mediodía, despertada por el hambre, había comido medio dormida y después se había dormido nuevamente.

Raoul se impacientaba. No estaba preocupado, pero no le gustaba sobreseer demasiado tiempo las decisiones que había tomado, cuando esas decisiones correspondían a un mínimo de prudencia y de sensatez. Ahora bien, él imaginaba que el retorno a la vida del gran Paul podía añadir nuevos peligros a los actuales y que el testimonio del marqués y las declaraciones de Antonine debían complicar la situación.

Todo estaba preparado para la marcha. Había despedido a los criados pues en ocasiones de peligro le gustaba más estar solo. Las maletas ya estaban en el auto.

A las cuatro y diez recordó repentinamente:

«¡Diablos! No puedo marcharme sin decir adiós a Olga. ¿Qué debe pensar? ¿Ha leído los periódicos? ¿Ha vinculado a Raoul conmigo? Liquidemos esa vieja historia…».

Llamó por teléfono y pidió:

—El Trocadéro-Palace, por favor. ¡Oiga! Póngame con los apartamentos de Su Majestad.

Raoul, con las prisas, cometió el gran error de no informarse sobre quién respondía. Al no reconocer ni la voz de la secretaria ni la voz de la masajista, y creyendo que el rey de Borostiria ya no estaba en París, pensó que era la reina quien estaba al otro lado del hilo y con su tono más amable y afectuoso dijo de una tirada:

—¿Eres tú, Olga? ¿Cómo estás, querida? Supongo que debes pensar mal de mí, pero no, Olga, se trata de las ocupaciones, de los problemas… Te oigo mal, querida… No hagas esa voz de hombre, por favor… Tengo que marcharme enseguida… Un viaje de estudio por las costas de Suecia. ¡Qué contratiempo! Pero ¿por qué no respondes a tu pequeño Raoul? ¿Estás enfadada?

El pequeño Raoul se sobresaltó. Sin lugar a dudas era una voz de hombre la que respondía al aparato: la voz del rey que ya había tenido ocasión de oír antes y que con la furia pronuncia las erres todavía más fuertes que su esposa:

—¡Es usted un cerrrrdo, caballerrrrro! ¡Le desprrrrecio!

Raoul notó que le sudaba la espalda. ¡El rey de Borostiria! Además, al volverse comprobó que Clara estaba despierta y que había oído toda la comunicación.

—¿A quién has llamado? —preguntó ansiosa—. ¿Quién es esa Olga?

Raoul no respondió de inmediato, estupefacto por el incidente. Pero no ignoraba que el rey de Borostiria no era hombre que se ofuscara por los deslices de su esposa. Uno más, uno menos. No había por qué preocuparse.

—¿Que quién es Olga? Una vieja prima malcarada a quien de vez en cuando hago la corte. Y ya ves el resultado. ¿Estás lista?

—¿Lista?

—Sí. Nos largamos. El aire de París es malsano.

Al ver que la muchacha permanecía pensativa, insistió:

—Te lo suplico, Clara. No tenemos nada que hacer aquí. Un retraso puede ser peligroso.

Ella le observó:

—¿Estás inquieto?

—Empiezo a estarlo.

—¿Por qué?

—Por todo y por nada.

Clara comprendió que iba en serio y se vistió rápidamente. En aquel instante, Courville, que tenía la llave del jardín y que acababa de entrar, trajo los periódicos de la tarde a los que Raoul echó un vistazo.

—Todo va bien —dijo—. La herida del gran Paul decididamente no es mortal. Pero no estará en estado de responder a los interrogatorios de la policía hasta dentro de una semana… El Árabe sigue obstinado en su mutismo.

—¿Y Antonine? —preguntó Clara.

—Libre —afirmó fríamente Raoul.

—¿Lo anuncia el periódico?

—Sí. Las declaraciones del marqués han sido decisivas. La han puesto en libertad.

Su seguridad fue tal que Clara se convenció.

Courville se despidió de ambos.

—¿No queda ningún papel comprometedor? —le preguntó Raoul—. ¿No dejamos nada?

—Absolutamente nada, señor.

—Echa un último vistazo y lárgate, amigo. No olvides que tenéis que encontraros todos cada día en nuestro nuevo centro de la isla de Saint-Louis. Por otra parte, volveré a verte enseguida junto al coche.

Clara acababa de arreglarse, apresurada por Raoul. Cuando hubo terminado de ponerse el sombrero le cogió las manos.

—¿Qué tienes? —le preguntó él.

—Júrame que esta Olga…

—¿Cómo? ¿Todavía piensas en ella? —exclamó Raoul riendo.

—Reflexiona…

—Pero si te he asegurado que no es más que una vieja tía de la que espero una herencia…

—Me habías dicho que era una vieja prima…

—Es, a la vez, mi tía y mi prima. Su padrastro y la hermana de uno de mis tíos se casaron en terceras nupcias.

Ella sonrió y le puso la mano sobre la boca:

—No mientas, querido. En el fondo me da igual. Sólo puedo estar celosa de una persona.

—¿De Courville? Te aseguro que mi amistad por él…

—Cállate, no te burles —suplicó la muchacha—. Sabes perfectamente a qué me refiero.

Raoul la estrechó contra sí.

—Estás celosa de ti misma, de tu imagen.

—De mi imagen, tienes razón. De esta imagen de mí misma que tiene una expresión diferente. Ojos más dulces…

—Tú tienes los ojos más dulces que hay en el mundo —dijo Raoul besándola con pasión—. Ojos de una ternura…

—Ojos que han llorado demasiado.

—Ojos que no han reído lo bastante. Eso es lo que te falta y que yo te daré.

—Una palabra todavía. ¿Sabes por qué Antonine ha dejado durar el error y durante dos días no ha dicho nada?

—No.

—Porque temía decir alguna cosa que te perjudicara.

—¿Y por qué ese temor?

—Porque te quiere.

Raoul se puso a bailar de alegría.

—¡Qué amable eres al comunicármelo! ¿Crees verdaderamente que me quiere? Claro, soy irresistible… Antonine me ama. Olga me ama. Zozotte me ama. Courville me ama. Gorgeret me ama.

La cogió en brazos y la arrastró hacia la escalera cuando se detuvo bruscamente.

—¡El teléfono!

En efecto, el timbre del teléfono sonaba junto a ellos.

Raoul descolgó. Era Courville… Courville, sin aliento, expectante, que tartamudeó:

—¡Gorgeret…! Dos hombres con él… Les he visto de lejos, cuando ya había salido… Están forzando la verja… Al verlos he entrado en un café…

Raoul colgó el aparato y permaneció inmóvil tres o cuatro segundos. Después, de repente cogió a Clara y se la cargó sobre el hombro.

—Gorgeret —dijo simplemente.

Con la muchacha al hombro bajó la escalera.

Ante la puerta del vestíbulo escuchó. Los pasos resonaron en la gravilla. A través de los cristales emplomados y protegidos por barrotes percibió siluetas. Depositó a Clara en el suelo.

—Retrocede hacia el comedor.

—¿Y el garaje? —preguntó la muchacha.

—No, deben haberlo rodeado. De no haberlo hecho serían más de tres… Tres polizontes, no tengo ni para empezar.

Ni siquiera corrió el cerrojo del vestíbulo. Retrocedió paso a paso, sin volver la espalda a los agresores que intentaban forzar los batientes.

—Tengo miedo —dijo Clara.

—Cuando se tiene miedo se hacen tonterías. Recuerda tu puñalada. Antonine no se ha dejado amilanar en la cárcel.

Y añadió con suavidad:

—Si tú tienes miedo yo, por el contrario, me divierto. ¿Crees que después de haberte vuelto a encontrar dejaré que este bruto te atrape? Vamos, ríe, Clara, estás en el espectáculo. Y es cómico.

Los dos batientes se abrieron de golpe. Con tres saltos, Gorgeret entró hasta el umbral de la sala, empuñando el revólver.

Raoul estaba plantado frente a la muchacha, ocultándola.

—¡Arriba las manos o disparo! —gritó furioso Gorgeret.

Raoul, que estaba a cinco pasos de él, bromeó:

—¡Qué vulgar eres! ¡Siempre la misma fórmula idiota! ¿Acaso crees que vas a disparar contra mí, Raoul?

—¡Contra ti, Lupin! —exclamó Gorgeret triunfante.

—¡Ah! ¿Sabes mi nombre?

—Así pues, ¿confiesas?

—Siempre se confiesan los títulos de nobleza.

Gorgeret repitió:

—Arriba las manos o si no disparo.

—¿Incluso sobre Clara?

—Incluso si ella estuviera aquí.

—Ella está aquí, cretino.

Los ojos de Gorgeret saltaron de sus órbitas. Su brazo cayó. ¡Clara! ¡La pequeña rubia que acababa de entregar al marqués d’Erlemont! ¿Era posible aquello…? No. Enseguida la cosa le pareció fuera de toda posibilidad. Si verdaderamente era Clara, y lo era, sobre eso no había duda, entonces tenía que llegar a la conclusión que la otra mujer…

—Vamos —bromeó Raoul—. Caliente, caliente. Todavía un pequeño esfuerzo y ya está. ¡Claro que sí, estúpido! Hay dos… una que llegaba de su pueblo y a la que tú te dedicaste, confundiéndola con Clara, y la otra…

—La amante del gran Paul.

—¡Qué imbécil! —respondió Raoul—. Se diría que eres el marido de la adorable Zozotte.

Gorgeret, furioso, estimulando a sus hombres, vociferó:

—¡Agarradme a ese tipo! ¡Si te mueves te tumbo de un disparo!

Los dos hombres se lanzaron contra él. Raoul saltó sobre sí mismo. Ambos recibieron un puntapié en el vientre. Retrocedieron.

—Ésta es una broma de mi estilo —gritó Raoul—. El truco del doble zapato.

Sonó un disparo pero Gorgeret había tirado de manera que la bala no alcanzara a nadie. Raoul estalló en una carcajada.

—¡Has estropeado mi cornisa! ¡Qué estúpido! Eres demasiado imbécil y te has lanzado a la aventura sin tomar precauciones. Adivino lo que ha pasado. Alguien te ha comunicado mi dirección y tú has corrido hacia aquí como un toro que ve rojo. Te harían falta veinte de tus camaradas, compañero.

—¡Habrá cien, mil! —gruñó Gorgeret, volviéndose al oír el ruido de un coche que se detenía en la calle.

—Tanto mejor —dijo Raoul—. Ya me empezaba a aburrir.

—Esta vez estás perdido.

Gorgeret quiso salir de la sala para dar instrucciones a los refuerzos. Cosa extraña. La puerta, que desde el principio se había cerrado a su espalda, no se abría a pesar de sus esfuerzos.

—No te canses, compañero —le aconsejó Raoul—. La puerta se cierra con llave sola. Y es maciza. De madera de ataúd.

En voz baja le dijo a Clara:

—Cuidado, querida. Fíjate en lo que va a pasar ahora.

Corrió hacia lo que quedaba del antiguo tabique que habían suprimido para convertir las dos habitaciones en una sola.

Gorgeret, comprendiendo que perdía el tiempo, se decidió a terminar el asunto sin importarle el medio. Volvía al ataque gritando:

—¡Disparad sobre él, matadle! ¡Va a escapar!

Raoul apretó un botón y, mientras los agentes preparaban sus armas, un telón de acero cayó del techo limpiamente, como una maza, separando la pieza en dos, mientras que los postigos se cerraban desde el interior.

—¡Crac! ¡Crac! —bromeó Raoul—. ¡La guillotina! Gorgeret tiene el cuello cortado. ¡Adiós, Gorgeret!

Tomó de encima del bufet una botella y llenó de agua dos vasos.

—Bebe, querida.

—Vámonos, huyamos —dijo ella asustada.

—No temas, muñeca.

Insistió en que bebiera mientras vaciaba su vaso. Estaba muy tranquilo y no vacilaba.

—¿Les oyes, al otro lado? Están en el bote, como las sardinas. Cuando cae el telón, los postigos se bloquean automáticamente. Los hilos eléctricos se cortan. La oscuridad es total. Una fortaleza impenetrable desde el exterior y una cárcel desde el interior. ¿Qué te parece?

Pero la muchacha no tenía el ánimo dispuesto para el entusiasmo. Raoul la besó en la boca, lo que la animó.

—Y ahora —le dijo—, al campo, a la libertad y al reposo que se les debe a la gente honesta que ha trabajado mucho.

Pasó a una pequeña habitación que hacía las funciones de despacho. Entre el despacho y la cocina había un espacio con un armario empotrado, que abrió, y en el que desembocaba la escalera que iba al sótano.

—Tienes que saber para tu gobierno —dijo con tono doctrinal— que una casa bien montada debe tener tres salidas: una oficial; otra disimulada y aparente para la policía; y la tercera, disimulada e invisible para servir de retirada. De este modo, mientras la jauría de Gorgeret vigila el garaje, nosotros nos largamos por las entrañas de la tierra. ¿Te parece bien combinado? El pabellón me lo vendió un banquero.

Caminaron durante tres minutos, después subieron por una escalera que desembocó en una casita sin muebles, con las ventanas cerradas, que daba a una calle poco frecuentada.

Un gran automóvil de conducción interior estaba estacionado junto a la acera, vigilado por Courville. En su interior había el equipaje. Raoul dio las últimas instrucciones al secretario.

El auto partió velozmente.

Una hora más tarde, Gorgeret, avergonzado, daba su informe al director. Convinieron que los comunicados a la prensa no hablarían de Lupin y que si había indiscreciones las desmentirían.

A la mañana siguiente, Gorgeret regresó de nuevo lleno de confianza y anunció que la rubia, no Clara sino la que había detenido y puesto en libertad, había pasado la noche en casa del marqués y acababa de salir con él, de viaje, en coche.

Al día siguiente se enteró de que los dos viajeros habían llegado a Volnic. Según informes categóricos, Jean d’Erlemont, propietario del castillo desde hacía quince años, lo había vuelto a comprar en segunda venta por intermedio de un extranjero cuya descripción correspondía con la de Raoul.

Gorgeret y el director tomaron todas las medidas necesarias.