XIX

Gorgeret pierde la cabeza

La conversación entre el señor y la señora Gorgeret fue tempestuosa. Zozotte, contenta de encontrar ocasión de aguijonear los celos de su marido hacia un personaje de algún modo imaginario y fabuloso, fue lo bastante cruel para atribuir a este personaje todas las cualidades de un gentleman refinado, cortés, delicado en sus maneras, lleno de encanto y seducción.

—¡Vaya, el príncipe encantador! —gruñó el inspector principal.

—Mejor que todo eso —respondió su mujer con ironía.

—Pues repito que tu príncipe encantador no es otro que Raoul, el asesino del gran Paul y el cómplice de Clara la Blonde. Así pues, has pasado la noche con un asesino.

—¿Un asesino? ¡Qué emocionante! ¡Estoy encantada!

—¡Zorra!

—¿Acaso es culpa mía? Me raptó.

—Sólo se rapta a quien quiere ser raptado. ¿Por qué le seguiste a su coche? ¿Por qué subiste a su casa? ¿Por qué bebiste los cócteles?

La mujer confesó:

—No lo sé. Tiene una extraña manera de imponer su voluntad. No se le puede resistir.

—Eso, eso. No le resististe. Ahora lo acabas de confesar.

—Nada me pidió.

—Sí claro, se contentó con besarte la mano. Pues bien, juro por Dios que Clara pagará por él. Voy a sacudirle las pulgas a esa zorra, y sin ninguna suavidad.

Gorgeret partió en un estado de exasperación tal, que le obligaba a gesticular en plena calle y hablar en voz alta. Aquel diabólico personaje le sacaba de sus casillas. Estaba convencido de que el honor de su mujer había sufrido daños irreparables y que, en todo caso, la culpable aventura continuaría. La mejor prueba de ello era que Zozotte pretendía no reconocer el barrio en el que vivía. ¿Es admisible que no se pueda recoger indicio alguno de un itinerario seguido dos veces?

Su colaborador Flamant le esperaba en la policía judicial y le comunicó que el Ministerio Fiscal no debía proceder al primer interrogatorio hasta que Gorgeret hubiera aportado nuevos elementos de información.

—Perfecto —exclamó el inspector—. La orden es categórica. Vamos a atacar de nuevo a la pequeña, Flamant. Hay que hacerla hablar. Si no lo conseguimos…

Pero el ardor combativo de Gorgeret se fundió de golpe ante el espectáculo más extraordinario e imprevisto: una adversaria absolutamente transformada, amable, sonriente, encantada, dócil hasta el punto de que el inspector se preguntó si la víspera la muchacha no había representado una comedia de desfallecimiento y protesta. Estaba sentada en una silla, con sus ropas bien ordenadas, el cabello peinado cuidadosamente y con una sonrisa de bienvenida en los labios:

—¿En qué puedo servirle, señor Gorgeret?

El hálito furioso que había conducido a Gorgeret le hubiera obligado a la invectiva y a la amenaza en el caso de que la muchacha no respondiera, pero la réplica de su adversario le desconcertó:

—Señor inspector, estoy enteramente a su disposición. Como que dentro de algunas horas estaré libre, no quiero causarle molestias durante más tiempo. De entrada…

Una idea espantosa invadió a Gorgeret. Observó detenidamente a la muchacha y le dijo con voz baja y solemne:

—Usted ha comunicado con Raoul… ¡Sabe que no ha sido arrestado…! ¡Sabe que el gran Paul no ha muerto…! Raoul le ha prometido salvarla.

Estaba turbado y mendigaba, por así decirlo, una explicación. Ella no se la dio. Dijo alegremente:

—Quizá… No es imposible… ¡Es tan prodigioso ese hombre!

Gorgeret articuló enfurecido:

—Por muy prodigioso que sea, esto no impide que yo te tenga atrapada, Clara. Y estás perdida.

La muchacha no respondió al instante, sino que le miró con mucha dignidad y dijo dulcemente:

—Señor inspector, le pido que no me tutee y que no se aproveche de que estoy en su poder. Existe entre nosotros un malentendido que no debe prolongarse más. Yo no soy ésa a quien usted llama Clara. Me llamo Antonine.

—Antonine o Clara, da igual.

—Quizá para usted, señor inspector, pero ésta no es la realidad.

—Entonces, ¿qué? ¿Clara no existe?

—Sí, existe, pero no soy yo.

Gorgeret no comprendió el distingo. Se echó a reír:

—¡Vaya, éste es un nuevo sistema de defensa! Le advierto, señorita, que no vale nada, ya que, sea como sea, vamos a entendernos. ¿Era usted, sí o no, a quien yo seguí de la estación de Saint-Lazare hasta el Quai Voltaire?

—Sí.

—¿Era usted, sí o no, a quien descubrí en el entresuelo del señor Raoul?

—Sí.

—¿Era usted, sí o no, a quien sorprendí en las ruinas de Volnic?

—Sí.

—Entonces, ¿quién está ante mí en este momento?

—Yo.

—¿Y pues?

—Pues que ante usted no está Clara porque yo no soy Clara.

Gorgeret tuvo el gesto desesperado de un actor de vodevil que se sujeta la cabeza con ambas manos y grita:

—¡No comprendo nada! ¡No comprendo nada!

Antonine sonrió:

—Señor inspector, si usted no comprende es porque no quiere plantearse el problema tal como es. Desde que estoy aquí he reflexionado mucho y lo he comprendido todo. Por eso he guardado silencio.

—¿Con qué intención?

—Para no contrariar la acción de aquel que me salvó de su persecución inexplicable, dos veces el primer día y una tercera vez en Volnic.

—Y una cuarta vez en el Casino Bleu, ¿no es cierto, pequeña?

—¡Ah, no! —dijo la muchacha sonriente—. Esto es asunto de Clara, al igual que el cuchillazo del gran Paul.

Un destello luminoso pasó por los ojos de Gorgeret. Destello fugitivo. Todavía no estaba maduro para comprender la verdad que la muchacha, por otra parte, con malicia no le acababa de exponer con claridad. Antonine dijo con gravedad:

—Concluyamos, señor inspector. Desde mi llegada a París vivo en el hotel-pensión de los Deux-pigeons, en el extremo de la avenida de Clichy. En el momento en que el gran Paul fue herido, es decir, exactamente a las seis de la tarde, yo estaba hablando con la patrona del hotel antes de ir a tomar el metro. Invoco el testimonio de esa persona y también el del marqués d’Erlemont.

—Está ausente.

—Regresa hoy. Eso precisamente es lo que iba a anunciar a sus criados, cuando usted me arrestó, media hora después del crimen.

Gorgeret experimentó una cierta molestia. Sin decir ni una palabra, se dirigió al gabinete del director de la policía judicial y le puso al corriente de la situación.

—Telefonee usted al hotel de los Deux-pigeons.

El inspector obedeció. El director y él tomaron cada uno un receptor y Gorgeret preguntó:

—¿El hotel de los Deux-pigeons? Aquí la prefectura de la policía. Quisiera saber, señora, si entre sus huéspedes cuenta usted a una señorita llamada Antonine Gautier.

—Sí, señor.

—¿Cuándo llegó?

—Un segundo, voy a consultar el registro… Llegó el viernes, 4 de junio.

Gorgeret dijo a su jefe:

—Ésta es la fecha.

Continuó:

—¿Se ausentó?

—Cinco días. Regresó el 10 de junio.

Gorgeret murmuró:

—La fecha de los hechos del Casino Bleu… Y la noche de su regreso, señora, ¿salió?

—No, señor. La señorita Antonine no ha salido ninguna noche desde que está en mi casa. Algunas veces, antes de cenar… El resto del tiempo lo pasa cosiendo en mi despacho.

—¿Está en estos momentos en el hotel?

—No, señor. Anteayer se fue a las seis para tomar el metro. No ha regresado ni me ha avisado, lo que me sorprende mucho.

Gorgeret colgó el teléfono. Se le veía con aspecto de derrotado.

Después de un silencio, el director le dijo:

—Temo que haya ido demasiado deprisa, Gorgeret. Corra usted al hotel y registre la habitación. Yo, por mi parte, convocaré al marqués d’Erlemont.

La búsqueda de Gorgeret no trajo ningún nuevo indicio. El equipaje modesto de la muchacha llevaba las iniciales A. G. En un extracto de su acta de nacimiento constaba el nombre de Antonine Gautier, hija de padre desconocido y nacida en Lisieux.

—¡Por Dios santo! —murmuraba el inspector.

Gorgeret pasó tres horas crueles. No probó la comida que hizo con Flamant. Era incapaz de expresar una opinión razonable. Flamant intentaba animarle con conmiseración.

—Veamos, mi viejo amigo, no sea usted testarudo. Si Clara no ha dado el golpe, no sea usted obstinado.

—Así pues, triple idiota, ¿admites que ella no ha dado el golpe?

—Sí, fue ella.

—¿Era ella la bailarina del Casino Bleu?

—Sí, era ella.

—Entonces, ¿cómo explicas, primo que no saliera del hotel la noche del Casino Bleu; secondo que se encontrara en los Deux-pigeons mientras apuñalaban al gran Paul?

—No me lo explico. Lo constato.

—¿Qué es lo que constatas, imbécil?

—Que no se puede explicar nada.

Ni un solo instante los dos policías pensaron en separar a Antonine de Clara.

A las dos y media el marqués d’Erlemont se presentó y se le hizo pasar al despacho del director, que mantenía una entrevista con Gorgeret.

De regreso del Tirol suizo, la víspera por la noche, Jean d’Erlemont se enteró por los periódicos franceses del drama que había tenido lugar en su inmueble, de la acusación lanzada por la policía contra su inquilino el señor Raoul y del arresto de una señorita llamada Clara.

El marqués añadió:

—Esperaba encontrar en la estación a una muchacha, Antonine Gautier, que es mi secretaria desde hace algunas semanas y que estaba sobre aviso de la hora exacta de mi llegada. Según lo que me han contado mis criados, he creído comprender que ustedes mezclaban a esta persona con el asunto.

Fue el director quien respondió:

—Esta persona, en efecto, está a la disposición de la justicia.

—Así pues, ¿está detenida?

—No, simplemente a disposición de la justicia.

—Pero ¿por qué?

—Según el inspector principal Gorgeret, encargado del caso del gran Paul, Antonine Gautier no es otra que Clara la Blonde.

El marqués quedó sorprendido.

—¿Cómo? —exclamó con indignación—. ¿Antonine es Clara la Blonde? ¡Es una locura! ¿A qué viene esta broma siniestra? ¡Exijo que se libere inmediatamente a Antonine Gautier y que se le den todas las excusas que se le deben por el error de que ha sido víctima y con el que su naturaleza ha debido sufrir infinitamente!

El director observó a Gorgeret. Éste no había ni pestañeado. Bajo la mirada desaprobadora de su superior, se levantó, se aproximó al marqués y le dijo descuidadamente:

—Así pues, ¿usted no sabe nada del drama?

—Nada.

—¿Conoce usted al gran Paul?

Jean d’Erlemont pensó que Gorgeret todavía no había establecido la identidad del gran Paul y por ello respondió contundente:

—No.

—¿Conoce usted a Clara la Blonde?

—Conozco a Antonine pero no conozco a Clara la Blonde.

—¿Y Antonine no es Clara?

El marqués se encogió de hombros y no respondió.

—Una palabra todavía, señor marqués. Durante el corto viaje que usted hizo a Volnic con Antonine Gautier, ¿la dejó usted sola?

—No.

—En consecuencia, cuando yo encontré a Antonine Gautier en el castillo de Volnic, ¿usted estaba allí?

D’Erlemont había caído en la trampa y no pudo esquivarla.

—¿Puede usted decirme qué hacía allí?

El marqués tuvo un momento de embarazo. Por fin respondió:

—Estaba allí como propietario.

—¡Qué! —exclamó Gorgeret—. ¿Como propietario?

—En efecto. Hace quince años compré el castillo.

Gorgeret no acababa de creerlo.

—¿Que usted compró el castillo?… ¡Pero si nadie lo sabía! ¿Por qué esa adquisición? ¿Por qué ese silencio?

Gorgeret rogó a su jefe que le concediera unos minutos aparte y, llevándoselo hacia la ventana, le dijo en voz baja:

—Toda esta gente está mezclada en el asunto. En el castillo sólo había la rubia y Raoul.

—¡Raoul!

—Sí, les sorprendí juntos. Así que, ¿se da usted cuenta, jefe?… El marqués d’Erlemont… la muchacha rubia… ¡y Raoul! Todos son cómplices… Pero hay más todavía.

—¿Qué?

—El marqués fue antaño uno de los espectadores del drama de Volnic en el que la cantante Elisabeth Hornain fue asesinada y robada.

—¡Demonios, esto se complica!

Gorgeret se inclinó hacia él:

—Todavía hay más, jefe. Ayer encontré el último domicilio del gran Paul, y allí estaba su equipaje. Entre sus papeles hice dos descubrimientos de la mayor importancia, cuya confirmación esperaba para hablarle a usted. En primer lugar, el marqués era el amante de Elisabeth Hornain y nada dijo de eso durante la instrucción del caso. ¿Por qué? En segundo lugar, el verdadero nombre del gran Paul es Valthex. Ahora bien, Valthex era el sobrino de Elisabeth Hornain y Valthex, me he informado de ello, acudía con frecuencia a visitar al marqués d’Erlemont. ¿Qué dice usted a eso?

El director pareció muy interesado en aquellas revelaciones. Dijo a Gorgeret:

—El caso cambia de aspecto y, por lo tanto, creo que debemos cambiar de táctica. Cometeríamos un error si intentáramos atacar de frente al marqués. Por el momento, pongamos fuera de causa a esa Antonine y encárguese usted de llevar a cabo una investigación profunda sobre el conjunto del caso y sobre el papel que el marqués ha desempeñado en él. ¿Está usted de acuerdo, Gorgeret?

—Por completo, jefe. Si cedemos un poco de terreno llegaremos a Raoul. Por otra parte…

—¿Por otra parte?

—Tal vez tenga más cosas interesantes que poder comunicarle.

La liberación de Antonine fue inmediata. Gorgeret previno a d’Erlemont que iría a visitarle al cabo de cinco o seis días para solicitar de él algunos informes y le condujo hasta la habitación de Antonine. Al ver a su padrino, la muchacha se lanzó a sus brazos riendo y llorando a la vez.

—¡Cabotine! —gruñó Gorgeret entre dientes.

Así, en medio de aquella jornada, Gorgeret había recuperado el dominio sobre sí mismo. A medida que ciertos elementos de la verdad aparecían ante sus ojos y los iba comunicando a su jefe, su cerebro volvía a ser capaz de razonar según su método habitual.

Tregua que no duró mucho tiempo. Un nuevo incidente demolió casi por completo el edificio que había construido. Súbitamente, el inspector entró en el despacho del director sin ni siquiera llamar a la puerta. Parecía en estado de demencia. Agitaba en su mano una pequeña libreta de tapas verdes mientras intentaba señalar con el dedo tembloroso algunas de las páginas.

—¡Ya está! ¡Qué golpe teatral! ¿Cómo pudimos dudar…? Ahora todo se hace claro.

Su superior intentó calmarle. Gorgeret se contuvo como pudo y acabó diciendo:

—Le había anunciado otra cosa posible… Aquí está… He encontrado esta libreta en el equipaje del gran Paul o de Valthex, como quiera. Se trata de notas sin importancia… cifras… direcciones… y después algunas frases, borradas a medias, que son las importantes. Ayer las di al servicio de identidad judicial para que las descifrara… Entre ellas hay una que no tiene precio. Es ésta, vea usted. El servicio de identificación ha transcrito el texto debajo y, de hecho, con un poco de atención, es fácil leerla.

El director cogió la libreta y leyó la nota que estaba concebida en estos términos:

«Dirección de Raoul: Avenida de Marruecos, 27, en Auteuil. Desconfiar de un garaje que hay detrás. A mi entender, Raoul no es otro que Arsenio Lupin. A verificar».

Gorgeret profirió:

—¡No hay duda, jefe! Es la clave del enigma. La llave del cofre. Cuando se posee esta llave, todo se abre, todo se aclara. Sólo Arsenio Lupin puede montar una máquina de estas dimensiones. Sólo él puede burlarse de nosotros y hacernos fracasar. Raoul es Arsenio Lupin.

—¿Qué va a hacer usted?

—Voy corriendo a la dirección mencionada. Con ese tipo no hay que perder ni un minuto. En estos momentos ya debe saber que la pequeña está en libertad y estará a punto de evacuar el terreno. Voy corriendo.

—Llévese consigo a unos cuantos hombres.

—Me harán falta diez.

—Veinte si es necesario —dijo el director, que también se sentía animado—. Al galope, Gorgeret.

—Sí, jefe —exclamó el inspector cuando salía—. Ataque brusco… refuerzo. ¡Alerta general!

Arrastró consigo a Flamant, recogió a cuatro agentes al paso y saltó a uno de los coches que estaba estacionado en el patio.

Otro auto partió detrás del suyo cargado con seis agentes. Y un tercero detrás…

En verdad, aquello fue una movilización sorprendente. Todas las campanas habrían tenido que llamar al somatén, todos los tambores redoblar al unísono, todos los clarines llamar a reunión, todas las trompas y todas las sirenas proclamar la señal de asalto. En los corredores, en los despachos, de un extremo al otro de la prefectura, la gente se lanzaba: «¡Raoul es Arsenio Lupin…! ¡Arsenio Lupin es Raoul…!».

Era un poco más tarde de las cuatro.

De la prefectura de la policía a la avenida de Marruecos son necesarios, teniendo en cuenta los embotellamientos y a toda velocidad, unos buenos quince minutos.