XVIII

Las dos sonrisas se explican

La vida de Raoul —la vida de Arsenio Lupin— es seguramente una de aquellas en las que más sorpresas se acumulan, incidentes dramáticos o cómicos, choques inexplicables, golpes de teatro opuestos a toda realidad y a toda lógica. Pero quizá —y eso lo confesó más tarde Arsenio Lupin—, quizá fuera la aparición inopinada de Clara la Blonde la que le causó el mayor estupor de su existencia.

Aquella aparición de Clara, lívida, rota de fatiga, trágica, con los ojos brillantes de fiebre, la ropa sucia y arrugada, el cuello de su vestido roto, era un hecho imposible. ¡Que estuviera viva, de acuerdo, pero libre, no y mil veces no! La policía no deja escapar nunca a su presa sin una razón, sobre todo cuando tiene entre sus manos un culpable cierto cogido como quien dice en flagrante delito y, además, no hay ninguna mujer que haya huido de la prefectura, sobre todo bajo la vigilancia de Gorgeret. ¿Qué había pasado, pues?

Ambos se miraron sin pronunciar palabra, él confundido y distraído, con el cerebro intentando alcanzar una verdad inaccesible y ella miserable, vergonzosa, humilde, con aspecto de decir: «¿Quieres saber algo de mí? ¿Aceptas a tu lado a la que ha matado? ¿Debo arrojarme en tus brazos o huir?».

Por fin, temblorosa de angustia, murmuró:

—No he tenido el valor de morir… Lo quería… en varias ocasiones me he inclinado sobre el agua… pero no he tenido valor.

Raoul la miraba anonadado, sin moverse, sin casi prestarle atención, rebuscando en su mente el detalle… El problema se le planteaba con todo su rigor y sin subterfugios: Clara estaba frente a él y, al mismo tiempo, en una celda de la prefectura. Más allá de estos dos términos irreconciliables no había nada, absolutamente nada. Raoul tenía que encerrarse en aquel círculo estrecho sin poder salir de él.

Un hombre como Arsenio Lupin no puede, más allá de cierto límite, permanecer ante una verdad que se le ofrece sin comprenderla. Si hasta entonces se le había escapado debido a su extrema sencillez, ahora tenía que planteársela y resolverla.

El alba iluminaba el cielo por encima de los árboles y se mezclaba con la luz eléctrica en el interior de la habitación. El rostro de Clara quedó iluminado por aquella claridad. Repitió:

—No he tenido el valor de morir… ¿Debía haberlo tenido, verdad? Perdóname, no he tenido valor.

Durante largo rato todavía Raoul contempló aquella visión de desarraigo y agonía y, mientras la iba observando, su expresión se hacía menos distraída y más serena y, a la larga, casi sonriente. Y de repente, sin que nada anunciara aquel comportamiento insólito, se echó a reír. Y no fue una risa breve y contenida, dominada por el patetismo del minuto presente, sino una de esas carcajadas que le doblan a uno en dos y que se diría que no terminarán nunca.

Aquella alegría intempestiva se vio acompañada por el esbozo de unos pasos de danza que subrayaron su carácter espontáneo y gentil. El acceso de alegría significaba: «Si me río es porque no hay manera de dejar de reírse cuando el destino nos pone en una situación semejante».

Clara, en su hundimiento de condenada a muerte, parecía tan sobrepasada por la inconveniencia de aquel estallido, que Raoul se precipitó hacia ella, la levantó en sus brazos y la hizo voltear como si se tratara de un maniquí. La besó apasionadamente y la estrechó contra su pecho, acabando por acostarla en la cama mientras le decía:

—Ahora llora, pequeña, y cuando hayas llorado y admitas que no hay razón alguna para matarte, hablaremos.

Pero la muchacha se levantó de un salto y le cogió por los hombros.

—Entonces, ¿me perdonas? ¿Me excusas?

—No tengo nada que perdonarte ni tú tienes por qué excusarte.

—Sí, he matado.

—No has matado.

—¿Qué dices?

—Sólo se mata cuando hay un muerto.

—Ha habido un muerto.

—No.

—¡Oh! Raoul, ¿qué pretendes? ¿Acaso no he apuñalado a Valthex?

—Has apuñalado a Valthex, pero los tipos de su calaña tienen la vida dura. ¿Acaso no has leído los periódicos?

—No, no quería. Tenía miedo de ver mi nombre.

—Tu nombre está en letras de todos los tamaños, pero eso no significa que Valthex haya muerto.

—¿Es posible?

—Esta misma tarde, mi amigo Gorgeret me ha comunicado que Valthex estaba salvado.

Clara dejó de abrazarle y se abandonó a la crisis de lágrimas que él había previsto. Se había acostado sobre la cama y sollozaba como un niño, con gemidos y quejas.

Raoul la dejó llorar y permaneció pensativo, deshaciendo poco a poco la maraña del enigma sobre el que tan repentinamente se había hecho la luz. Sin embargo, todavía quedaban muchos puntos oscuros.

Estuvo reflexionando durante largo tiempo. Una vez más, evocó la primera visión de la pequeña provinciana que se equivocaba de piso y entraba en su casa. ¡Qué encanto en sus rasgos de niña! ¡Qué candor en la expresión y en la forma de aquella boca un poco entreabierta! ¡Y qué lejos estaba aquella pequeña provinciana, fresca e ingenua, de la mujer que veía a su lado, debatiéndose contra los golpes del destino cruel! La imagen de la una y la imagen de la otra, en lugar de confundirse hasta formar una sola, se destacaban ahora con toda claridad. Las dos sonrisas se disociaban. Había la sonrisa de la pequeña provinciana y la sonrisa de Clara la Blonde. ¡Pobre Clara! Más atractiva, ciertamente, y más deseable también, pero, tan extraña a cualquier idea de pureza.

Raoul volvió a sentarse a la cabecera de la cama y le acarició la frente tiernamente.

—¿No estarás muy cansada? ¿Te fatigará contestar a mis preguntas?

—No.

—Una pregunta, de entrada, que resume las restantes. ¿Verdad que sabías lo que acabo de discernir?

—Sí.

—Entonces, Clara, si lo sabías, ¿por qué no me lo has dicho? ¿Por qué tanta habilidad, tantos subterfugios para dejarme en el error?

—Porque te quería.

—Porque me querías —repitió, como si no comprendiera el sentido de aquella afirmación.

Adivinando su dolor profundo y para calmarla, Raoul bromeó:

—Es muy complicado todo esto, mi querida niña. Si alguien te oyera hablar creería que estás un poco…

—¿Un poco loca? —dijo Clara—. Sabes bien que cuanto digo es cierto. Confiésalo… confiésalo.

Raoul se encogió de hombros y le ordenó gentilmente:

—Cuéntamelo todo, querida. Cuando hayas contado tu historia desde el principio, verás cuán injusta has sido desconfiando de mí. Todas las miserias actuales, todo el drama en que nos debatimos, proviene de tu silencio.

Ella obedeció; en voz baja, después de haber enjugado sus últimas lágrimas, que se obstinaban en resbalar por sus mejillas, dijo:

—No voy a mentir, Raoul. No intentaré hablarte de mi infancia cambiándola… Fue la de una niña que no era feliz. Mi madre se llamaba Armande Morin y me quería bien. Sólo que había su vida… aquella especie de vida que llevaba y que no le permitía ocuparse mucho de mí. Vivíamos en París, en un apartamento lleno de idas y venidas… Había un hombre que mandaba, que llegaba con muchos regalos… y provisiones y botellas de champán… Un hombre que no siempre era el mismo y que, entre aquellos señores que se sucedían los había que eran amables conmigo y los había desagradables… y así, en ocasiones me quedaba en el salón o bien permanecía en la cocina con los domésticos… Luego empezamos a cambiar de vivienda, cada vez más pequeña hasta que sólo fue una habitación.

Clara hizo una pausa y prosiguió en voz más baja:

—La pobre mamá estaba enferma. Había envejecido de golpe. Yo la cuidaba… me ocupaba de la casa… Leía también los libros de la escuela a la que ya no podía ir. Ella me miraba trabajar. Un día que casi deliraba me dijo estas palabras, de las que no he podido olvidar ni una sola:

»“Es necesario que lo sepas todo con respecto a tu nacimiento, Clara, y que sepas el nombre de tu padre… Vine a París cuando era joven y trabajaba como costurera en una familia, en la que conocí a un hombre al que amé y que me sedujo. Yo era muy desgraciada porque él tenía otras amantes. Aquel hombre me abandonó pocos meses antes de tu nacimiento. Me mandó dinero durante un año o dos y después salió de viaje… Nunca he intentado volverle a ver ni él ha oído hablar de mí… Era marqués… muy rico… Te diré su nombre…”.

»El mismo día, mi pobre mamá, en una especie de sueño, me contó más cosas a propósito de mi padre: “Tuvo como amante, un poco antes que a mí, a una señorita que daba lecciones en provincias. Me enteré por azar que la había abandonado antes de saber que estaba encinta. En una excursión de Deauville a Lisieux, encontré hace algunos años a una chiquilla de doce años que se parecía a ti de manera sorprendente, Clara. Me informé. Se llamaba Antonine. Antonine Gautier…”.

»Eso es todo lo que supe de mi pasado por mamá. Murió antes de decirme el nombre de mi padre. Yo tenía entonces diecisiete años. En sus papeles sólo encontré una información: la fotografía de una mesa de despacho Luis XVI con la indicación, hecha de su puño y letra, de un cajón secreto y la manera de abrirlo. En aquel momento no presté demasiada atención. Como ya te dije, tuve que trabajar. Y después bailé… Y conocí a Valthex hace dieciocho meses.

Clara se interrumpió. Parecía fatigada. Sin embargo, quiso continuar:

—Valthex, que no era muy expansivo, no hacía nunca alusión a sus asuntos personales. Pero un día que yo le esperaba en el Quai Voltaire me habló del marqués d’Erlemont con quien mantenía relaciones. Salía de su casa y había admirado sus viejos muebles, en particular una hermosa mesa de despacho Luis XVI. Un marqués… una mesa de despacho… Un poco al azar, le interrogué sobre esa mesa. Mis sospechas se precisaron y tuve verdaderamente la impresión de que se trataba del mueble cuya fotografía poseía y que el marqués podía muy bien ser el hombre a quien mi madre había amado. Todo lo que pude saber de él me confirmó aquella impresión.

»Pero, en realidad, por aquel entonces no tenía ningún proyecto y más bien obedecía a un sentimiento de curiosidad, al deseo natural de saber. Así fue como en cierta ocasión, cuando Valthex me dijo, con una sonrisa ambigua: “Mira, esta llave es la del apartamento del marqués d’Erlemont, que estaba olvidada en la cerradura de su puerta… Tendré que devolvérsela”; hice desaparecer aquella llave. Un mes más tarde, Valthex estaba rodeado por la policía y yo logré huir, escondiéndome en París.

—¿Por qué no fuiste en aquel momento a ver al marqués d’Erlemont?

—Si hubiera estado segura de que era mi padre, habría acudido a él en busca de socorro. Pero para estar segura de ello, antes tenía que penetrar en su casa, examinar la mesa y registrar el cajón secreto. A menudo iba a merodear por el muelle. Veía salir al marqués sin atreverme a abordarle. Conocía sus costumbres… conocía de vista a Courville, a ti mismo y a todos los criados… y tenía la llave en el bolsillo. Pero no me decidía. ¡Aquel acto se oponía por completo a mi manera de ser! Y así fue como una tarde me vi arrastrada por los sucesos que debían juntarnos en el transcurso de la noche siguiente.

Hizo una última pausa. Su relato tocaba al punto más oscuro del enigma:

—Eran las cuatro y media. Yo estaba al acecho en el muelle, sobre la acera opuesta, vestida para que nadie me reconociera, con el pelo cubierto con un velo, cuando descubrí que Valthex salía de casa del marqués y se iba. Me aproximé a la casa cuando se detuvo un taxi. De él descendió una joven muchacha que llevaba una maleta. Era una chica rubia como yo, que se me parecía por la forma del rostro, el color del pelo y la expresión. Había entre las dos una cierta semejanza, un aspecto familiar que sorprendía al principio y que me recordó enseguida el encuentro que mi madre había tenido antaño, en Lisieux. ¿Acaso aquella muchacha sería la misma? El hecho de que ella acudiera a casa del marqués d’Erlemont venía a demostrar que era mi padre. Aquella misma noche y sin vacilar, sabiendo que el señor d’Erlemont había salido y no volvería en toda la noche, subí, registré el despacho Luis XVI, abrí el cajón secreto y encontré la fotografía de mamá.

Raoul objetó:

—De acuerdo. Pero ¿quién te hizo fijar en el nombre de Antonine?

—Tú.

—¿Yo?

—Sí… cinco minutos más tarde, cuando me llamaste Antonine. Y fue por ti que me enteré de la visita que Antonine te había hecho, la visita que tú creíste que te hacía yo puesto que me confundías con ella.

—Pero ¿por qué no me advertiste de mi error, Clara? El quid de la cuestión está aquí.

—Sí, tienes razón —dijo la muchacha—. Pero reflexiona. Me había introducido subrepticiamente en casa de alguien. Tú me sorprendiste. ¿Acaso no era natural que yo aprovechara tu error y dejara que atribuyeras mi acto a otra mujer? No pensaba volver a verte.

—Pero volviste a verme y podías haber hablado. ¿Por qué no me dijiste que erais dos, que había una Clara y una Antonine?

Ella enrojeció.

—Es verdad. Pero cuando volví a verte, es decir, la noche del Casino Bleu, me habías salvado la vida, me habías salvado de Valthex y de la policía, y yo te quería…

—Eso no debía impedirte hablar.

—Sí, precisamente.

—¿Por qué?

—Estaba celosa.

—¿Celosa?

—Sí, enseguida. Supe enseguida que había sido ella quien te había conquistado y no yo. Y que a pesar de todo lo que yo pudiera hacer, tú pensabas en ella cuando pensabas en mí. La pequeña provinciana, decías. Fue esa visión por la que te sentiste atraído, y la buscabas en mi manera de ser y en mi mirada. La mujer que soy, un poco salvaje todavía, ardiente, inestable, apasionada, no la querías. Tú querías a la otra, a la ingenua, y entonces… entonces dejé que confundieras a las dos mujeres, a la que deseabas y a la que te había encantado desde el primer momento. Recuerda Raoul que la noche en que penetraste en la habitación de Antonine, en el castillo de Volnic… no te atreviste a aproximarte a su cama. Instintivamente, respetaste a la pequeña provinciana… mientras que dos días después, la noche del Casino Bleu, instintivamente me tomaste en tus brazos. Y, sin embargo, Antonine y Clara eran para ti la misma mujer.

Raoul no protestó. Dijo pensativamente:

—De todos modos, es muy extraño que os confundiera a las dos.

—¿Extraño? ¡Oh, no! —dijo Clara—. En realidad, no habías visto a Antonine más que una vez en tu entresuelo y aquella misma noche me viste a mí, Clara, en unas condiciones muy distintas. A Antonine no la volviste a encontrar hasta el castillo de Volnic, en donde casi ni la miraste. Eso es todo. Desde entonces, ¿cómo ibas a distinguirla de mí si sólo me veías a mí? Y yo iba con mucho cuidado. Te interrogaba con detalle sobre todas las circunstancias de vuestros encuentros con el fin de poder hablar de ellos como si se tratara de mí misma, recordando las palabras que ella había pronunciado y las que tú le habías dicho. Ponía, además, un extremo cuidado en vestirme como ella el día de su llegada a París.

Raoul dijo lentamente:

—Sí, todo eso es muy simple.

Y añadió después de un minuto de reflexión, en el que toda la aventura se desarrolló ante sus ojos:

—Todo el mundo podía equivocarse. Mira, aquel mismo día, Gorgeret en la estación tomó a Antonine por Clara, y anteayer todavía la arrestó creyendo que eras tú.

Clara se tambaleó.

—¿Qué dices? ¿Antonine arrestada?

—¿No lo sabías? —preguntó Raoul—. Es verdad, desde anteayer vives ignorando todo lo que sucede. Pues bien, media hora después de nuestra huida, Antonine se presentó en el Quai Voltaire con la intención, sin duda, de subir al apartamento del marqués. Flamant la descubrió y la entregó a Gorgeret que la condujo a la policía judicial, en donde la persigue con sus preguntas. Para Gorgeret, ella todavía es Clara.

Clara se puso de rodillas sobre la cama. Los pocos colores que habían vuelto a sus mejillas se borraron. Pálida, temblorosa, balbuceó:

—¿Arrestada? ¿Arrestada en mi lugar? ¿Encarcelada en mi lugar?

—No vas a ponerte enferma por ella.

Clara, en pie, se ajustaba sus vestidos y se ponía su sombrero con gestos febriles.

—¿Qué haces? ¿A dónde vas?

—Allí.

—¿Allí? ¿Dónde?

—Allí, donde ella está. No es ella la que apuñaló a Valthex… Ella no es Clara la Blonde sino yo. No voy a dejar que sufra en mi lugar, que la juzguen por mí…

—Que la condenen por ti, que suba por culpa tuya al cadalso.

Raoul había vuelto a su acceso de alegría. Mientras reía, obligaba a la muchacha a quitarse el vestido y el sombrero diciéndole:

—¡Qué divertida eres! ¿Así, te imaginas que la van a tener encerrada? Vamos, tontuela. Antonine podrá defenderse, explicar el error, dar una coartada, llamar al marqués… Por más estúpido que sea Gorgeret, tarde o temprano se dará cuenta de la confusión.

—Voy a ir de todas maneras —dijo Clara obstinada.

—De acuerdo. Vamos pues, te acompaño. Además es un gesto al que no le falta elegancia: «Señor Gorgeret, somos nosotros. Venimos a ocupar el lugar de la muchacha». ¿No oyes la respuesta de Gorgeret?: «Hemos dejado libre a la muchacha, pero puesto que están ustedes aquí, pasen, queridos amigos».

Clara se dejó convencer. Raoul la obligó a acostarse de nuevo y la acunó con sus brazos. Al límite de sus fuerzas, la muchacha se abandonó al sueño. Sin embargo, antes de dormirse dijo todavía en un esfuerzo de reflexión:

—¿Por qué no se ha defendido? ¿Por qué no lo ha explicado todo enseguida? Alguna razón tendrá…

Se durmió. Raoul también se quedó adormecido. Una vez despierto, mientras que los ruidos de abajo empezaban de nuevo, pensó:

«Sí, es cierto. ¿Por qué no se ha defendido esa Antonine? Le hubiera sido muy fácil ponerlo todo en claro ya que ahora debe comprender que existe otra Antonine, una mujer que se le parece y que yo soy el cómplice y el amante de esa otra mujer. Ahora bien, parece ser que no ha protestado. ¿Por qué?».

Y así estuvo pensando en la pequeña provinciana, dulce y enternecedora que no hablaba…

A las ocho, Raoul llamó a su amigo de la isla de Saint-Louis, que le respondió:

—El empleado de la policía está aquí. Podrá comunicar esta misma mañana con la prisionera.

—Perfecto. Escribe una nota con mi letra que diga así:

«Señorita, gracias por haber guardado silencio. Sin duda Gorgeret le ha dicho que yo estaba arrestado y que el gran Paul había muerto. Mentiras. Todo va bien. Ahora tiene usted interés en hablar y conquistar su libertad. Le suplico que no olvide nuestra cita del tres de julio. Saludos respetuosos».

Raoul añadió:

—¿Has comprendido bien?

—Sí, muy bien —afirmó el otro sorprendido.

—Despide a los camaradas. El asunto está resuelto y salgo de viaje con Clara. Devuelve a Zozotte a su barrio. Adiós.

Colgó el teléfono y llamó a Courville.

—Que preparen el coche grande, que hagan las maletas y que saquen todos los papeles de aquí. La cosa está que arde. Cuando la pequeña se haya despertado, que todo el mundo se largue.