XVII

La angustia

Todo el día transcurrido entre el momento en que Raoul supo del arresto de Clara la Blonde y el momento en que Gorgeret le encontró en el dancing del barrio Saint-Antoine, había sido para él una sucesión de horas infinitamente dolorosas.

Actuar, era necesario actuar sin demora. Pero ¿en qué sentido? Sólo reaccionaba para abandonarse a crisis de derrota, contrarias a su naturaleza, pero que provocaban en él el miedo al suicidio que le había obsesionado desde el primer momento.

Temiendo que los cómplices del gran Paul, y sobre todo el grueso chófer, indicaran a la policía el domicilio de Auteuil, estableció su cuartel general en casa de un amigo que vivía en la isla Saint-Louis y que tenía siempre a su disposición la mitad de su apartamento. Allí, Raoul se encontraba cerca de la prefectura en la que tenía amigos fieles y cómplices. De este modo se enteró de la presencia de Clara en los despachos de la policía judicial.

Pero ¿qué podía esperar? ¿Raptarla? La empresa era poco menos que imposible o exigía una larga preparación. Sin embargo, hacia el mediodía, Courville, que tenía por misión comprar y examinar los periódicos —¡y con qué celo lo hacía, después de que Raoul le acusara por su ligereza de haber conducido al enemigo hasta el pabellón de Auteuil!—, Courville le trajo la Feuille du Jour que traía esta noticia en la última hora:

Contrariamente a lo que se ha anunciado esta mañana, el gran Paul no ha muerto. Sea cual sea la gravedad de su caso, es posible, dada su vigorosa constitución, que sobreviva a la terrible herida.

Al leerla, Raoul exclamó:

—¡Esto habría que comunicárselo a Clara! Sobre todo para tranquilizarla sobre lo que para ella es una catástrofe y la causa de su desequilibrio. E incluso si es necesario, inventar noticias más favorables…

A las tres de la tarde, Raoul tuvo una entrevista clandestina con un comisionado de la policía judicial que conocía desde hacía mucho y cuya fidelidad supo activar a tiempo.

Este individuo consintió en transmitir una nota, por intermedio de un empleado, a quien su servicio permitía aproximarse a la cautiva.

Por otra parte, obtuvo los informes necesarios sobre Gorgeret y su esposa.

A las seis, sin tener noticias de su emisario en la policía judicial, entró en el dancing del barrio Saint-Antoine y en el acto reconoció, gracias a la descripción que le habían hecho, a la seductora señora Gorgeret, a la que cortejó sin darse a conocer.

Una hora más tarde, bien acogido por la demasiado confiada Zozotte, la encerró en la casa de su amigo de la isla Saint-Louis. Y a las nueve y media, Gorgeret, atraído a la trampa, se reunió con él en el dancing Saint-Antoine.

Así pues, en aquel momento todo parecía salir a su gusto. Y, sin embargo, Raoul conservaba una impresión penosa de su entrevista con Gorgeret. Su victoria del principio se resolvía, después de todo, en algo que escapaba a su control. Había tenido a Gorgeret entre sus manos y le había dejado ir, fiándose de él sin poder verificar lo que haría o no haría el inspector. Puesto que, ¿cómo asegurarse de que Clara sería realmente avisada? ¿Por la palabra de honor de Gorgeret?

Pero si Gorgeret estimaba que su palabra de honor había sido forzada, ¿cómo actuaría si lo que le proponía iba en contra de su deber profesional?

Raoul discernía muy bien el esfuerzo que había obligado a Gorgeret a sentarse a su lado y a prestarse a las discusiones humillantes del mercadeo. Pero ¿cómo dudar de que una vez fuera el inspector reflexionaría y actuaría de acuerdo con unas consideraciones absolutamente distintas? El deber de un policía es detener al culpable. Gorgeret no había tenido los medios hacía un rato, pero ¿qué le impedía procurárselos en aquel espacio de veinte minutos?

«Eso es evidente —pensó Raoul—, ha ido en busca de refuerzos. ¡Estúpido! Vas a pasar una mala noche».

—Camarero, tráigame papel y sobres.

Sin vacilación alguna, escribió sobre el papel que le habían traído:

«No hay trato. Me reúno con Zozotte».

En el sobre escribió:

«Inspector Gorgeret».

Entregó el sobre al patrón. Después se dirigió hacia su automóvil, aparcado a cien metros de allí, y vigiló la entrada del dancing. Raoul no se equivocaba. A la hora convenida, Gorgeret apareció, dispuso a sus hombres de manera que pudieran invadir el dancing y entró escoltado por Flamant.

«Partida nula —confesó Raoul poniéndose en camino—. Lo único que he ganado, es que a esa hora intempestiva ya no puede atormentar a Clara».

Dio una vuelta por la isla de Saint-Louis, en donde se enteró de que Zozotte, después de haber gemido y amenazado, se había resignado al silencio y debía dormir. No había noticia alguna de la prefectura sobre nuevas tentativas para entrar en contacto con Clara.

—Guardaremos con nosotros a Zozotte hasta mañana al mediodía para cualquier eventualidad y para molestar a Gorgeret. La vendré a buscar y correremos las cortinas del coche para que no vea de dónde sale. Esta noche, si tienes la más pequeña noticia que darme, llámame a Auteuil. Regreso allí porque necesito reflexionar.

Debido a que sus cómplices estaban en campaña y a que los domésticos y Courville vivían encima del garaje, no había nadie en el pabellón. Se instaló en una butaca de su habitación y durmió una hora, lo que le bastó para descansar y despertarse con el cerebro lúcido.

Le despertó una pesadilla en la que vio de nuevo a Clara en la orilla del Sena, inclinándose hacia el agua que la atraía irresistiblemente.

«¡Basta! No se trata de tener pesadillas, sino de ver claro. Vamos a ver dónde estamos. Con Gorgeret, partida nula, evidentemente. He ido demasiado deprisa y el golpe no estaba bien preparado. Siempre se cometen tonterías cuando se ama demasiado o cuando uno se deja arrastrar por su pasión. Pero, dejemos eso. Calma. Establezcamos un plan de ataque».

Pero las palabras y las frases no le tranquilizaban por más lógicas y reconfortantes que fueran. Raoul sabía bien que tarde o temprano maquinaría la libertad de Clara y que un día u otro su amante volvería a su lado sin pagar demasiado caro su gesto imprudente. Pero ¿qué importaba el futuro? Tenía que conjurar el presente. Ahora bien, la amenaza que estaba suspendida sobre cada uno de los minutos de aquella noche espantosa sólo acabaría cuando el juez tomara el asunto en sus manos. Para Clara, aquel instante sería el de su salvación puesto que se enteraría de que el gran Paul vivía. Pero ¿tendría fuerzas para llegar a aquel momento…?

La implacable obsesión le martirizaba. Todos sus esfuerzos no habían tenido más finalidad que la de prevenir a su amiga, ya fuera por intermedio del empleado o a través de Gorgeret. Pero había fracasado y temía el delirio en el que se pierde la razón y se rompe uno la cabeza contra la pared. Clara lo soportaría todo, la prisión, la lucha contra la justicia, la condena… pero ¿y la idea de que un hombre había encontrado la muerte en sus manos?

Recordó el sobresalto de terror que la muchacha había experimentado frente al hombre que se tambaleaba y caía al suelo:

«¡He matado…! ¡He matado…! ¿Podrás seguir queriéndome?».

Y se decía que la huida de la desgraciada no había sido otra cosa que la huida hacia la muerte, empujada por el deseo del anonadamiento total. Ahora bien, su captura y su encarcelamiento, ¿acaso no respondían al hecho de que había cometido un crimen y se contaba entre los seres malditos que han asesinado?

Esta idea torturaba a Raoul. A medida que la noche avanzaba se hundía en la certeza intolerable de que su presentimiento se iba a cumplir o ya se había cumplido. Raoul se imaginaba los modos de suicidio más imprevistos y más atroces y, cada vez, después de haber visto el drama, después de haber oído las quejas y los gritos, empezaba de nuevo a infligirse el mismo suplicio bajo una nueva forma, imaginando, viendo y escuchando.

Después, cuando la sencilla y natural realidad se ofreció ante él y el enigma, en su conjunto, se le apareció con su exacta solución, Raoul debió quedar confundido por no haberlo adivinado antes. Verdaderamente, la visión de la verdad tenía que habérsele dibujado ante sus ojos como una imagen ordinaria y habitual que la vida presenta muchas veces. Con los elementos de verdad humana, de algún modo perceptibles y palpables, que Raoul poseía, hubiera sido lógico que desde el primer día comprendiera lo que las circunstancias le iban a obligar a comprender. Hay momentos en que los problemas se plantean de tal forma que no pueden resolverse si la luz no ilumina todas sus partes.

Pero ante la proximidad de ese momento, Raoul se creyó envuelto en las más profundas tinieblas. Su sufrimiento le ocultaba toda perspectiva y le mantenía en un presente en el que no había el más mínimo brillo de esperanza. Por más habituado que estuviera a reaccionar por sí mismo y a volver a la superficie cuando se hundía en el fondo del abismo, esta vez no se esforzaba más que en añadir unos a otros los innumerables e interminables minutos.

Las dos… Las dos y media…

Raoul vigilaba por la ventana abierta los primeros destellos del alba que lucirían por encima de los árboles. Se decía puerilmente que si Clara no estaba muerta no tendría el valor de matarse en pleno día. El suicidio es un acto de sombra y de silencio.

Dieron las tres en el reloj de una iglesia vecina.

Miró su reloj y siguió en la esfera la marcha del tiempo.

Las tres y cinco… Las tres y diez…

Y, de repente, se sobresaltó.

Habían llamado a la verja de la avenida. ¿Un amigo? ¿Alguien que traía noticias?

En tiempo normal, se hubiera informado antes de apretar el botón que abría. Sin embargo, abrió desde su habitación.

En la oscuridad no pudo discernir quién entraba y cruzaba el jardín. Alguien subió la escalera con pasos lentos que apenas se oían.

Angustiado, Raoul no se atrevió a moverse hacia el desconocido suceso que quizá redoblaría su desgracia.

La puerta fue empujada por una mano que casi no tenía fuerza.

Clara…