Zozotte
En aquella ocasión la suerte había favorecido al inspector principal Gorgeret. Ausente de la prefectura cuando el neumático escrito por el gran Paul llegó, había hecho su cotidiana visita al Quai Voltaire a la hora en que sabía que la famosa rubia solía presentarse por allí. Y fue él quien respondió a los gritos de auxilio que la portera había lanzado por la ventana del entresuelo lanzándose escaleras arriba.
La irrupción de Gorgeret en el entresuelo de Raoul se produjo con la violencia de una tromba. Sin embargo, el inspector se detuvo en seco. No era debido a que el espectáculo del gran Paul agonizante le impresionara. Pero Gorgeret había visto aquel endemoniado sillón de alto respaldo vuelto de cara hacia las dos ventanas. Aquel sillón había servido para que Raoul le hiciera una de sus más famosas diabólicas jugarretas.
—¡Alto! —ordenó a los dos hombres que le acompañaban.
Y lentamente, con precaución, empuñando el revólver, se aproximó al sillón. Al menor gesto del enemigo, estaba dispuesto a disparar.
Los hombres de Gorgeret observaban al inspector estupefactos. Una vez comprobado su error, les dijo, satisfecho de sí mismo y orgulloso de sus procedimientos:
—No hay que descuidar nunca nada para que todo salga bien.
Y, libre de aquel problema, se ocupó del herido, examinó la herida y dijo:
—El corazón late todavía… pero no hay nada que hacer… Un médico, en seguida… Creo que hay uno en la casa vecina.
Por medio del teléfono anunció al Quai des Orfèvres el asesinato y la agonía del gran Paul y pidió instrucciones, añadiendo que el moribundo no parecía estar en condiciones de ser transportado. De todos modos era necesario que mandaran una ambulancia. También encargó que avisaran al comisario de policía y empezó a interrogar a la portera. Fueron las respuestas de aquella mujer y la descripción que hizo de los visitantes que le convencieron que Clara la Blonde y Raoul eran los autores del asesinato.
Aquello le excitó sobremanera. Cuando llegó el médico, lanzó frases incoherentes:
—Demasiado tarde… Está muerto… De todos modos, inténtelo usted… Si pudiera hacer que viva… El gran Paul tiene una gran importancia para la justicia… para mí personalmente… incluso para usted, doctor.
Pero se produjo un hecho que culminó su excitación. Su agente principal, Flamant, entró corriendo, sin aliento:
—¡Clara! ¡La tengo…!
—¿Qué? ¿Qué dices?
—Clara la Blonde… La he cogido.
—¡Dios mío!
—Estaba en el muelle, merodeando.
—¿Dónde está ahora?
—Encerrada en la portería.
Gorgeret descendió la escalera corriendo, cogió a la muchacha y la arrastró con él hacia el entresuelo, empujándola brutalmente ante el diván en el que expiraba el gran Paul.
—Mira, zorra, lo que has hecho…
La muchacha retrocedió con horror. Gorgeret la obligó a arrodillarse y ordenó:
—¡Registradla! El cuchillo debe estar todavía en su poder… Esta vez has caído, pequeña… Y tu cómplice también… ¡El bello Raoul! ¿Acaso creías que se puede matar así como así? ¿O que la policía no sirve para nada?
No encontraron el cuchillo, lo que irritó aún más al inspector. La desgraciada muchacha, aterrorizada, se debatía contra él. Por último tuvo una crisis nerviosa y se desvaneció. Gorgeret, que actuaba siempre movido por el rencor y la cólera, fue implacable. La tomó en sus brazos, diciendo:
—Quédate, Flamant. La ambulancia no puede tardar… —Y, dirigiéndose a un recién llegado—: ¿Es usted, señor comisario? Soy el inspector Gorgeret. Mi ayudante Flamant le pondrá al corriente de todo. Se trata de atrapar a Raoul, cómplice e instigador del crimen. Me llevo conmigo a la asesina.
El coche de la ambulancia estaba abajo. Tres inspectores más se apeaban de un taxi; Gorgeret les envió con Flamant y después, tendiendo a Clara sobre los almohadones, la condujo a los servicios de la policía judicial. Clara, que seguía sin conocimiento, fue instalada en una pequeña pieza amueblada con dos sillas y una cama sencilla.
Gorgeret perdió dos horas a la espera de poder someter a Clara a un interrogatorio durísimo, con cuya idea disfrutaba por adelantado. Después de cenar sencillamente, quiso empezar. La enfermera que habían puesto de guardia no se prestó a sus deseos, arguyendo que la muchacha no estaba en disposición ni en estado de responder.
Gorgeret regresó al Quai Voltaire y no encontró nada nuevo. Jean d’Erlemont, cuya dirección ignoraban, tenía que regresar al cabo de dos días por la mañana.
Por último, a eso de las nueve de la noche, pudo acercarse a la cama en la que reposaba Clara. Decepción. La muchacha se negó a hablar. Por más que Gorgeret preguntó, insistió, formuló cargos, reconstruyó el drama, no pudo sacarla de su silencio. Ni siquiera lloraba. Simplemente permanecía con el rostro cerrado, impasible, con los ojos bajos, sin dejar traslucir emoción alguna.
Y a la mañana siguiente y hasta el mediodía se repitió la historia. Clara no pronunció una sola palabra. El Ministerio Fiscal designó un juez de instrucción que aplazó para el día siguiente su primer interrogatorio. Advertida por Gorgeret de este retraso, la muchacha respondió al inspector —y fueron sus primeras palabras— que era inocente y que no conocía al gran Paul, que nada comprendía de aquel asunto y que cuando compareciera ante el juez quedaría en libertad.
¿Significaba aquello que la muchacha contaba con la ayuda del todopoderoso Raoul? Gorgeret experimentó una viva inquietud y dobló la vigilancia. Puso dos agentes de guardia, mientras él iba a cenar a su casa. A las diez regresaría para proceder a una última tentativa de presión sobre la muchacha, que extenuada como estaba no se le resistiría.
El inspector principal Gorgeret ocupaba en un viejo inmueble del faubourg de Saint-Antoine tres piezas bellamente decoradas que anunciaban la mano de una mujer de buen gusto. En efecto, desde hacía diez años, Gorgeret era casado.
Boda de amor que hubiera podido ir mal, debido al mal carácter de Gorgeret, si su esposa, una apetecible pelirroja, no ejerciera sobre su marido una autoridad absoluta. Excelente ama de casa, pero frívola y coqueta con los hombres, gustaba de los placeres, despreocupada, se decía, por el honor de Gorgeret. Solía frecuentar los dancings de su barrio, sin admitir que su marido, respecto a aquella cuestión, pudiera opinar. En lo demás podía gritar: ella sabía cómo responderle.
Aquella noche, cuando él acudió a su casa, apresurado, para cenar, su esposa no había regresado. Era un hecho raro y que, cada vez que sucedía, provocaba ásperas discusiones. Gorgeret no admitía la falta de puntualidad.
Furioso, mascullando por adelantado las injurias con las que recibiría a su mujer, el inspector se plantó en el umbral de la puerta abierta.
A las nueve no llegó nadie. El inspector, rabioso, preguntó a la criada y se enteró de que «la señora se había puesto su ropa de dancing».
—Así, pues, ¿ha ido al dancing?
—Sí. Al de la calle Saint-Antoine.
Hirviendo de celos, esperó un poco más. ¿Era admisible que la señora Gorgeret no hubiera regresado cuando los dancings cerraban al caer la tarde?
A las nueve y media, sobreexcitado por la perspectiva del interrogatorio, tomó la resolución súbita de presentarse en la sala de la calle Saint-Antoine. Cuando llegó, todavía no bailaba nadie. Las mesas estaban ocupadas por gente que tomaba unas copas. El gerente, a quien Gorgeret interrogó, recordaba perfectamente a la hermosa señora en compañía de varios hombres y se ofreció, incluso, a enseñarle la mesa en la que, antes de su partida, había bebido el último cóctel.
—Mire, precisamente con ese señor que está allí sentado…
Gorgeret dirigió su mirada hacia la dirección indicada y se sintió desfallecer. La espalda de aquel caballero, su silueta, su pose no le eran desconocidas en absoluto. Sin ningún lugar a dudas, las conocía muy bien.
Estuvo a punto de ir a buscar un par de agentes. Era la única solución a aquella burla y la única que le dictaba su conciencia. Sin embargo, algo venció su sentimiento del deber y detuvo la inclinación que un agente de la ley y el orden tiene por la detención de criminales y asesinos. Era la necesidad absoluta e irresistible de saber qué le había sucedido a su esposa. Y, resuelta y rabiosamente, con cara de perro apaleado, se sentó junto a aquel individuo.
Esperó, dominándose para no saltarle al cuello o lanzarle injurias. Al cabo de un rato, al ver que Raoul no se movía, Gorgeret gruñó:
—¡Cerdo!
—¡Imbécil!
—¡Cerdo entre los cerdos! —prosiguió Gorgeret.
—¡Imbécil entre los imbéciles! —respondió Raoul.
Se produjo un largo silencio que sólo se interrumpió para pedir la consumición.
—Dos cafés —pidió Raoul.
El camarero los trajo. Raoul chocó gentilmente su taza contra la de su vecino y después bebió a pequeños sorbos.
Gorgeret, a pesar del esfuerzo que hacía por dominarse, no pensaba más que en saltar al cuello de Raoul o en ponerle su revólver bajo la nariz, actos que formaban parte de su profesión y que no le repugnaban en absoluto aunque le fuera materialmente imposible ejecutarlos.
En presencia de aquel odioso Raoul se sentía paralizado. Recordaba sus encuentros en las ruinas del castillo, en el vestíbulo de la estación de Lyon o en los bastidores del Casino Bleu, y todo ello le hundía en una especie de anonadamiento en el que no encontraba la audacia para atacarle, como si llevara una camisa de fuerza.
Raoul le dijo con confianza amical:
—«Ella» ha cenado muy bien… Sobre todo fruta… Adora la fruta.
—¿Quién? —preguntó Gorgeret convencido al principio de que se trataba de Clara.
—¿Quién? No conozco su nombre de pila.
—¿El nombre de quién?
—De la señora Gorgeret.
Gorgeret pareció ser presa de un vértigo y murmuró con voz temblorosa:
—Así que has sido tú, crápula… Tú eres el autor de esta infamia… el rapto de Zozotte.
—¿Zozotte? ¡Qué nombre más bonito! ¿Es el diminutivo que le das en la intimidad, verdad? Zozotte…, me viene como un guante… ¡Qué visiones más hermosas evoca este nombre! ¡Parece estar siempre a punto, Zozotte!
—¿Dónde está? —balbuceó Gorgeret con los ojos fuera de las órbitas—. ¿Cómo has podido raptarla, cerdo?
—No la he raptado —respondió pausadamente Raoul—. Le he ofrecido un cóctel, después otro, después hemos bailado un tango voluptuoso. Un poco aturdida, ha aceptado dar un paseo en mi coche por el bosque de Vincennes. Después me ha acompañado a tomar un tercer cóctel en la pequeña garçonnière de uno de mis amigos, un lugar respetable al abrigo de indiscreciones…
Gorgeret se sofocaba.
—¿Y después? ¿Qué ha pasado después?
—¿Cómo? Nada en absoluto. ¿Qué diablos quieres que haya pasado? Zozotte es sagrada para mí. ¡Tocar a la esposa de mi viejo Gorgeret! ¡Lanzar sobre ella una mirada libidinosa! ¡Eso nunca!
Una vez más, Gorgeret se dio cuenta de las incómodas situaciones en que le ponía su enemigo. Cogerle y entregarle a la justicia era inevitablemente para Gorgeret hacer el ridículo, sin contar que nada probaba que después del arresto de Raoul se pudiera encontrar a Zozotte. Apretado contra él, con su rostro junto a aquel rostro execrado, Gorgeret preguntó:
—¿A dónde quieres ir a parar? Ya que algo tienes en mente.
—¡Claro!
—¿Qué es ello?
—¿Cuándo volverás a ver a Clara la Blonde?
—Dentro de un instante.
—¿Para interrogarla de nuevo?
—Sí.
—Renuncia a ello.
—¿Por qué?
—Porque sé cómo se llevan a cabo los abominables interrogatorios de la policía. Es algo bárbaro. Un residuo de las torturas de antaño. Sólo puede interrogarla el juez de instrucción. Tú déjala tranquila.
—¿Eso es todo lo que quieres?
—No.
—¿Qué más?
—Los periódicos pretenden que el gran Paul está mejor. ¿Es verdad?
—Sí.
—¿Esperas que se salve?
—Sí.
—¿Lo sabe Clara?
—No.
—¿Le cree muerto?
—Sí.
—¿Por qué le ocultas la verdad?
La mirada de Gorgeret se hizo torva.
—Porque éste es el punto débil para ella y estoy seguro de poder hacerla hablar mientras crea en esta muerte.
—¡Cerdo! —murmuró Raoul, y ordenó acto seguido—: Vuelve a ver a Clara, pero no la interrogues. Dile simplemente: «El gran Paul no está muerto. Se salvará». Ni una palabra más.
—¿Y después?
—¿Después? Te reúnes conmigo aquí y me juras sobre la cabeza de tu mujer que has cumplido mi encargo. Una hora más tarde, Zozotte se reintegrará al domicilio conyugal.
—¿Y si me niego?
Sílaba a sílaba, Raoul dejó caer su amenaza:
—Si te niegas, voy a reunirme con Zozotte…
Gorgeret comprendió y cerró los puños con un gesto de furia. Después de reflexionar, dijo gravemente:
—Lo que me pides es muy duro. Mi deber es no ahorrar nada ni olvidar nada para alcanzar la verdad y si protejo a Clara será una traición.
—Tuya es la elección. Clara o… Zozotte.
—La cuestión no se plantea así…
—Para mí, sí.
—Pero…
—Lo tomas o lo dejas.
Gorgeret insistió:
—¿Por qué exiges que le dé el recado?
Raoul cometió la equivocación de contestarle, lleno de emoción:
—Temo su desesperación… nunca se sabe. Para ella, la idea de haber matado…
—Así pues, la amas de verdad.
—Pues claro. Si no, cómo…
Se detuvo. Una luz extraña había cruzado por los ojos de Gorgeret, que concluyó:
—De acuerdo. Quédate aquí. Dentro de veinte minutos regresaré y te diré cómo ha ido el encargo. Y tú…
—Yo soltaré a Zozotte.
—¿Me lo juras?
—Te lo juro.
Gorgeret se levantó y llamó.
—¡Camarero! ¿Cuánto es, los dos cafés?
Pagó y se alejó con paso vivo.