El asesinato
Raoul se paseó de arriba a abajo por la habitación mientras reflexionaba. Clara permanecía inmóvil, absorta, con el rostro invisible. Valthex, en pie, con los brazos cruzados, tenía el aspecto arrogante. Raoul se detuvo ante él.
—Pero tú no eres un chivato.
—Al principio sólo quería vengar a mi tía Elisabeth. Ahora el dossier que he reunido está a salvo y me aprovecho de él. Déjame pasar.
Raoul no apartó sus ojos del gran Paul.
—¿Y después? —preguntó.
—¿Después?
Valthex creyó que tenía la partida ganada y que su amenaza había surtido efecto, que podía ir hasta el extremo de su victoria. La actitud de Clara confirmaba su idea.
—Después —dijo Valthex— mi amante se reunirá conmigo. Exijo que dentro de una hora esté en mi casa, en la dirección que le daré.
—¿Tu amante?
—Ella —dijo Valthex señalando a Clara.
Raoul había palidecido. Dijo lentamente:
—¿Continúas con tu pretensión…? ¿Sigues esperando?
—No, no espero —dijo Valthex engallándose, fiero—. Reclamo lo que es mío. La quiero a ella, que fue mi amante y que tú me has robado.
No pudo terminar, pues la expresión de Raoul era terrible. Su mano esbozó un gesto en dirección al bolsillo en que guardaba el revólver.
Se desafiaron con la mirada, como dos rivales encarnizados.
Y, súbitamente, Raoul, saltando sobre sí mismo, le lanzó a las piernas, a la altura de los tobillos, dos puntapiés, y luego le agarró por los brazos con sus manos implacables.
El otro se dobló de dolor, no tuvo fuerza para resistir y fue derribado por el choque.
—¡Raoul! ¡Raoul! —gritó la joven precipitándose hacia él—. No, te lo ruego, no os peleéis.
El furor de Raoul era tal que golpeaba a su enemigo inútilmente, sin otra razón que el castigo. Las explicaciones, las amenazas de Valthex ya nada contaban para él. Frente a él sólo había un hombre que le disputaba a Clara, que había sido su amante, se vanagloriaba de ello y reclamaba todavía el pasado. Y Raoul creía que a puñetazos y a puntapiés destruiría aquel pasado.
—No, no, Raoul, te lo ruego, déjale, que se vaya, no le entregues a la justicia, te lo suplico… Por mi padre… No, que se vaya…
Raoul respondió, mientras seguía golpeando a Valthex:
—No te preocupes, Clara. Nada dirá contra el marqués. No sabemos ni siquiera si es cierto lo que nos ha contado. Y, además, tampoco hablará, no le conviene.
—Sí —imploraba la muchacha sollozando—, sí… se vengará.
—¿Qué importa? Es una bestia malvada. Hay que librarse de él. Si no, un día u otro la tomará contigo.
Clara no cedía. Le impedía golpear a Valthex. Hablaba de Jean d’Erlemont diciendo que no tenían derecho a exponerle a una delación.
Por último, Raoul dejó a su presa. Su cólera se debilitaba. Dijo:
—Que se vaya. ¿Lo oyes, Valthex? Vete. Pero si te atreves a tocar a Clara o al marqués estás perdido. Lárgate.
Valthex permaneció algunos segundos inmóvil. ¿Le había maltratado tanto Raoul que no podía ponerse en pie? Se apoyó sobre el codo, volvió a caer, hizo un nuevo esfuerzo que le llevó hasta el sillón, intentó ponerse en pie, pareció perder el equilibrio y cayó de rodillas. Pero todo aquello no era más que un truco. En realidad, no tenía otra idea más que aproximarse al velador. Bruscamente, hundió su mano en el cajón, cogió el revólver cuya culata se veía desde fuera y con un grito ronco se volvió violentamente hacia Raoul con el brazo levantado.
Por más rápido e imprevisto que había sido su gesto, no tuvo tiempo de ejecutarlo. Alguien se le avanzó. Clara se interpuso entre los dos hombres, sacó de su corpiño un cuchillo y lo clavó en el pecho de Valthex sin que éste pudiera parar el golpe ni que Raoul pudiera intervenir.
Valthex, al principio pareció no sentir nada ni experimentar dolor alguno. Su rostro, sin embargo, amarillento de ordinario, palideció hasta hacerse blanco. Después, su gran cuerpo se estiró, inmenso, desmesurado y, como un saco, se desplomó con el busto y los brazos estirados sobre el sillón. Dejó escapar un suspiro profundo al que siguieron varios hipos. Después sobrevino el silencio y la inmovilidad.
Clara, con su cuchillo ensangrentado en la mano, había contemplado con ojos desencajados aquella especie de desarraigo y caída. Cuando Valthex cayó, Raoul tuvo que sostenerla porque la muchacha balbuceaba aterrorizada:
—He matado… he matado… nunca más me querrás… ¡Qué horror!
Él murmuró:
—Claro que sí, claro que te amaré. Te amo, pero ¿por qué le has apuñalado?
—Iba a disparar contra ti… el revólver…
—Pero, pequeña, si no estaba cargado. Lo había dejado aquí precisamente para tentarle y evitar que se sirviera del suyo.
Hizo que la muchacha se sentara en el sillón, haciéndole dar la vuelta de manera que no viera el cuerpo de Valthex. Después se inclinó sobre éste, le examinó, le auscultó el corazón y dijo entre dientes:
—Late todavía… pero es la agonía.
Y, no pensando más que en ella, en aquella mujer que había que salvar a cualquier precio, dijo con vivacidad:
—Vete, querida… No puedes quedarte aquí… Alguien vendrá…
Un estremecimiento de energía sacudió a Clara.
—¿Irme? ¿Dejarte solo?
—Piensa que si te encuentran aquí…
—¿Y tú?
—No puedo dejar a este hombre.
Raoul vaciló un instante. Sabía que Valthex estaba perdido, pero Raoul no podía decidirse a abandonarlo. Se sentía indeciso, turbado.
Clara fue inflexible.
—No me iré. He sido yo quien le ha herido y yo soy la que tiene que ser arrestada.
Aquella idea la sobrecogió:
—¿Arrestada? No, eso nunca. No quiero… no te arrestarán. Este hombre era un miserable: ¡peor para él! ¡Vámonos! No tengo derecho a dejarte aquí sola.
Raoul corrió hacia la ventana, levantó la cortina y retrocedió:
—¡Gorgeret!
—¡¿Qué?! ¿Gorgeret? ¿Viene?
—No… vigila la casa con dos de sus hombres. La huida es imposible.
En la habitación hubo algunos segundos de pánico. Raoul había colocado sobre el cuerpo de Valthex un mantel. Clara iba y venía, sin darse cuenta de lo que hacía. Bajo su cobertura, el moribundo tenía sobresaltos.
—Estamos perdidos… estamos perdidos —balbuceó la muchacha.
—¿Qué dices? —protestó Raoul, a quien aquellos instantes de emoción excesiva volvían tranquilo y dueño de sí mismo.
Raoul reflexionó. Consultó su reloj. Después, tomó el teléfono y con voz áspera dijo:
—¿Oiga, oiga? ¿No me oye, señorita? No se trata de ningún número. Páseme a la encargada… ¿Oiga? ¿La encargada? ¡Ah! ¿Eres tú, Caroline? ¡Qué suerte! Buenos días, querida… Mira, por favor, llama a mi aparato sin cesar durante cinco minutos… Hay un herido en la habitación… Entonces es necesario que la portera oiga el teléfono y suba. ¿De acuerdo…? No, Caroline, no te preocupes… Todo va bien… Es un pequeño accidente sin importancia alguna. ¡Adiós!
Volvió a colgar el teléfono. El timbre comenzó a sonar. Entonces Raoul cogió la mano de su amante y le dijo:
—Ven. En dos minutos la portera estará aquí. Sin duda irá en busca de Gorgeret a quien es probable que conozca. Nosotros huiremos por arriba.
Su voz era tan apacible y tan imperiosa que la muchacha no pensó ni siquiera en resistirse.
Raoul recogió el puñal, limpió el aparato del teléfono para que no pudieran encontrar huellas dactilares, descubrió el cuerpo de Valthex, rompió la pantalla luminosa y ambos se marcharon dejando la puerta abierta de par en par.
El timbre seguía sonando, estridente e incansable, mientras que ambos subían al tercer piso, es decir, hasta el piso en que vivían los domésticos, encima de los aposentos de Jean d’Erlemont.
Raoul se puso acto seguido a forzar la puerta, lo que resultó fácil pues la cerradura no estaba cerrada con llave, ni el cerrojo echado.
En el momento en que entraban en el piso, antes de que pudieran cerrar de nuevo la puerta, un grito de espanto sonó en la caja de la escalera. Era la portera que, atraída por la persistencia del timbre del teléfono acababa de encontrar, en medio del desorden del entresuelo el cuerpo todavía vivo de Valthex.
—Todo marcha. Ahora la portera tendrá que actuar —dijo Raoul, que volvía a sus costumbres de ironía tranquila—. Ella es la responsable. Nosotros estamos fuera del asunto.
El tercer piso se componía de habitaciones para los domésticos, vacías en aquella hora, y de buhardillas en las que se amontonaban maletas viejas y muebles fuera de uso. Las buhardillas se ventilaban por medio de lucernas. Raoul forzó una de ellas y salió cómodamente al exterior.
Clara, silenciosa, con el rostro trágico, obedecía maquinalmente todo lo que Raoul le ordenaba. En dos o tres ocasiones repitió fuera de sí:
—He matado… he matado… Ya no me querrás.
Se veía claramente que aquel asesinato y la influencia de aquel asesinato en el amor de Raoul era lo único que la preocupaba, sin que tuviera la menor inquietud por su seguridad, por la persecución de Gorgeret, y por lo que iba a suceder en su huida por los tejados.
—Ya estamos aquí —dijo Raoul que, a su vez, no se preocupaba más que de salir airoso de la huida—. ¡Todo está a nuestro favor! El quinto piso de la casa vecina está a la misma altura que el techo de la nuestra. Confesarás que…
Como que la muchacha no se daba cuenta de nada, Raoul cambió de tema para demostrar su alegría.
—Tampoco estamos en mala situación con respecto a ese criminal de Valthex. Ha sido lo suficientemente estúpido para justificar, para obligarnos a hacer lo que hemos hecho. Así es que, si llega el caso, nos defenderemos apelando a la legítima defensa. Nos atacaba… nuestro deber era defendernos. Nuestra situación es excelente.
Por más excelente que fuera la situación era momento de ponerse al abrigo y en ello trabajaba Raoul ardientemente. Cruzó e hizo que su compañera cruzara un pequeño corredor que desembocaba en una pieza vacía. La suerte se confirmaba: el apartamento que habían abordado estaba deshabitado. Sólo había unos pocos muebles, restos de un traslado inacabado. Un pasillo les condujo a la puerta de entrada, que se les abrió complaciente. Una escalera… descendieron un piso. Después otro. Cuando llegaron al rellano del entresuelo, Raoul dijo en voz baja:
Pongámonos de acuerdo. En todos los edificios de París hay siempre porteras. No sé si ésta nos verá pasar o no. De todos modos, es preferible no salir juntos. Tú saldrás primero. Te encontrarás en una calle perpendicular al muelle. Caminarás hacia la izquierda, es decir, dando la espalda al Sena. Al llegar a la tercera calle a la izquierda encontrarás en el número cinco un hotel que se llama Hotel du Faubourg et du Japon. Entrarás en la sala de espera. Me reuniré contigo al cabo de unos minutos.
Le rodeó el cuello con el brazo, la echó hacia atrás y la besó.
—Vamos, querida, ten valor. Y sobre todo, deja de poner esta cara desolada. Piensa que me has salvado la vida. Sí, me has salvado la vida: el revólver estaba cargado.
Pronunció la mentira con toda desenvoltura. Pero no pudo hacer nada para que Clara escapara de su obsesión. Se alejó con el aspecto miserable y el rostro inclinado.
Raoul la vio salir y tomar por la izquierda.
Contó hasta cien. Y volvió a contar de nuevo hasta cien para mayor precaución. Después se alejó con el sombrero hundido y un pañuelo sobre los ojos.
Subió por la calle, estrecha y frecuentada, hasta desembocar en la tercera travesía. Sobre la acera un anuncio indicaba el Hotel du Faubourg et du Japon, casa de apariencia modesta, pero cuyo salón, encristalado, estaba amueblado con buen gusto.
Raoul no vio a Clara. No había nadie en la sala.
Muy inquieto, Raoul volvió a salir e inspeccionó la calle, caminó hacia el inmueble por el que habían huido, regresó al hotel.
Nadie.
Murmuró:
—¡Es inconcebible…! Voy a esperar… sí, esperaré.
Esperó media hora… una hora… con frecuentes incursiones a las avenidas vecinas.
Nadie.
Por fin decidió marcharse, impulsado por una súbita idea: Clara debía haberse refugiado en el pabellón de Auteuil. En su estado no debía haber comprendido el lugar de la cita o tal vez lo había olvidado, y se había encaminado, acto seguido, hacia el pabellón.
Raoul tomó un taxi y se sentó personalmente al volante, como tenía por costumbre en los casos de urgencia.
En el jardín encontró al doméstico. En la escalera, a Courville.
—¿Clara?
—No está aquí.
Para él fue un terrible golpe. ¿A dónde ir? ¿Qué hacer? La inanidad de cualquier acción se unía a su tormento. Y sobre todo, un pensamiento espantoso crecía en él, con tal lógica que, cuanto más lo examinaba, más le parecía posible. La pobre Clara, asesina, persuadida de que su acto la convertía en un objeto de horror para su amante, no había podido escapar a la obsesión del suicidio. ¿Acaso no había huido para eso? ¿Acaso su conducta no demostraba que temía volverle a ver, que no osaba presentarse ante él?
Raoul la imaginó errando en la noche. Andaba a lo largo del muelle del río. El agua negra, reluciente, con escasas claridades, la atraía. Entraba en ella poco a poco. Se tiraba al río.
Aquélla fue una noche de espanto para Raoul. A pesar de su habitual control sobre sí mismo, no podía sustraerse a ciertas suposiciones que, con la complicidad de las tinieblas, se hacían más y más ciertas. Estaba cargado de remordimientos, por no haber olido la trampa de Valthex, remordimientos también por haber preferido la dificultad, remordimientos por haber dejado sola a la desgraciada Clara.
Al amanecer pudo conciliar el sueño. Pero a las ocho saltó de la cama, como si algo le llamase a la acción. ¿Qué?
Llamó.
—¿Qué noticias hay? —preguntó—. ¿Ha regresado la señora?
—No hay noticias, señor.
—¿Es posible?
—Courville puede informar al señor.
Entró Courville.
—¿No ha regresado?
—No.
—¿Hay alguna noticia?
—Ninguna.
—¡Mientes… mientes! —gritó cogiendo al secretario por el cuello—. ¡Estás mintiendo, te lo noto en la cara! ¿Qué ha pasado? ¡Vamos, habla! ¿Acaso crees que tengo miedo de la verdad?
Courville sacó un periódico de su bolsillo. Raoul lo desplegó y acto seguido soltó una maldición.
En la primera columna de la primera página, podía leerse, en grandes titulares:
Asesinato del gran Paul. Su antigua amante, Clara la Blonde, arrestada en el lugar de los hechos por el inspector principal Gorgeret. La policía está convencida de que ella es la autora del crimen, con su nuevo amante, conocido con el nombre de Raoul, que la había raptado en la inauguración del Casino Bleu. Su cómplice ha desaparecido.