Rivalidad
Ni por un segundo, Clara pensó que aquello fuera una estratagema o una trampa. Raoul estaba herido, quizá muerto. Más allá de aquella espantosa realidad, nada contaba. Cuando reflexionaba, en el tumulto de su cerebro se presentaban tan sólo los incidentes que ella imaginaba que habían sucedido: visita de Raoul a la casa del 63, encuentro con Gorgeret o con el gran Paul, choque, batalla, transporte del herido al entresuelo. Clara sólo presentía dramas y catástrofes y la herida tomaba el aspecto, visible para ella, de una horrible llaga de la que manaba gran cantidad de sangre.
Pero una herida era sólo la hipótesis más favorable en la que Clara apenas confiaba. La visión de la muerte no se apartaba de su cerebro y le parecía que las fórmulas empleadas por Courville en su apresurada carta hubieran sido diferentes si el resultado del encuentro no fuera tan grave. No, Raoul estaba muerto. No tenía derecho a poner en duda aquella muerte que percibía de golpe como un acontecimiento que las circunstancias habían preparado desde hacía largo tiempo. El destino, al aproximar Raoul a Clara, exigía aquella muerte inevitable. Un hombre amado por Clara y que la amaba tenía que morir fatalmente.
Ni por un instante pensó en las consecuencias que su llegada junto al cadáver podían tener para ella. Tanto si el choque se había producido entre Raoul y Gorgeret como entre Raoul y el gran Paul, lo cierto era que la policía ocuparía el entresuelo del Quai Voltaire. Así, cuando la policía descubriera a Clara la Blonde atraparía aquella presa que había perseguido inútilmente hasta el momento presente. Aquella eventualidad no se le ocurrió o le pareció insignificante. ¿Qué le importaba ser arrestada y encarcelada si Raoul había dejado de vivir?
Pero Clara no tenía ni siquiera fuerzas para encadenar las ideas que la obsesionaban. Fugaces, estas ideas se convertían en frases incoherentes o, mejor dicho, en breves imágenes que se sucedían más allá de cualquier lógica: se mezclaba la visión de los paisajes que se presentaban ante sus ojos, riberas del Sena, mansiones, calles, aceras, gente que paseaba y todo aquello evolucionaba tan lentamente que de vez en cuando la muchacha gritaba al chófer:
—¡Deprisa! ¡Apresúrese! ¡No nos movemos de sitio…!
Sosthène volvía hacia ella su rostro cordial con expresión de decir: «Tranquilícese usted, señorita, ya llegamos».
De hecho, estaban llegando.
Clara saltó a la acera.
El chófer rechazó el dinero que la muchacha le ofrecía. Clara arrojó el billete sobre el asiento sin prestar atención y corrió al vestíbulo de la planta baja. No vio a la portera que estaba en el patio interior y subió rápidamente, sorprendida de que todo estuviera tan calmado y de que nadie acudiera a su encuentro.
No había nadie tampoco en el rellano. Ningún ruido.
Aquello la sorprendió pero nada la podía detener. Se precipitaba hacia su desgraciado destino con un deseo y una esperanza inconsciente de acabar, también ella, y de que su muerte se mezclara con la muerte de Raoul.
La puerta estaba entreabierta.
Clara no se dio exacta cuenta de lo que sucedía. Una mano le sujetó el rostro buscándole la boca para amordazarla con un pañuelo convertido en una bola, mientras que otra mano la agarraba por los hombros y la empujaba con tanta brutalidad que la muchacha perdió el equilibrio, se tambaleó hacia la pieza principal, en la que cayó cuan larga era con el rostro contra el parquet.
Entonces, tranquilamente, súbitamente serenado, Valthex echó el cerrojo de seguridad, cerró a su espalda la puerta del salón y se inclinó hacia la mujer caída.
Clara no estaba desvanecida. Se estaba recuperando de su atontamiento y comprendió acto seguido la trampa en la que había caído. Abrió los ojos y contempló a Valthex con espanto.
Y Valthex, frente a aquella adversaria impotente, inerte, vencida, desesperada, se echó a reír, pero a reír con una risa que Clara no había oído nunca, en la que había tanta crueldad que hubiera sido una locura apelar a su compasión.
Valthex la levantó y la sentó sobre el diván, único asiento que, junto con el gran sillón, había en la pieza. Después, abriendo las puertas de las dos habitaciones contiguas, dijo:
—Las habitaciones están vacías. El apartamento está protegido. Nadie puede socorrerte, Clara. Nadie, ni siquiera tu buen amigo. Y él menos que nadie, pues he lanzado a la policía sobre sus huellas. Así pues, estás perdida, y ya sabes lo que tienes que hacer.
Y repitió con crueldad:
—Ya sabes lo que tienes que hacer, lo que te espera.
Apartó la cortina de una ventana. El coche todavía estaba allí. Sosthène vigilaba, de pie en la acera, con ojo atento. Valthex insistió:
—Estamos guardados por todos lados, y bien guardados. Durante una hora estaremos tranquilos. ¡Y pasan tantas cosas en una hora! Tantas cosas y yo sólo quiero una. Después partiremos juntos. Nuestro coche está abajo… Podremos coger el tren… Y haremos un largo viaje… ¿De acuerdo?
Valthex avanzó un paso.
Clara temblaba de pies a cabeza. Bajó los ojos y miró sus manos para obligarlas a estar inmóviles, pero sus manos continuaron temblando como hojas, y también sus piernas y todo su cuerpo, que sentía, a la vez, febril y helado.
—¿Tienes miedo, verdad? —le dijo el hombre.
La muchacha balbuceó:
—No tengo miedo de morir.
—No, pero sí de lo que va a pasar.
Clara bajó la cabeza:
—No pasará nada.
—Sí —exclamó él—. Algo muy importante y que es lo único que ambiciono. Recuerda lo que pasó la primera vez entre nosotros… Y todas las veces siguientes mientras estuvimos juntos. No me amabas… incluso creo que me detestabas… Pero eras la más débil y, cansada, extenuada… entonces… ¿Recuerdas?
Se aproximó. Clara retrocedió sobre el diván con los brazos extendidos para rechazarle. Él bromeó:
—Te preparas… Como en las otras ocasiones… Mejor… no te pido que me aceptes… por el contrario… cuando te beso prefiero que sea por la fuerza… Hace tiempo que ya no tengo amor propio.
Su rostro se hacía odioso, atroz de rabia y de deseo… Sus dedos se crispaban para estrechar aquel cuello débil, convulso, agónico…
Clara se había levantado, en pie, sobre el diván, del que saltó para ir a protegerse detrás del sillón. Había un revólver escondido en el cajón de la mesa. La muchacha intentó cogerlo pero no tuvo tiempo y huyó a la habitación contigua, corrió, se tambaleó y, finalmente, fue atrapada por los terribles dedos que, acto seguido, la agarraron por el cuello y le quitaron toda la fuerza.
Clara se dobló sobre sus rodillas. Fue empujada hacia el diván. Su talle se plegó. Sintió que iba a perder el conocimiento…
Pero el espantoso abrazo se aflojó un poco. El timbre del vestíbulo había sonado y su tintineo se prolongaba en la habitación con un ligero eco. El gran Paul volvió la cabeza y tendió la oreja. No se produjo ningún otro ruido. El cerrojo estaba echado. ¿Qué había que temer?
De nuevo se dirigió para coger a su presa, cuando dejó escapar un gemido de espanto. Su mirada había sido atraía por un destello de luz que se movía entre ambas ventanas y que le dejó estupefacto, aterrorizado, incapaz de comprender el milagroso fenómeno que se producía más allá de toda explicación plausible.
—¡Él! ¡Él! —murmuró confundido.
¿Era una alucinación? ¿Una pesadilla? Veía claramente en el centelleo de una pantalla luminosa, que parecía una pantalla cinematográfica, la figura de Raoul. No un rostro de retrato sino un rostro vivo, con ojos que se movían y la sonrisa agradable y alegre de caballero que se presenta con el aire de decir: «Pues sí, soy yo. ¿No me esperaban, verdad? ¿Está usted contento de verme? Quizá llego con retraso, pero recuperaremos el tiempo perdido porque aquí estoy».
Se produjo el ruido de una llave al introducirse en la cerradura, otro ruido de llave en el cerrojo de seguridad, el ruido de una puerta al ser empujada… Valthex se había levantado y miraba lleno de espanto. Clara escuchaba con el rostro distendido.
La puerta se abrió, no por el empujón violento de un intruso o de un agresor, sino por el gesto apacible de alguien que entra en su casa y que está contento de entrar en ella porque lo va a encontrar todo en orden, cada objeto en su lugar y los buenos amigos hablando afectuosamente de él.
Sin molestia ni precaución, Raoul pasó cerca de Valthex, cerró la pantalla luminosa y dijo a su adversario:
—Tienes aspecto de candidato a la guillotina. Tal vez sea ésta la suerte que te ha sido reservada, pero por el momento estás fuera de todo peligro.
Después, dirigiéndose a Clara:
—Ésta es la consecuencia de desobedecer a Raoul, querida. ¿Acaso el señor te ha mandado una carta? Déjamela ver.
La muchacha le tendió un pedazo de papel que él examinó cuidadosamente.
—Es culpa mía —dijo—. Tenía que haber previsto esta trampa. Es un ardid clásico en el que siempre la enamorada se lanza de cabeza. Pero ahora, pequeña, no hay por qué tener miedo. Vamos, de prisa, sonríe. Ya ves que es inofensivo… No es más que un cordero, un cordero embrutecido… Creo que se acuerda de nuestros encuentros precedentes y que no va a arriesgarse a una nueva batalla, ¿verdad, Valthex? ¿Te has vuelto razonable, no es así? Razonable pero estúpido. ¿Por qué diablos has dejado a tu chófer sobre el muelle? Y además, teniendo esa jeta tan especial. En seguida he reconocido en él al tipo que estaba estacionado esta mañana en la avenida de Marruecos. La próxima vez, pídeme consejo.
Valthex intentaba recuperarse de su sorpresa. Cerraba los puños, fruncía las cejas. El tono irónico de Raoul le exasperaba y esto animaba a Raoul a proseguir:
—No, de verdad, reanímate. Ya te he dicho que la guillotina no es para ahora. Tendrás todo el tiempo necesario para acostumbrarte a la idea. Hoy no se trata más que de una pequeña formalidad que consistirá en atarte de pies y manos con mucha suavidad y respeto. Una vez hecho eso, telefonearé a la prefectura y Gorgeret acudirá a recoger el paquete. Como ves, el programa es sencillísimo…
La rabia de Valthex crecía a cada palabra. El entendimiento entre Raoul y Clara, tan visible y tan profundo, le sacaba de quicio. Clara ya no tenía miedo, casi sonreía y se burlaba de él con su amante.
La idea de aquella situación burlesca y de su humillación ante la joven le sacó de su estupor. A su vez, tomó la ofensiva y atacó con la precisión y la cólera contenida de un hombre que se sabe en posesión de armas peligrosas y que está dispuesto a utilizarlas.
Se sentó en el sillón y subrayando las frases con el golpeteo de sus pies en el suelo, dijo:
—Entonces, ¿es eso lo que quieres? ¿Entregarme a la justicia? Lo intentaste ya en el bar de Montmartre y después en el Casino Bleu. Ahora quieres aprovechar el azar que te ha puesto de nuevo en mi camino. De acuerdo. No creo que lo consigas. Pero, en todo caso, quiero que sepas exactamente a qué conduciría tu éxito. Es necesario que la chica lo sepa, sobre todo ella.
Se volvió hacia Clara, que estaba inmóvil en el diván, más calmada pero todavía crispada y ansiosa.
—Vamos, compañero. Lárganos tu historia —dijo Raoul.
—Una pequeña historia para mí, tal vez —dijo Valthex—, pero de gran importancia para ella. Mira, fíjate cómo me escucha. No ignora que no bromeo y que no pierdo el tiempo discutiendo. Algunas palabras solamente pero que cuentan.
Se inclinó hacia Clara y clavó sus ojos en los de ella:
—¿Sabes quién es el marqués en relación contigo?
—¿El marqués?
—Sí. Un día me confiaste que había conocido a tu madre.
—La conoció, es cierto.
—Desde entonces adiviné que tú tenías alguna sospecha sobre la verdad pero ninguna prueba.
—¿Qué prueba?
—No desvíes la cuestión. Lo que fuiste a buscar el otro día a casa de d’Erlemont era la prueba de la que te estoy hablando. En el cajón secreto, que yo registré antes que tú, encontraste, precisamente, la fotografía de tu madre con una dedicatoria que no deja a dudas: tu madre fue la amante, una de las mil y una amantes del marqués y tú eres la hija de Jean d’Erlemont.
Clara no protestó. Esperó la continuación de las palabras del gran Paul. Éste prosiguió:
—Te confieso que éste es un punto secundario y si hago alusión a él es simplemente para que esa verdad quede bien establecida. Jean d’Erlemont es tu padre. Ignoro cuáles son tus sentimientos hacia él pero éste es un hecho que debe influir en tu conducta. Jean d’Erlemont es tu padre. Ahora bien —Valthex puso en su entonación y en su actitud mayor gravedad todavía, casi solemnidad—, ¿sabes cuál fue el papel de tu padre en el drama del castillo de Volnic? ¿Has oído hablar del drama, verdad? Aunque sólo sea en boca de tu amante —¡con qué mueca furiosa Valthex pronunció esta palabra!—, sabrás que una dama, Elisabeth Hornain, era mi tía, fue asesinada y despojada de sus joyas. Ahora bien, ¿conoces el papel de tu padre en todo eso?
Raoul se encogió de hombros:
—Pregunta idiota. El marqués d’Erlemont sólo desempeñó el papel de invitado. Estaba en el castillo, eso es todo.
—Ésta es la versión de la policía. La realidad es diferente.
—¿Cuál es esa realidad según tu criterio?
—Elisabeth Hornain fue asesinada y robada por el marqués d’Erlemont.
—¡No seas estúpido! ¡Eres un auténtico humorista!
Clara, indignada, balbuceó:
—¡Mientes! ¡No tienes derecho a…!
Valthex repitió la frase con mayor violencia y con un tono de rabiosa provocación. Sin embargo, pudo dominarse todavía y volviéndose a sentar desarrolló su acusación.
—Yo tenía veinte años en aquella época y nada sabía de las relaciones de Elisabeth Hornain. Diez años más tarde, el azar de las cartas encontradas de mi familia me reveló sus relaciones, lo que me hizo pensar en los motivos del marqués para no decir nada a la policía. Así pues, rehíce por mi cuenta la inspección, salté el muro del castillo y, ¿qué descubrí? Paseándose con el guardia, dando una batida por las ruinas, estaba Jean d’Erlemont. ¡Jean d’Erlemont, el secreto propietario del castillo! A partir de aquel momento hice investigaciones, leí los periódicos de la época, tanto los de la Auvernia como los de París. Diez veces regresé a Volnic husmeando por todas partes, haciendo preguntas a la gente del pueblo. Me deslicé en la vida del marqués, me introduje en su casa durante sus ausencias, registré sus cajones, leí sus cartas y todo lo hice con una idea concreta que no habían tenido los de la policía judicial, ya que ignoraban un hecho grave que éste les había ocultado.
—¿Y qué encontraste, compañero?
—Encontré cosas nuevas, y mejor todavía: relacioné entre ellos diversos detalles que lógicamente dan a la conducta de Jean d’Erlemont su sentido real.
—Desembucha.
—Fue Jean d’Erlemont quien hizo invitar a Elisabeth Hornain por la señorita de Jouvelle. Fue él quien obtuvo de Elisabeth Hornain que quisiera cantar en las ruinas y fue él quien le indicó el lugar en que su aparición causaría mayor efecto y, por último, él fue quien condujo a Elisabeth Hornain a través del jardín hasta el pie de las escaleras.
—Ante los ojos de todo el mundo.
—No, al menos no durante todo el tiempo. Entre el momento en que ellos doblaron el ángulo de la primera columna y aquel en que Elisabeth reapareció sola en el extremo de una avenida de arbustos que los ocultaban hubo un intervalo de más de un minuto: más tiempo del que se necesita para recorrer aquella pequeña etapa. ¿Qué pasó durante aquel minuto? Es fácil establecerlo cuando se admite la suposición, fundada en los testimonios de varios de los criados insuficientemente interrogados por la policía, suposición que indica que cuando se volvió a ver a Elisabeth en la cumbre de las ruinas no llevaba sus joyas.
Raoul se encogió nuevamente de hombros.
—Entonces, ¿qué? ¿El marqués las robó sin que Elisabeth se diera cuenta?
—No. Elisabeth se las confió creyendo que aquellas joyas no iban con el estilo de las canciones que pensaba interpretar. Escrúpulo que está perfectamente de acuerdo con el carácter de Elisabeth Hornain.
—¿Y después, de regreso al castillo, la mató para que no la obligara a devolverlas? La mató de lejos, por mediación de Satanás.
—No. La hizo matar.
Raoul se impacientó.
—Pero no se hace matar a la mujer que se ama para apropiarse de unas joyas de teatro, rubíes y zafiros falsos.
—Ciertamente. Pero puede hacerse cuando las joyas son auténticas y valen millones.
—La misma Elisabeth proclamó que aquellas joyas eran falsas.
—Se vio obligada a ello.
—¿Por qué?
—Estaba casada… Y aquellas joyas eran el regalo de un americano de quien había sido la amante. Frente a su marido y frente a sus camaradas que la hubieran envidiado, Elisabeth Hornain guardó el secreto. Tengo pruebas de todo esto, pruebas escritas y pruebas también de la belleza incomparable de aquellas piedras preciosas.
Raoul callaba con una sensación de molestia y observaba a Clara, que ocultaba su cara entre las manos. Por fin preguntó:
—¿Pero, quién cometió el crimen?
—Un individuo del que nadie se preocupó y de quien incluso la gente ignoraba su presencia en el castillo… Gassiou, un pastor, pobre diablo, inocente pero no loco, sino simple de espíritu. Está demostrado que d’Erlemont iba a menudo a ver a Gassiou cuando estaba en el castillo, huésped de los Jouvelle, y que le daba vestidos, cigarros e incluso dinero. ¿Por qué? ¿Con qué propósito? A mi vez, también frecuenté a ese Gassiou… De él conseguí que me hablara de una mujer que cantaba y que murió cantando… confidencias inacabadas, incoherentes. Pero una vez le sorprendí haciendo voltear una honda grosera apuntando hacia un pájaro de presa que volaba sobre su cabeza. El guijarro partió de la honda y mató al pájaro. Fue una revelación para mí.
Hubo un silencio, después del cual Raoul preguntó:
—¿Y después?
—Después la verdad se impone. Gassiou, alentado por el marqués, se ocultó aquel día en algún rincón de la muralla en ruinas y su guijarro hirió mortalmente a Elisabeth Hornain. Acto seguido huyó.
—Es una hipótesis.
—Es una certeza.
—¿Tienes pruebas?
—Tengo pruebas irrefutables.
—¿De manera que…? —preguntó Raoul con voz distraída.
—De manera que si la justicia me atrapa, acusaré al marqués de haber matado a Elisabeth Hornain. Entregaré todo mi dossier a la policía y estableceré que ya en aquella época d’Erlemont tenía problemas económicos y que buscaba, por intermedio de una agencia, una herencia que había perdido y que sólo pudo sostener su tren de vida de los quince años siguientes gracias al producto de su robo. Además, en tanto que sobrino, reclamo las joyas o, al menos, daños y perjuicios equivalentes a su valor.
—No tendrás ni un céntimo.
—De acuerdo. Pero d’Erlemont será deshonrado e irá a la cárcel. Tiene tanto miedo de ello que, a pesar de ignorar lo que yo sé, nunca se ha negado a darme dinero.