XII

Las dos sonrisas

Terminaron de tomar ambos el desayuno que el doméstico les había servido en un velador de la habitación. La ventana estaba abierta sobre el jardín del que subían perfumes de alheñas en flor. Entre los dos castaños que se levantaban a ambos lados se percibía la avenida y en el cielo azul brillaba el sol. Y Raoul hablaba.

Toda su alegría victoriosa —victoria sobre Gorgeret, victoria sobre el gran Paul, victoria sobre la adorable Clara—, toda su alegría se exhalaba en exuberancia cómica, en lirismo irónico, en palabrería, en una facundia irresistible, a la vez sarcástica y encantadora, ingenua y cínica.

—Habla más… dime más cosas —imploraba ella sin apartar de él sus ojos en los que tanta melancolía se mezclaba con tanta alegría juvenil.

Y cuando él había acabado, la muchacha insistía:

—Habla… cuéntame… Dime todo lo que ya sé… Mírame, cuéntame toda la aventura de las ruinas de Volnic con Gorgeret, la subasta en el salón y tu conversación con el marqués.

—¡Pero si tú estabas allí, Antonine!

—No importa. Todo lo que has hecho, todo lo que has dicho me apasiona. Y, además, hay cosas que no he acabado de comprender… ¿Es verdad que subiste por la noche a mi habitación?

—Sí, en tu habitación.

—¿Y no osaste venir hasta mí?

—¡Diablos, no! Tenía miedo de ti. En el castillo de Volnic eras terrible.

—¿Y antes habías estado en la habitación del marqués?

—En el dormitorio de tu padrino, sí. Quería conocer la carta de tu madre que tú le entregaste. Y así supe que tú eras su hija.

—Yo —dijo la muchacha con aire pensativo— lo supe antes por la fotografía de mamá que encontré en su casa, en su despacho de París. ¿Recuerdas? Pero eso no tiene importancia. Eres tú quien debe hablar. Vuelve a empezar… explica…

Y él volvía a empezar, explicaba, imitaba. Era, a la vez, el ridículo y acompasado notario Audigat, el inquieto y absorto d’Erlemont. Y fue también la graciosa y ligera Antonine.

Ella protestaba:

—No, ésa no soy yo… Yo no soy así.

—Tú eras así anteayer y la vez que viniste a mi casa. Hiciste esa cara… y esa otra… Mira, así.

La muchacha reía pero no cedía.

—No… no me viste bien… mira cómo soy.

—Sí, sé cómo eres esta mañana, con tus ojos que brillan y tus dientes deslumbrantes… Ya no eres la pequeña provinciana de aquel día ni la muchachita del castillo, la que no quería mirar pero que adivinaba. Eres diferente, pero vuelvo a encontrar en ti tu aire de reserva y de pudor que no cambia nunca, y también tus cabellos rubios que ayer reconocí… Y también tu silueta llena de gracia y de gentileza dentro de tu vestido de bailarina.

La muchacha no se había quitado el atuendo de danzarina, con el corpiño de gasa y la falda azul sembrada de estrellas. Estaba tan deseable así vestida que Raoul la cogió en sus brazos:

—Sí —le dijo—, te reconocí porque sólo tú podías dar esta imagen de seducción. Pero, a pesar de todo, ¡cómo te buscaba debajo de tu máscara! ¡Y qué miedo tenía cuando la retiré! ¡Y eras tú! ¡Eras tú! ¡Y también lo serás mañana, y toda la vida, y cuando estemos lejos de aquí!

Llamaron suavemente a la puerta.

—¡Pase!

Era el doméstico. Traía los periódicos y algunas cartas abiertas con anterioridad y clasificadas por Courville.

—¡Ah! Perfecto. Vamos a ver lo que dice la prensa del Casino Bleu, de Gorgeret y del gran Paul. Y también, supongo, del bar Les Écrevisses. ¡Qué histórica jornada!

El doméstico salió. Raoul pasó en seguida a las noticias.

—¡Vaya! Nos otorgan el honor de la primera página…

Después de una breve ojeada al título que anunciaba el suceso, Raoul se ensombreció y su alegría desapareció en seco. Murmuró:

—¡Qué idiotas! ¡Ese Gorgeret es un imbécil!

Y leyó a media voz: «El gran Paul, después de haber escapado a la policía en el curso de una redada efectuada en un bar de Montmartre, es arrestado en la inauguración del Casino Bleu y se escapa nuevamente de las manos del inspector Gorgeret y de sus agentes».

—¡Ah! —exclamó la muchacha—. ¡Es terrible!

—¿Terrible? —dijo Raoul—. ¿Por qué? Uno de esos días volverán a cogerle y seré yo quien me encargue de ello…

En el fondo aquella evasión le atormentaba y le irritaba profundamente. Se hacía necesario empezar de nuevo. Si el peligroso bandido volvía a estar libre, significaba que Antonine sería perseguida nuevamente y estaría amenazada por un enemigo despiadado que la abatiría en la primera ocasión que tuviera.

Recorrió el artículo. En él se mencionaba la captura del Árabe y de algunos subordinados en torno de los cuales la policía había levantado gran polvareda. Se contaba también la tentativa de asesinato contra la bailarina enmascarada y su rapto por un espectador, de quien se suponía que era un rival pero de quien no se daba ningún detalle preciso que permitiera reconocer a Raoul.

En cuanto a la danzarina enmascarada, nadie la había visto con el rostro descubierto. El director del casino la había contratado a través de una agencia de Berlín, en donde, «sin máscara», bailaba el invierno anterior con mucho éxito.

«Hace dos semanas —añadía el director en una entrevista— me telefoneó desde no sé dónde, diciéndome que acudía el día fijado pero que, por razones personales, aparecería enmascarada. Acepté creyendo que aquello tendría un suplemento de atractivo y esperando poder interrogarla la noche de la inauguración. Pero llegó a las ocho vestida ya para bailar y se encerró en su camerino».

Raoul preguntó:

—¿Es eso verdad?

—Sí —dijo Clara.

—¿Desde cuándo bailas?

—He bailado siempre. Para mi diversión y sin que nadie me viera. Después de la muerte de mi madre, recibí lecciones de una antigua bailarina y realicé algunos viajes.

—¿Qué vida llevabas, Clara?

—No me preguntes. Estaba sola, cortejada… No siempre supe defenderme.

—¿Dónde conociste al gran Paul?

—¿A Valthex? En Berlín. No le quería, pero tenía influencia sobre mí y yo no desconfiaba de él… Una noche me sorprendió en mi habitación después de forzar la cerradura. Fue más fuerte que yo.

—¡Miserable…! ¿Y eso duró mucho?

—Algunos meses. Después, en París, se comprometió en un asunto. Rodearon su habitación. Yo estaba con él y así supe que era el gran Paul. Asustada, mientras él se debatía, huí.

—¿Te ocultaste en provincias?

Después de una vacilación, la muchacha respondió:

—Sí. Me hubiera gustado corregirme y trabajar, pero no pude. Estaba sin recursos. Fue entonces cuando llamé al casino para decir que acudiría.

—Pero… ¿cuál era la razón de tu visita al marqués?

—Por última vez intenté escapar de la mala vida y pedirle protección.

—¿De ahí el viaje a Volnic?

—Sí, y después, ayer por la noche, sola en París, con una decisión repentina, me dirigí al teatro… El deseo de bailar… y también el de no faltar a mi compromiso… Un compromiso, por otra parte, de sólo ocho días. No quería más… ¡Tenía tanto miedo…! Y ya ves, mi miedo era fundado…

—No —dijo Raoul—, puesto que yo estaba allí y ahora tú estás aquí.

La muchacha se acurrucó entre sus brazos. Raoul murmuró:

—¡Qué muchacha más extraña eres! ¡Tan imprevista… tan incomprensible!

No se movieron del pabellón ni aquel día ni los dos siguientes. Leían en los periódicos todo lo que se publicaba en torno al caso, informaciones en su mayoría fantasiosas puesto que una vez más la policía no obtenía resultados. La única suposición que correspondía a la realidad fue la que decía que la bailarina enmascarada podía ser aquella Clara la Blonde de la que se había hablado tiempo atrás a propósito del gran Paul. En cuanto al nombre de Valthex, no fue mencionado. Gorgeret y sus hombres no descubrieron la personalidad verdadera de su adversario. Nada se pudo obtener del Árabe.

Sin embargo, cada día aumentaba la ternura y la pasión entre Raoul y su amiga.

Él continuaba respondiendo a todas las preguntas que ella le formulaba y se esforzaba por satisfacer su insaciable curiosidad. Quizá, como contrapartida, ella se encerraba cada vez más en aquel misterio en el que parecía esconderse como en su refugio preferido. En todo lo que se refería a sí misma, a su pasado, a su madre, a sus preocupaciones actuales, a sus sentimientos secretos, a sus intenciones con respecto al marqués, al papel que desempeñaba a su lado, el silencio, un silencio feroz, obstinado, doloroso… o el subterfugio mezclado con intentos de confesión que nunca se llevaban a cabo.

—No, no, Raoul, te lo suplico, no me preguntes nada. Mi vida y mis pensamientos no tienen ningún interés. Quiéreme tal como soy.

—Pero si precisamente no sé cómo eres.

—Entonces, ámame como te parezco ser.

El día en que le dijo esta frase, Raoul la llevó ante un espejo y bromeó:

—Tú apareces hoy con unos cabellos admirables, ojos de una pureza infinita, una sonrisa que me encanta… y con una expresión que me inquieta, en la que creo ver, no me lo tengas en cuenta, pensamientos… que desmienten tu rostro fresco… Y mañana te veré de otro modo. Los mismos cabellos, los mismos ojos, pero una sonrisa diferente y una expresión en la que todo parecerá cándido e inocente. Así cambias tú de un momento a otro. Tan pronto eres la pequeña provinciana como la mujer a la que el destino ya ha turbado y perseguido.

—Es cierto —dijo Clara—. Hay dos mujeres en mí…

—Sí —dijo él distraídamente—. Dos mujeres que se combaten y que por momentos se excluyen una a otra… Dos mujeres que no tienen la misma sonrisa, ya que es la sonrisa la que difiere en tus dos imágenes… tan pronto ingenua y joven, con las comisuras levantadas, como sonrisa amarga y entristecida.

—¿Cuál amas más?

—Desde ayer noche la segunda… Es la más misteriosa y oscura…

Al ver que la muchacha callaba, Raoul la llamó alegremente:

—Antonine… Antonine o la mujer de las dos sonrisas.

Ambos habían avanzado hacia la ventana abierta. Y ella le dijo:

—Raoul, quisiera pedirte algo.

—Tienes el sí por adelantado.

—Pues bien, no me llames más Antonine.

—¿No llamarte más Antonine? ¿Por qué?

—Es el nombre de la provinciana que yo era antes… Ingenua y osada ante la vida: aquel nombre lo perdí para llamarme Clara, Clara la Blonde.

—¿Y bien?

—Llámame Clara hasta que me haya convertido de nuevo en la que era antes.

Él se puso a reír.

—¿La que eras antes? Perderé en el cambio, querida. Si hubieras seguido siendo la pequeña provinciana no estarías aquí, ¡no me amarías!

—¡No amarte, Raoul!

—A mi vez te pregunto: ¿Sabes siquiera quién soy yo?

—Tú eres tú —dijo ella simple y apasionadamente.

—¿Estás segura? Yo no. He tenido tantas personalidades, he desempeñado tantos papeles que ya no me reconozco. ¿Lo ves, mi pequeña Clara?, puesto que así quieres que te llame. ¿Lo ves? No tienes que enrojecer ante mí, pues, hayas hecho lo que hayas hecho, yo te supero.

—Raoul…

—Sí… Una existencia de aventurero como la mía… no siempre es hermosa. ¿Has oído hablar alguna vez de Arsenio Lupin?

La muchacha se estremeció:

—¿Cómo? ¿Qué dices?

—Nada… Era un punto de referencia que tomaba… Tienes razón… ¿Para qué acusarnos el uno al otro? Clara y Antonine. Sois igualmente dulces e igualmente puras, y es a ti a quien amo más, Clara. En cuanto a mí, soy un mal sujeto, cosa que no me impide ser un buen hombre, y de ser un enamorado quizá no siempre fiel pero encantador, atento, lleno de cualidades…

Raoul reía besándola y repitiendo a cada beso:

—Clara… Clara la dulce… Clara la triste… Clara la enigmática…

Ella dijo bajando la cabeza:

—Sí, me amas… pero acabas de decirlo: eres un inconstante… ¡Dios mío! ¡Cuánto voy a sufrir por tu culpa!

—Pero qué feliz vas a ser —dijo él alegremente—. Además, no soy tan infiel como crees. ¿Cuántas veces te he engañado?

A su vez, Clara se echó a reír.

Durante una semana, el público y los periódicos se ocuparon del Casino Bleu. Después, ante la inanidad de las investigaciones y el hundimiento sucesivo de todas las hipótesis, se olvidó la cuestión. Por otra parte, Gorgeret se negaba a cualquier entrevista. Los periodistas no descubrieron ninguna pista.

Menos preocupada, Clara salía al atardecer y efectuaba algunas compras en los almacenes de los barrios exteriores o se paseaba por el bosque. Raoul elegía también aquella hora para ir a sus citas y no la acompañaba por temor a llamar la atención.

De vez en cuando, pasaba por el Quai Voltaire, frente al número 63, sospechando que el gran Paul debía rondar por allí y que la policía debía haber tendido alguna trampa para cogerle.

Nada sospechoso descubrió y, a pesar de ello, encargó a Courville que estuviera al acecho ojeando los libros de las paradas de los buquinistas instaladas en los parapetos del Sena. Pero un día —el quince desde el rapto de Clara—, estando personalmente al acecho, descubrió a Clara que salía del número 63 y que subía a un taxi, alejándose en dirección opuesta.

Raoul no intentó seguirla. Hizo un gesto a Courville, que se reunió con él, y le envió a informarse con la portera. Courville regresó al cabo de unos momentos y le anunció que el marqués no había vuelto todavía pero que ya era la segunda vez que la joven muchacha rubia había pasado ante la portería, a la misma hora, llamando a la puerta del marqués. Al no estar los domésticos, la muchacha se había ido.

«Es curioso —se dijo Raoul—, que nada me haya dicho. ¿Qué hace allí?».

Regresó a su pabellón de Auteuil. Un cuarto de hora más tarde, Clara regresó a su vez, fresca y llena de animación. Él le preguntó:

—¿Te has paseado por el bosque?

—Sí —respondió la muchacha—. El aire me ha hecho bien. Andar resultaba delicioso.

—¿No has estado en París?

—No, la verdad. ¿Por qué me lo preguntas?

—Porque te he visto.

Clara respondió sin esfuerzo:

—Me has visto… en imaginación.

—En carne y hueso, como suele decirse.

—Imposible.

—Es tal como tengo el honor de afirmar. Y mis buenos ojos no se equivocan nunca.

Ella le miró. Raoul hablaba seriamente, incluso con gravedad, con un matiz de reproche en la voz.

—¿Dónde me has visto, Raoul?

—Te he visto salir de la casa del Quai Voltaire y partir en coche.

Clara tuvo una sonrisa molesta.

—¿Estás seguro?

—Ciertamente. Y la portera, interrogada, pretende que es la tercera vez que vas allí.

La muchacha enrojeció sin saber cómo comportarse. Raoul añadió:

—Estas visitas son de lo más natural. ¿Por qué, pues, me las ocultas?

Al ver que la muchacha no respondía, se sentó a su lado, le tomó dulcemente la mano y dijo:

—Siempre tus misterios, Clara. ¡Cuán equivocada estás! Si supieras a dónde puede conducirnos esta obsesión tuya en desconfiar de mí.

—No desconfío de ti, Raoul.

—No, pero lo parece. Habla de una vez, querida. ¿No comprendes que un día u otro sabré todo lo que no has querido revelarme y quién sabe si será demasiado tarde? Habla, querida.

Clara estuvo a punto de hacerlo. Sus rasgos se distendieron un momento y sus ojos tomaron una expresión de tristeza y de desarraigo como si temiera de entrada las palabras que iba a pronunciar. Por fin no tuvo el valor y se fundió en lágrimas con el rostro entre las manos.

—Perdóname —balbuceó—. Y cree que no tiene importancia que hable o no. Que lo haga no cambiará en nada lo que es y lo que será. Es algo insignificante para ti… ¡Pero tan importante para mí…! Las mujeres, ya lo sabes, somos como niños… Nos hacemos algunas ideas… Tal vez me equivoque… pero no puedo hablar… perdóname.

Raoul hizo un gesto de impaciencia.

—Sea —dijo—, pero insisto de la manera más formal que no vuelvas allí. Si lo haces, un día u otro te encontrarás o bien con el gran Paul o con la policía. ¿Acaso es eso lo que quieres?

Clara se inquietó.

—Tampoco tú tienes que ir. Corres el mismo peligro que yo.

Raoul lo prometió. La muchacha se comprometió a no volver e incluso a no salir del pabellón antes de que transcurrieran unos quince días…