XI

El Casino Bleu

La inauguración del Casino Bleu, construido en el emplazamiento de un célebre café-concierto de los Champs-Elysées, era un acontecimiento mundano de gran relieve. Habían sido enviadas dos mil tarjetas de invitación, todas ellas destinadas a gentes de la alta sociedad, artistas conocidos y mujeres célebres elegantes.

Una iluminación, de un azul claro de luna, lucía sobre los grandes árboles de la avenida, delante del vestíbulo de columnas bárbaras, lleno de carteles y fotografías. La muchedumbre, canalizada por los controladores, invadía ya la sala, cuando se presentó Raoul con una tarjeta de invitación en la mano.

Había dado sus órdenes a Courville.

—No tienes que reconocerme. No te acerques a mí. Pero debes rondar a mi lado… y más todavía junto a Gorgeret. Gorgeret es el enemigo, desconfío de él como de la peste. Si puede, dará un golpe doble: Raoul y el gran Paul. Así pues, no le pierdas de vista y menos todavía de oreja. Tendrá agentes apostados allí, les dará instrucciones: a ti te corresponde no sólo coger al vuelo las palabras, sino incluso el sentido de sus órdenes.

Courville bajó la cabeza compungidamente y provocó al enemigo con su bella barba cuadrada erizada hacia adelante.

—Comprendido —dijo, dándose importancia—. Pero ¿y si le atacan sin que yo tenga tiempo de advertírselo?

—Tienes que proteger mi fuga con tus dos brazos y toda tu barba.

—¿Y si quieren pasar, a pesar de todo?

—Imposible. Tu barba es demasiado respetable.

—¿Sin embargo…?

—Entonces te haces matar allí mismo. Mientras tanto, aquí está Gorgeret… Déjame y sin que él se dé cuenta, vigílale.

De acuerdo con las instrucciones recibidas, Gorgeret se había adornado con su equipo de hombre de mundo, frac reluciente, demasiado estrecho, que le estallaba en las costuras, sombrero tan estropeado que no lo llevaba puesto y la cara cubierta de polvos harinosos. Sobre el hombro, con arrogancia, el inspector llevaba un viejo impermeable viejo, de color trinchera, doblado cuidadosamente. Raoul le abordó discretamente:

—¡Santo cielo! ¡Eres irreconocible! ¡Un verdadero gentleman! Vas a pasar inadvertido del todo…

«Se está burlando de mí» pensó de nuevo el inspector, cuyo rostro se vio cruzado por una nube de cólera.

—¿Tus hombres?

—Cuatro —afirmó Gorgeret, que había traído siete.

—¿Tan bien camuflados como tú?

Raoul lanzó una ojeada circular y descubrió sin esfuerzo seis o siete tipos que demostraban bien a las claras su oficio de polizontes disfrazados de hombres de gran mundo. A partir de aquel momento se plantó ante el inspector para impedir que éste pudiera señalarlo a sus acólitos.

La ola de recién llegados no cesaba. Raoul murmuró de repente:

—Aquí está…

—¿Dónde? —preguntó Gorgeret.

—Detrás de dos damas, cerca del control… Un gran tipo elegante con una bufanda de seda.

Gorgeret se volvió y musitó:

—¡No es él… Es imposible que ese tipo sea el gran Paul!

—Es el gran Paul disfrazado de señor elegante.

El inspector lo miró con más detalle.

—En efecto… ¡Ah, el crápula!

—¿Nunca le habías visto así?

—Sí… sí, me parece que sí. No lo hubiera dudado ni un minuto. ¿Cuál es su nombre verdadero?

—Ya te lo dirá él, si le interesa… Pero, sobre todo, nada de escándalos inútiles… y nada de ruido… Le arrestarás cuando se vaya y cuando sepamos a qué ha venido.

Gorgeret fue a entrevistarse con sus hombres, les mostró al gran Paul y regresó para reunirse con Raoul. Ambos entraron en el local, sin hablar. El gran Paul había ido a la derecha y ellos se colocaron a su izquierda.

La animación crecía en la rotonda, en la que se entrecruzaban veinte rayos azulados de todos los matices, que se mezclaban, se complementaban, se confundían. Alrededor de las mesas, se apretujaban dos veces más personas que las que cabían. Se hablaba en voz alta. Una marca de champán que quería promocionarse llenaba todas las copas que se vaciaban.

La novedad del espectáculo consistía en que se bailaba en el centro del local y que después de cada pieza empezaba un número de café-concierto, en un pequeño escenario improvisado en el fondo del local. El cambio era rápido, inmediato. Todo transcurría con un ritmo trepidante. Y los espectadores repetían los estribillos de las canciones a voz en grito.

Gorgeret y Raoul, en pie en los pasillos de la derecha, el rostro medio oculto por sus respectivos programas, no perdían de vista a Valthex que, veinte pasos alejado de ellos, disimulaba cuanto podía su alta estatura curvando sus hombros. A su espalda, los hombres de Gorgeret vigilaban, controlados por el inspector.

Un número de juglares hindús fue seguido por un tango en la pista de baile. Un vals precedió un número cómico. Después vinieron unos acróbatas, grupos de canto, atletas de barra fija y siempre el baile. La muchedumbre enloquecía, embriagada de ruido y de ficticia alegría. Entre ella y un grupo de payasos, hubo apóstrofes y clamores.

Acto seguido, sobre el escenario apareció un cartel multicolor en el que se veía la fina silueta de una bailarina enmascarada, con esa inscripción que al mismo tiempo anunciaron veinte pantallas luminosas: «La danzarina enmascarada». La orquesta atacó una obertura. Y la danzarina saltó al escenario, vestida con unos velos que se cruzaban en su espalda y en su pecho y con una amplia falda azul, constelada de oro, de entre la que surgían, al más mínimo movimiento, sus piernas desnudas.

La bailarina se inmovilizó un instante, igual que la más graciosa Tanagra. Una gasa de oro de finas mallas cubría una parte de su cabeza y de su rostro. De dicha gasa surgían bucles ligeros de admirables cabellos de oro.

—¡Demonios! —exclamó Raoul entre dientes.

—¿Qué sucede? —preguntó Gorgeret que estaba a su lado.

—No… nada.

Pero Raoul contemplaba con una ardiente curiosidad aquella preciosa cabellera rubia, aquella grácil silueta…

La mujer bailó muy suavemente al principio, desplazándose con movimientos invisibles y conservando una actitud fija, en la que era imposible distinguir el menor movimiento del cuerpo. De este modo dio dos vueltas completas al escenario, caminando sobre las puntas de sus pies desnudos.

—No, pero mira el rostro del gran Paul —murmuró Gorgeret.

Raoul se fijó. La cabeza del hombre estaba torcida por una expresión de dolorosa atención forzada. Para ver mejor, se levantaba con toda su estatura. Sus ojos estaban clavados en la danzarina enmascarada.

Gorgeret dejó escapar una sonrisa sardónica.

—¿Acaso son los cabellos rubios los que le ponen en ese estado? Le deben recordar a su Clara… A menos que… a menos que…

Dudó un momento antes de expresar su pensamiento imprevisto. Por último completó la idea:

—A menos que… ¡Claro que sí! Tal vez es ella, su mujer… la tuya… ¡Ah, sería divertido!

—Estás loco —replicó secamente Raoul.

Pero también a él le había asaltado la misma idea. De entrada no se había fijado más que en la exacta similitud de los cabellos y de su color, la igual ligereza de los bucles. Pero después, la emoción de Valthex, su esfuerzo por apartar con la mirada la máscara de oro y descubrir el rostro de la mujer, le impresionaron vivamente. Valthex debía conocer las cualidades de Clara como bailarina, ya que sin duda la había visto bailar sobre otros escenarios, en otros países, y no podía ignorar aquella gracia infantil, aquella visión de sueño y de fantasía.

—Es ella… Es ella —se decía Raoul.

Y, sin embargo ¿era posible? ¿Cómo admitir que la pequeña provinciana, hija del marqués d’Erlemont, poseía aquella ciencia, aquel oficio? ¿Cómo concebir que, de regreso de Volnic, hubiera tenido tiempo de ir a su casa, cambiarse de vestido y acudir al music-hall?

Pero a medida que Raoul se planteaba las objeciones, éstas se hundían ante el asalto de los argumentos contrarios. En el tumulto de su cerebro, la cadena de los hechos probables se formaba de la manera más lógica. No, tal vez no era ella, pero ¿tenía que negar ciegamente que podía serlo?

En el escenario la mujer se animó poco a poco, ante la agitación creciente del público. Giró sobre sí misma, con gestos precisos, que se paraban en seco y se reanudaban al ritmo sincopado de la orquesta. Después sus piernas empezaron a moverse. Aquello provocó el entusiasmo del público. Eran unas piernas finas, de adorable contorno, ágiles y gráciles como sus sinuosos brazos.

Gorgeret hizo notar:

—El gran Paul parece deslizarse hacia los bastidores. Me parece que es fácil entrar.

De hecho, al final del pasillo, a izquierda y a derecha, se podía entrar en los bastidores mediante una rampa que conducía a ellos, en lo alto de la cual un controlador intentaba contener, en vano, a los curiosos.

—Sí —dijo Raoul, después de comprobar la maniobra del gran Paul—. Sí, intentará meterse entre bastidores. Tus hombres deberían cubrir la salida de artistas que debe estar en la avenida lateral y estar allí al acecho por si intenta huir.

Gorgeret fue de la misma opinión y se alejó para dar las instrucciones necesarias. Tres minutos más tarde, mientras el inspector se esforzaba por reagrupar a sus hombres, Raoul abandonó la sala. En el exterior, cuando rodeaba el Casino, precediendo así al público, fue alcanzado por Courville quien le informó de su misión.

—Acabo de oír las órdenes de Gorgeret, señor. Les ha dicho que hay que detenerle a usted y atrapar a la bailarina enmascarada.

Eso es lo que temía Raoul. Ignoraba si la bailarina era Antonine. Pero Gorgeret no corría ningún riesgo asegurándose de ello y si se trataba de la muchacha, Antonine, cogida entre la policía y el gran Paul, estaba perdida.

Echó a correr. Tenía miedo. El rostro duro y amenazador del gran Paul le dejaba suponer que era capaz, si se encontraba frente a Antonine, de todas las brutalidades.

Raoul y Courville franquearon la puertecita. «Policía», lanzó Raoul mostrando una de sus tarjetas al conserje, que se oponía a su paso. Les dejaron entrar.

Una escalera y un corredor les condujeron a los camerinos de los artistas.

Al mismo tiempo de uno de aquellos camerinos salió la bailarina. Durante las ovaciones había acudido allí para tomar un chal para la segunda parte de su número. Cerró con llave la puerta de su camerino y se deslizó entre los fracs que habían invadido los bastidores. Con su regreso al escenario, estallaron los aplausos con más entusiasmo. Raoul adivinó al público en pie, gritando su regocijo.

Y entonces, súbitamente, descubrió que el gran Paul estaba cerca de él, turbado por el paso de aquella mujer, con los puños crispados, hinchadas las venas de su frente. En aquel instante, Raoul dejó de dudar que se trataba de ella, y percibió todo el peligro que la amenazaba…

Buscó con la mirada a Gorgeret. ¿Qué estaba haciendo aquel imbécil? ¿No había comprendido que el campo de batalla estaba allí, en aquel limitado espacio y que su presencia y la de sus agentes era indispensable?

Decidió entablar la lucha sin pérdida de tiempo, y atraer sobre sí mismo la ciega amenaza del enemigo. Le golpeó ligeramente el hombro y cuando Valthex se volvió, descubrió el rostro burlón de aquel Raoul a quien odiaba y temía al mismo tiempo.

—Usted… Usted… ¿Está usted aquí por ella? ¿La acompaña?

Se dominó. A pesar de que estaban detrás de la multitud enfervorizada, no se encontraban aislados y pasaban constantemente electricistas, maquinistas, vestidoras… Una entonación demasiado elevada hubiera sido sospechosa.

Raoul se burló en el mismo tono, en sordina:

—¡Claro que sí! La acompaño. La muchacha me ha confiado la misión de protegerla… Parece ser que hay algunos pillastres que corren tras de ella. Piensa que eso me divierte mucho, compañero.

—¿Por qué te divierte?

—Porque siempre que emprendo algo salgo victorioso de ello. Es mi costumbre.

Valthex se estremeció de rabia.

—¿Has salido victorioso en esta ocasión?

—Pues claro.

—Tonterías. Habrás alcanzado el éxito cuando yo no viva. Y vivo. ¡Estoy aquí!

—Aquí estoy yo también. Y también estaba antes, en el sótano.

—¿Cómo? ¿Qué dices?

—El jockey era yo.

—¡Miserable!

—Y fui yo quien se lo dijo a la poli para que te encerraran.

—Pues te falló, camarada —dijo el otro con una sonrisa.

—Falló antes, pero no ahora. Ahora la cosa está hecha.

Valthex se apretó contra él, mirándole fijamente a los ojos.

—¿Qué quieres decir?

—Gorgeret está aquí con sus compañeros.

—¡Mientes!

—Está aquí. Te lo advierto para que te las puedas pirar. Vamos, rápido. Tienes tiempo todavía.

Valthex echó una sutil ojeada a su alrededor, con el aspecto de una bestia acosada. Ciertamente aceptó la idea de huir y Raoul se alegró de ello, pensando ante todo en la salvación de Antonine. Si Valthex huía, para él sería un juego burlar una vez más a la policía.

—Vamos, vamos, galopa, amigo. No seas estúpido… vete.

Demasiado tarde. La bailarina apareció, saliendo del escenario. En aquel mismo momento, procedentes de la escalera, corriendo entre los camerinos de los artistas, Gorgeret y cinco de sus hombres se lanzaron sobre ellos.

Valthex vaciló, con el rostro sombrío. Miró a la bailarina que avanzó y se detuvo al verlo, temerosa. Miró a Gorgeret que no estaba a más de cinco o seis pasos de él. ¿Qué hacer? Raoul se lanzó sobre el gran Paul. Éste pudo librarse de él, metió bruscamente la mano en su bolsillo y la sacó armada de un revólver que apuntó sobre la bailarina.

Sonó un disparo y la muchedumbre enloqueció. Con gesto vivo Raoul había levantado bruscamente su brazo. La bala se perdió en el aire, entre los decorados. Pero la bailarina cayó desvanecida.

Lo que sucedió entonces no duró más de diez segundos. Hubo un tumulto, en el que se vio a Gorgeret saltar sobre el gran Paul, agarrarle por la cintura y gritar a sus hombres:

—¡A mí, Flamant! Los otros a por Raoul y la bailarina.

Se vio surgir a un pequeño caballero de apacible aspecto, con una respetable barba blanca, que impidió a los agentes que pasaran, mientras protestaba por su brutalidad. Se vio a un elegante caballero que, aprovechando la confusión, se inclinaba, recogía a la desvanecida bailarina y se la cargaba al hombro. Era Raoul. Protegido por la audacia indomable de Courville, seguro de tener unos segundos de delantera sobre sus perseguidores a quienes la muchedumbre retrasaría, se llevó a la muchacha hacia la sala. La retirada por aquel lado del local se le apareció como más segura.

No se equivocaba. El público nada había descubierto de lo que sucedía entre bastidores. Un conjunto de jazz negro gritaba un tango. De nuevo se bailaba. La gente cantaba y reía. Así pues, cuando Raoul hubo franqueado la rampa de la derecha, manteniendo en el extremo de sus brazos levantados a una mujer en quien todos reconocieron acto seguido a la bailarina enmascarada, el público creyó que era una broma, que uno de los acróbatas, vestido de etiqueta, era el hombre que paseaba de aquella manera a la muchacha. Las filas de público se abrieron ante él y se cerraron a su espalda más compactas y más hostiles a quien intentara forzar el paso. Se desplazaron mesas y sillas para permitir que Raoul pudiera pasar.

Sin embargo, desde el fondo del escenario, alguien gritó:

—¡Detenedles…! ¡Detenedles!

Las risas arreciaron. Cada vez más se hacía evidente que aquello no era más que una broma. La jazz-band redobló su ruido. Nadie impidió el paso a Raoul. Sonriente, sin esfuerzos, con la cabeza alta, continuó su ejercicio, aplaudido por un público delirante. Lo prosiguió hasta alcanzar las puertas del amplio vestíbulo del local.

Uno de los batientes fue empujado ante él. Salió. Los espectadores pensaron que iba a dar la vuelta al edificio y regresar al escenario. Los controladores y los agentes de policía, a quienes también divertía el imprevisto número, no se inquietaron en absoluto. Pero cuando estuvo fuera, dejó que la bailarina se deslizara en sus brazos y se la echó nuevamente al hombro. Tomó la avenida lateral, entre las manchas de luz y los espacios sombríos que se extendían entre los árboles.

A cincuenta pasos del casino, oyó todavía el grito de alarma:

—¡Detenedlos…! ¡Detenedlos!

Pero no por ello se apresuró. Su coche estaba cerca, en medio de la larga fila de coches cuyos chóferes dormían o se entretenían charlando en grupos. Habían oído los clamores, pero no comprendieron nada en el acto, se interrogaron, se emocionaron, pero no hicieron nada.

Raoul depositó a la bailarina en su coche, y lo puso en marcha. Afortunadamente el motor arrancó en seguida.

«Si tengo suerte —se dijo— y no hay embotellamiento, he ganado la mano».

Siempre hay que contar con la suerte. Éste era uno de los principios de Arsenio Lupin… Y una vez más, la suerte jugó a su favor. No había embotellamiento y los policías que estaban a veinte pasos de él, cuando el coche se puso en marcha, se distanciaron rápidamente.

¡Bien! —exclamó Raoul—. Ya estamos a salvo.

Y por primera vez desde que había comenzado la acción se preguntó:

«¿Y si no fuera Antonine?».

Toda la convicción que le había empujado a intervenir en el asunto, le abandonó repentinamente. Pero no, no. No podía ser ella. Demasiadas pruebas en contra de aquel hecho que había aceptado tan fácilmente, sin reflexionar, lo demostraba. El gran Paul era un loco, un obseso, cuya emoción no constituía un elemento de verdad.

Raoul tuvo un acceso de risa. En determinados casos, cuando el misterio de una mujer le turbaba, era un ingenuo. Un verdadero colegial… pero un colegial a quien la aventura apasionaba. ¡Antonine u otra, qué más daba! Aquella que había salvado era una mujer, la más ardiente, la más apasionada, la más armoniosa de las mujeres. ¿Qué podría negarle?

Tomó velocidad. Un deseo febril de saber le estimulaba. ¿Por qué cubría aquella mujer su rostro con una gasa de celosas mallas? ¿Acaso la divina visión de su cuerpo habría desmerecido a causa de unos rasgos deformados o a causa de una horrible enfermedad facial? Y, por otra parte, si era hermosa, ¿qué extraña razón, qué miedo, qué desequilibrio, qué capricho, qué amor la obligaban a no ofrecer al público el tesoro de su belleza?

Cruzó de nuevo el Sena. Tomó los muelles de la otra ribera. Auteuil. Calles provincianas. Después una larga avenida. Se detuvo.

Su cautiva no se había movido.

Se inclinó y dijo:

—¿Puede usted sostenerse de pie y subir las escaleras? ¿Me oye usted?

Ninguna respuesta.

Después de abrir la verja del jardín y llamar, tomó a la bailarina en sus brazos y la estrechó contra su pecho. Una embriaguez le invadió al sentirla contra él y adivinar su boca tan próxima a la suya, al respirar su aliento.

—¿Quién eres…? ¿Quién eres? —murmuró, palpitante de deseo y de curiosidad—. ¿Antonine? ¿Una extraña…?

Acudió el doméstico.

—Conduce el coche al garaje y déjame.

Entró en el pabellón, subió vivamente las escaleras como si llevara el más ligero de los fardos. Alcanzó su habitación, tendió a la cautiva sobre un diván, se arrodilló ante ella y retiró la máscara de oro.

Un grito de alegría se escapó de sus labios:

—¡Antonine!

Transcurrieron dos o tres minutos. Raoul hizo que la muchacha respirara sales y le bañó con agua fresca las sienes y la frente. Ella entreabrió los ojos, le miró un momento. Sus ideas volvían poco a poco.

—¡Antonine… Antonine! —repetía él, extasiado.

La muchacha le sonrió con lágrimas y amargura en la sonrisa, pero con una profunda ternura.

Raoul buscó sus labios. ¿Iba a rechazarle como en el salón de Volnic? ¿O le aceptaría?

La muchacha no se resistió.