El bar de Les Écrevisses
El bar de Les Écrevisses era frecuentado por una gente bastante curiosa, fracasados de la pintura o del periodismo, empleados sin trabajo o gente que no quería trabajar, jóvenes pálidos de gestos equívocos, muchachas pintadas con sombreros de plumas y corpiños vistosos. Pero, por encima de todo, un público más o menos tranquilo. Si se buscaba un espectáculo más pintoresco y una atmósfera más especial, era necesario, en lugar de entrar, seguir un corredor exterior que conducía a una trastienda en la que acechaba, aplastado en un sillón, un hombre gordo que desbordaba grasa: el patrón.
Todo recién llegado se paraba obligatoriamente ante aquel sillón, cambiaba algunas palabras con el patrón y, finalmente, se dirigía hacia una puertecita. Un largo pasillo, otra puerta claveteada. Cuando ésta se abría, una vaharada de música surgía del interior mezclada con olores de tabaco y un aire cálido que olía a moho.
Quince escalones, o mejor dicho, quince barras de escalera fijadas en la pared, caían a pico sobre un largo sótano abovedado en el que, aquel día, cuatro o cinco parejas daban vueltas al son de un violón que rasgaba un viejo ciego.
Al fondo, detrás de un mostrador de cinc, gobernaba la mujer del patrón, más gorda todavía que él y adornada con bisutería.
Una docena de mesas estaban ocupadas. En una de ellas fumaban dos hombres silenciosos: el Árabe y el gran Paul. El Árabe vestía su sobretodo oliváceo e iba tocado con un grasiento sombrero de fieltro; el gran Paul llevaba una gorra, una camisa sin cuello, un pañuelo marrón y en el rostro un maquillaje que le envejecía y que le daba un tinte de ceniza y un aspecto de suciedad vulgar.
—Tienes un aspecto horrible —bromeó el Árabe—. Cien años y jeta de enterrador.
—Déjame en paz —dijo el gran Paul.
—No. Pase que te pegues cien años en la piel, pero deja este aire de miedo, este rostro de entierro que luces. No hay razón para ello.
—Hay un montón de razones.
—¿Cuáles?
—Me siento acorralado.
—¿Por quién? No duermes tres días en la misma cama… desconfías incluso de tu sombra y estás rodeado de camaradas. Fíjate, de las dos docenas de tipos que hay aquí, una docena se tirarían de cabeza al fuego por ti, hombres y mujeres.
—Porque pago.
—¿Y qué? Estás más guardado que un rey.
Entraron otros clientes, aislados o por parejas. Se sentaban o bailaban. El Árabe y el gran Paul los escrutaban con ojo sospechoso. El Árabe hizo un gesto a una de las sirvientas y le preguntó en voz baja:
—¿Quién es esa especie de inglés que está ahí enfrente?
—Un jockey, ha dicho el patrón.
—¿Ha venido otras veces?
—No lo sé. Soy nueva aquí.
El ciego tocaba un tango que una mujer con el rostro de yeso cantaba con voz rota de contralto, cuyas notas graves imponían un silencio melancólico.
—¿Sabes lo que te pasa? —insinuó el Árabe—. Clara. Desde su huida no te has repuesto.
El gran Paul le aplastó la mano.
—¡Cállate! No pienso en su huida… Se trata de ese miserable que quizá la ha tocado.
—¿Raoul?
—Lo que daría por aplastarle…
—Para aplastarle hay que encontrarle y desde hace cuatro días me esfuerzo en vano… Ha desaparecido.
—Pues hay que encontrarle, si no…
—Si no, ¿estás acabado? En el fondo tienes miedo.
El gran Paul se sobresaltó.
—¿Miedo? Estás loco. Lo que pasa es que he sentido, es que sé que entre él y yo hay una cuenta pendiente y que uno de los dos quedará fuera de combate.
—Y a ti te gustaría que ese uno fuera él.
—¡Diablos!
El Árabe se encogió de hombros:
—¡Idiota! Por una mujer… Siempre te has liado con estas historias del sexo.
—Clara es algo más que una mujer para mí, es la vida… No puedo vivir sin ella.
—Nunca te ha querido.
—Por eso mismo… ¡La idea de que ame a otro…! ¿Estás seguro de que aquel mediodía salía de casa de Raoul?
—Claro que sí, ya te lo he dicho… Hice cantar a la portera. Con un billete se obtiene lo que se quiere.
El gran Paul crispó sus puños y masculló palabras de cólera. El Árabe prosiguió:
—Y después la muchacha subió a casa del marqués. Cuando volvió a bajar hubo follón en el entresuelo. Era Gorgeret, pero la pequeña huyó. Por la tarde «trabajó» con Raoul el apartamento del marqués.
—¿Qué buscaría allí? —murmuró el gran Paul pensativamente—. Debió entrar con la llave que yo tenía y que creí perdida… Pero ¿qué buscaban? ¿Qué tienen que ver con respecto al marqués? Una vez ella me dijo que su madre había conocido al marqués y que antes de morir le había dicho cosas sobre él. ¿Qué cosas? Nunca quiso decírmelo… ¡Es una mujer muy extraña! No sé nada de ella… No se trata de que le guste mentir, no. Es clara como su nombre, pero esquiva y cerrada en sí misma.
El Árabe bromeó:
—¡Anímate, hombre! Vas a llorar… ¿No me has dicho que irías esta noche a la inauguración de un nuevo casino?
—Sí, el Casino Bleu.
—Entonces, recoges allí a otra fulana. Eso es lo que te conviene.
El sótano se había llenado. Una quincena de parejas giraban y cantaban en medio de la espesa humareda de los cigarrillos. El ciego y la mujer de la máscara de yeso hacían el mayor ruido posible. Las muchachas descubrían sus hombros, amonestadas por la patrona que exigía decencia.
—¿Qué hora es? —preguntó el gran Paul.
—Un poco más de las siete menos veinte.
Transcurrió un instante. Después el gran Paul afirmó, algo preocupado:
—Ya es la segunda vez que mi mirada se cruza con la de ese jockey.
—Tal vez sea un tipo de la prefectura… invítale a unas copas.
Callaron. El violón tocaba con sordina y después dejó de sonar. En un gran silencio la cantante iba a acabar su tango con unas notas graves que los habituales esperaban con deferencia. La mujer exhaló una, después otra. Pero un silbido estridente rasgó el techo, provocando acto seguido un reflejo brutal de la muchedumbre hacia el mostrador.
Súbitamente, la puerta de la escalera se abrió. Aparecieron dos hombres y después Gorgeret empuñando el revólver y vociferando:
—¡Las manos arriba! ¡Al primero que se mueva…!
Disparó para asustar a la gente. Tres de sus agentes se deslizaron hasta el pie de la escalera y gritaron también:
—¡Arriba las manos!
Una cuarentena de individuos obedecieron frente a los agentes. Pero el empuje de los que intentaban huir fue tan violento que el jockey inglés, a pesar de ser el primero en ponerse en pie, no pudo abrirse paso hasta el gran Paul. A pesar de las protestas de la patrona, el mostrador fue volcado. Ocultaba una puerta secreta por la que se deslizaron, uno a uno, en el desorden y el tumulto, los fugitivos. Dos de ellos, exasperados, luchaban para salir primero. El jockey inglés, subido a una silla, reconoció al Árabe y al gran Paul.
El cuerpo a cuerpo fue de una brutalidad espantosa. Ni uno ni otro querían ser detenidos por los agentes que avanzaban. Se hicieron algunos disparos que no les alcanzaron. Después el Árabe cayó de rodillas. El gran Paul se metió en el negro agujero de la salida y cerró la puerta tras de sí en el momento mismo en que intervenían los agentes.
Gorgeret, que acudía corriendo, tuvo una risa de triunfo. Cinco hombres de la banda chocaron contra el obstáculo.
—¡Buena caza! —gruñó.
—Sobre todo —añadió el jockey—, sobre todo si el gran Paul ha sido atrapado en la salida.
Gorgeret observó al inglés y reconoció a Raoul. Afirmó:
—Eso está hecho. He puesto allí a Flamant, un tipo sólido.
—Vaya usted, señor inspector, será mejor.
Gorgeret formuló sus órdenes. Se ató a los de la banda. Bajo la amenaza de los revólveres, se reunió a los restantes en uno de los rincones.
Raoul retuvo al inspector:
—Un segundo. Dé orden de que me dejen hablar con el Árabe que está allí. Está a punto para que se le saque algo… pero ha de ser enseguida…
Gorgeret consintió en ello y después se marchó.
Raoul se arrodilló junto al Árabe y le dijo en voz baja:
—¿Me reconoces? Soy yo, Raoul, el tipo del Quai Voltaire que te dio dos billetes. ¿Quieres otros dos?
El Árabe barbotó:
—No me gusta traicionar… Sin embargo…
—Sí, ha sido el gran Paul quien te ha impedido huir. Pero no tiene importancia porque te hubieran atrapado a la salida.
El Árabe picó el anzuelo y dijo con voz llena de rabia:
—¡Tonterías! Hay una salida nueva… una escalera que da al corredor.
—¡Diablos! —exclamó Raoul con despecho—. Eso es lo que obtiene uno por fiarse de Gorgeret.
—Así pues, ¿tú eres de la poli?
—No, pero en esta ocasión trabajo con ellos. ¿En qué puedo ayudarte?
—En nada de momento, puesto que me cogerían los billetes. Pero no hay pruebas contra mí. Cuando esté libre, envíame el dinero a A. R. B. E., despacho 79.
—¿Tienes confianza en mí?
—Hay que tenerla.
—Tienes razón. ¿Cuánto quieres?
—Cinco mil.
—¡Caray! Tienes apetito.
—Ni uno menos.
—Sea. Lo tendrás si tu informe es bueno… Y si nada dices de Clara la Blonde… ¿Hay posibilidad de encontrar al gran Paul?
—Sí, y peor para él… Me ha hecho una mala pasada… Esta noche, a las diez… en el Casino Bleu… Una nueva boîte.
—¿Estará solo?
—Sí.
—¿Por qué va allí?
—Tiene esperanza de encontrar a su rubita… La tuya, ¿verdad? Sólo que es una soirée de gala. Allí no verás al gran Paul.
—¿A Valthex, entonces?
—Sí, a Valthex.
Raoul preguntó todavía algunas cosas más, pero parecía que el Árabe había cesado en sus confidencias y se negó a responder.
Por otra parte, Gorgeret regresaba de la salida con aire desilusionado. Raoul le llevó aparte burlándose de él.
—Con las manos vacías, ¿verdad? Los polis siempre actuáis como unos idiotas, sin informaros a fondo. Pero no importa, no te preocupes.
—¿Ha hablado el Árabe?
—No, no tiene importancia. Yo repararé tu error. Cita esta noche a las diez en el control del Casino Bleu. Disfrázate de hombre de mundo para no llamar la atención.
Gorgeret se sorprendió.
—Claro que sí —insistió Raoul—. Tienes que ir disfrazado de hombre de mundo, de gala, y sobre todo ponte un poco de polvo de arroz en las mejillas y en la nariz. ¡Tienes unas mejillas tan rubicundas! ¡Y qué nariz más vulgar! Hasta luego, querido amigo.
Raoul encontró su coche en la calle vecina y cruzó París para llegar a su casa de Auteuil que, por aquella época, era su instalación principal y el centro de sus operaciones. En una larga avenida poco frecuentada, al fondo de un jardín bastante exiguo, un pabellón sin estilo, sin color, levantaba sus dos estrechos pisos compuestos de una habitación que daba a cada una de las fachadas.
La habitación de atrás daba sobre un patio provisto de un garaje inutilizado en el que se entraba por otra calle —lo que constituía la seguridad primordial de todas las instalaciones de Raoul. En los bajos, un comedor, profundo, formado por las dos habitaciones y sumariamente amueblado. En el primer piso, una habitación confortable y lujosa con sala de baño. El personal, ayuda de cámara fiel y vieja cocinera, dormían encima del garaje vacío. Raoul dejaba su coche a cien metros de allí.
A las ocho se sentó a la mesa. Courville, que se presentó, le anunció que el marqués había llegado a las seis y que la muchacha no había aparecido. Raoul se inquietó:
—¡Tiene que estar en algún rincón de París, aislada, en algún rincón de París, aislada, sin defensa! En cualquier momento el azar puede ponerla en manos de Valthex. Hay que actuar deprisa. Cena conmigo, Courville. Después me acompañarás al music-hall. Vestido de gala. Tú tienes una buena apariencia con el frac.
El atavío de Raoul fue largo y acompañado de ejercicios de agilidad. Tenía idea de que la noche sería movida.
—¡Bravo! —le dijo a Courville cuando éste se presentó—. Pareces un gran duque.
La hermosa barba cuadrada del secretario se apoyaba sobre una pechera impecable. Arqueaba un pecho de diplomático sobre un vientre redondeado.