IX

En persecución del gran Paul

La entrevista de Raoul y el notario Audigat fue breve. El notario planteó unas preguntas, de hecho inútiles, a las que Raoul contestó con respuestas claras y perentorias. El notario, contento de su propia fineza y de su clarividencia, prometió llenar todas las formalidades necesarias con la mayor brevedad posible.

Raoul abandonó el pueblo abiertamente, al volante de su coche, y se trasladó a Vichy en donde tomó una habitación y cenó. Hacia las once regresó a Volnic. Había estudiado todos los muros de la propiedad. En uno de los lados se abría una brecha para todos inaccesible menos para él. Consiguió pasar al otro lado, se dirigió hacia las ruinas y encontró bajo la hiedra al inspector Gorgeret, cuyas cuerdas y mordazas no habían cedido. Le dijo al oído:

—Soy el amigo que antes le ha procurado a usted estas horas de siesta reconfortante. Como veo que le gusta, le traigo algunas exquisiteces: jamón, queso y vino tinto.

Suavemente, desató la mordaza. El otro le envió una andanada de injurias con voz tan estrangulada y furiosa que era imposible entender. Raoul aprobó:

—En vista de que no tiene usted hambre, no hay por qué forzarle, amigo Gorgeret. Excúseme usted por haberle molestado.

Sujetó de nuevo la mordaza, verificó minuciosamente todas las ataduras y se fue.

El jardín estaba silencioso, la terraza desierta, las luces apagadas. Raoul había descubierto aquella misma tarde, bajo el techo de una dependencia, una escalera. La descolgó. Conocía la posición de la habitación en la que dormía Jean d’Erlemont. Apoyó la escalera y subió. La noche era cálida y la ventana, detrás de los postigos cerrados, estaba completamente abierta. Forzó silenciosamente el pestillo de los postigos y entró. Raoul oyó la respiración regular del marqués, encendió su linterna de bolsillo y vio los vestidos cuidadosamente doblados sobre una silla.

En un bolsillo de la chaqueta encontró la cartera. En la cartera, la carta que la madre de Antonine había escrito al marqués y que era la causa de la expedición nocturna de Raoul. La leyó.

«Es exactamente lo que pensaba —se dijo—. Esta excelente persona fue antaño una de las numerosas amantes del seductor marqués y Antonine es su hija. Bueno, puedo regresar».

Devolvió la cartera a su sitio, pasó de nuevo por la ventana y descendió.

Tres ventanas más lejos, a la derecha, estaba la habitación de Antonine. Apoyó su escalera y escaló de nuevo. También allí los postigos estaban cerrados y la ventana abierta. Entró en la habitación. Su linterna buscó la cama. Antonine dormía vuelta hacia la pared con sus rubios cabellos desparramados.

Esperó un minuto, y otro y otro más. ¿Por qué no se movía? ¿Por qué no se dirigía hacia aquella cama en la que la muchacha reposaba sin defensa? La otra noche en la biblioteca del marqués, había sentido la debilidad de Antonine frente a él y la sumisión con que la muchacha aceptaba la presión de la mano que la acariciaba. ¿Por qué no aprovechar la ocasión, puesto que a pesar de la inexplicable conducta de Antonine aquella tarde, Raoul sabía que no tendría fuerzas para resistírsele?

Su vacilación no fue larga. Volvió a descender.

«Hay momentos —pensó— en que los más malvados son blandos. En este caso, me bastaba con querer… sólo que no siempre se quiere…».

Tomó de nuevo el camino de Vichy, durmió allí y a la mañana siguiente regresó a París muy satisfecho de sí mismo. Estaba en el centro del asunto, entre el marqués d’Erlemont y su hija, Antonine, a su disposición, poseyendo un castillo histórico. ¡Cómo habían cambiado las cosas en pocos días desde que se ocupaba activamente de aquel caso! Ciertamente, no pretendía recibir la recompensa a sus servicios casándose con la hija del marqués d’Erlemont…

«No, no, soy modesto; mis ambiciones son restringidas y poco me importan los honores. A lo que yo aspiro… después de todo, ¿a qué aspiro? ¿A la herencia del marqués? ¿Al castillo? ¿Al placer del éxito? ¡Tonterías! Mi verdadero fin es Antonine, eso es todo».

A media voz, continuó hablándose a sí mismo:

«Estoy hecho un caballero andante. Para hacer el papel de gran señor y para impresionar a la hermosa lo he tirado todo por la borda. Soy un Jobard, un Quijote, un Cabotin».

Sin embargo, Raoul pensaba en ella con un fervor que le sorprendía, y la que evocaba no era la Antonine inquieta, enigmática, cuya mirada rehuía en el castillo de Volnic, y menos todavía la Antonine burlona, dolorosa y sumisa a las leyes de la fatalidad que, la primera noche en la biblioteca cumplía su trabajo de tinieblas, sino la otra, la del principio, aquella que había contemplado por primera vez en la pantalla luminosa de su salón. En aquel momento y durante su breve visita involuntaria, Antonine había sido encanto, despreocupación, felicidad de vivir, esperanza. Minutos fugitivos en un destino áspero y aplastante, pero minutos en los que Raoul había degustado profundamente la dulzura y la alegría.

«Sólo —y ésta era una cuestión que se planteaba muy a menudo y con irritación—, sólo que ignoro la razón secreta de sus actos. ¿Con qué propósito secreto ha maniobrado para captarse la confianza del marqués? ¿Sospecha que es su padre? ¿Quiere vengar a su madre? ¿Persigue acaso la riqueza?».

Obsesionado por el recuerdo y por todo lo que significaba aquel ser diverso, incomprensible y delicioso, Raoul, contrariamente a sus costumbres, efectuó el viaje en el más calmoso de los trenes. Almorzó en camino y no llegó a París hasta las tres con la intención de ver cómo estaban los preparativos de Courville. Pero no había subido más que la mitad de las escaleras de su piso cuando bruscamente echó a correr, subiendo el resto de las escaleras de cuatro en cuatro, abalanzándose sobre su puerta, entrando como un loco en la habitación, empujando a Courville que arreglaba la pieza y abatiéndose sobre el teléfono mientras exclamaba:

—¡Diablos, había olvidado por completo que debía almorzar con la magnífica Olga! Oiga, ¿señorita? ¡Oiga!, póngame con el Trocadéro Palace… deme la habitación de Su Majestad… ¡Oiga…!, ¿quién está al aparato? ¿La masajista…? ¿Eres tú, Charlotte? ¿Cómo estás, querida? ¿Estás contenta con tu trabajo…? Pero ¿qué dices? ¿Que el rey llega mañana…? Olga debe estar de un humor… Pásale la comunicación… Al galope, querida…

Esperó durante algunos segundos y después, con voz untuosa, alegre:

—¡Por fin! ¿Eres tú, Olga? Hace dos horas que intento hablar contigo. Pero ¿qué dices…?, ¿qué soy un malandrín…? Vamos, Olga, no te encolerices… no tengo yo la culpa de estar en pana a ochenta kilómetros de París… tienes que comprender que en esas condiciones… Y tú, querida, ¿qué haces? ¿Te haces dar masaje…? ¡Ah, magnífica Olga, quien estuviera aquí…!

Escuchó un chasquido metálico al otro lado del hilo. Furiosa, la magnífica Olga, había cortado la comunicación.

—¡Cielo santo! ¡Echa espuma por la boca! ¡También yo empiezo a estar harto de Su Majestad!

—¡La reina de Borostiria! —murmuró Courville con tono de reproche—. ¡Estar harto de una reina!

—Tengo algo mejor que ella, Courville —exclamó Raoul—. ¿Sabes quién es la joven del otro día? ¿No? ¡Eres poco malicioso…! Se trata de una hija natural del marqués d’Erlemont. Este caballero es encantador. Acabamos de pasar dos días juntos en el campo. Y yo le caigo muy bien. Me ha otorgado la mano de su hija. Tú serás mi testigo de honor. Ah, a propósito… te pone de patitas en la calle.

—¿Cómo?

—O por lo menos podría ponerte de patitas en la calle. Así pues, coge la delantera. Déjale una nota diciéndole que tu hermana está enferma.

—Pero si yo no tengo hermana.

—Precisamente. Así no será de mal agüero. Y después te largas con tus trastos.

—¿Y dónde me refugio?

—Bajo los puentes. A menos que prefieras la habitación que hay encima del garaje en nuestro pabellón de Auteuil. ¿Sí? Entonces, vamos, date prisa. Y sobre todo, déjalo todo en orden en casa de mi suegro. Si no te haré picadillo.

Courville se fue sorprendido. Raoul permaneció allí durante largo tiempo para verificar si quedaba algo sospechoso. Quemó unos papeles y a las cuatro y media salió nuevamente en coche. En la estación de Lyon se informó sobre la hora en que llegaba el rápido de Vichy y se apostó en el andén que le indicaron.

Entre la muchedumbre de gente que descendía del tren y que se amontonaba a la salida, descubrió el poderoso perfil de Gorgeret. El inspector enseñó su carnet al empleado y pasó. Una mano se posó sobre su hombro. Un rostro amable le dio la bienvenida. Una boca sonriente pronunció:

—¿Cómo va eso, señor inspector?

Gorgeret no era de esos que se dejan desconcertar fácilmente. ¡Había visto tantas cosas en su vida de policía! ¡Había vivido tantos acontecimientos insólitos y conocía tantos personajes fantasiosos! Pero quedó confundido, incapaz de traducir lo que sentía. Raoul se sorprendió:

—¿Qué sucede, mi querido amigo? Espero que no esté enfermo. Y yo que creía que le causaría placer que yo viniera a esperarle… Al fin y al cabo no es más que una muestra de gentileza y afecto.

Gorgeret le tomó por el brazo y le arrastró aparte. Entonces, vibrante de indignación, logró pronunciar:

—¡Qué cara más dura! ¿Crees que no te reconocí anoche en las ruinas? ¡Cerdo! ¡Imbécil! Ante todo, vas a seguirme a la prefectura. Allí hablaremos.

Empezaba a levantar la voz hasta el punto de que algunos paseantes se detuvieron.

—Si eso ha de complacerte, viejo amigo —dijo Raoul—. Pero reflexiona que si he venido aquí y te he abordado es porque tengo razones serias para hacerlo. Uno no se mete en la boca del lobo, ¡y qué boca!, por el placer de meterse.

El argumento convenció a Gorgeret, que se contuvo:

—¿Qué quieres? Apresúrate.

—Tengo que hablarte de alguien.

—¿De quién?

—De alguien a quien tú detestas, de tu enemigo personal, de un tipo a quien capturaste, y que se te ha escapado y cuyo arresto definitivo debe ser la obsesión de tus pensamientos y la gloria de tu carrera. ¿Debo decir su nombre?

Gorgeret murmuró algo pálido:

—¿El gran Paul?

—El gran Paul —confirmó Raoul.

—¿Y después?

—¿Cómo, después?

—¿Has venido a esperarme a la estación para hablarme del gran Paul?

—Sí.

—Entonces, tienes alguna revelación que hacerme.

—Mejor que esto: una oferta.

—¿Cuál?

—Su arresto.

Gorgeret no se movió. Pero unos pequeños signos que Raoul había ya notado, temblor en las aletas de la nariz, guiño de sus párpados, traicionaron su emoción. Insinuó:

—¿Dentro de ocho días? ¿Acaso de quince?

—Esta tarde.

Nueva palpitación de las aletas de la nariz y de los párpados.

—¿Qué precio a cambio?

—Tres francos cincuenta.

—Sin bromas. ¿Qué pides?

—Que me dejes en paz, a mí y a Clara.

—De acuerdo.

—¿Palabra de honor?

—Palabra de honor —afirmó Gorgeret con una sonrisa falsa.

—Además, necesito cinco hombres sin contarte a ti.

—¡Diablos! ¿Así pues, son numerosos los otros?

—Probablemente.

—Vendré con cinco muchachos.

—¿Conoces al Árabe?

—Un tipo peligroso.

—Es el brazo derecho del gran Paul.

—¡Vaya!

—Se ven cada tarde a la hora del aperitivo.

—¿Dónde?

—En Montmartre. En el bar Les Écrevisses.

—Lo conozco.

—También yo. Se desciende a un sótano y desde este sótano se puede huir por una salida oculta.

—Exacto.

Raoul precisó:

—Cita allá abajo a las siete menos cuarto. Entraréis en el sótano en bloque, con el revólver en la mano. Yo estaré ya allí antes. Pero, cuidado, no disparéis contra un tipo con cara de jockey inglés que os esperará. Seré yo. Además, hay que apostar dos agentes en la salida de emergencia para recoger a los fugitivos. ¿De acuerdo?

Gorgeret estudió la propuesta durante largo rato.

¿Por qué separarse en lugar de ir juntos hasta aquel bar? ¿Era una estratagema? ¿Una manera de escapar?

Tanto como al gran Paul, Gorgeret detestaba a aquel hombre que se burlaba tan fácilmente de él y que le había injuriado de modo tan vil la noche anterior, en las ruinas del castillo. Pero, por otra parte, ¡qué tentación! ¡La captura del gran Paul…! Ya oía el rumor de la noticia.

«Bah —pensó Gorgeret—, a éste le cogeré otro día, y a Clara la Blonde con él».

En voz alta añadió:

—De acuerdo. A las siete menos cuarto el ataque por sorpresa.