VIII

Un extraño colaborador

A pesar de sus pretensiones de sangre fría, el notario quedó muy turbado. Una puja doble de las precedentes no era muy frecuente. Murmuró:

—¿Novecientos cincuenta mil francos? ¿No hay quien dé más?… Novecientos cincuenta… adjudicado.

Todo el mundo se apretujó alrededor del recién llegado. El notario Audigat, inquieto, vacilante, iba a preguntarle por segunda vez que confirmara la oferta y a informarse de su nombre, referencias, etc., cuando comprendió por la mirada de Raoul que aquel caballero no era de los que se dejan maniobrar. Hay hábitos y conveniencias a las que hay que someterse. Las explicaciones de este tipo no se producen en público.

El notario se contuvo, pues, y se limitó a empujar al público hacia fuera con el fin de reservar el salón para la conclusión de un negocio que se presentaba de manera singular. Cuando regresaba, Raoul estaba sentado frente a la mesa y, con la estilográfica en la mano, firmaba un cheque.

Un poco más lejos, de pie, Jean d’Erlemont y Antonine seguían sus gestos sin decir palabra.

Siempre apacible y tranquilo, Raoul se levantó y, dirigiéndose al notario con la desenvoltura de un señor a quien incumbe el cuidado de tomar decisiones, le dijo:

—Dentro de un momento, señor Audigat, me permitiré reunirme con usted en su despacho, donde podrá usted examinar las piezas que le confiaré. ¿Quiere usted precisarme los informes que necesita?

—Ante todo su nombre, caballero.

—Aquí están mis documentos: don Luis Perenna, súbdito portugués de origen francés. Éste es mi pasaporte y aquí están todas mis referencias útiles. En cuanto al pago, aquí hay un cheque, por valor de la mitad, del Banco Portugués de Crédito en Lisboa, en donde tengo mi cuenta. La otra mitad le será entregada en la fecha que el señor d’Erlemont quiera fijar después de nuestra conversación.

—¿Nuestra conversación? —preguntó el marqués sorprendido.

—Sí, señor. Tengo muchas cosas interesantes para comunicarle.

El notario, cada vez más desorientado, estuvo a punto de hacer algunas objeciones ya que, ¿quién garantizaba que habría dinero suficiente en la cuenta? ¿Quién probaba que, en el intervalo necesario para el pago del cheque, la provisión no se agotaría? ¿Quién probaba…? Calló. No sabía qué decir frente a aquel hombre que le intimidaba y a quien su intuición personal señalaba como a un caballero quizá no muy escrupuloso y, en todo caso, bastante peligroso para un oficial ministerial vinculado a la letra de los reglamentos.

Por último, juzgó prudente reflexionar y dijo:

—Me encontrará usted en mi despacho, caballero.

Se fue con la cartera bajo el brazo. Jean d’Erlemont, deseoso de cambiar algunas palabras con él, le acompañó hasta la terraza. Antonine, que había escuchado las explicaciones de Raoul con visible excitación, también quiso salir, pero Raoul había cerrado la puerta y empujó a la muchacha. Turbada, corrió hasta la otra puerta que daba directamente al vestíbulo. Raoul, rápido, la alcanzó y la tomó por el talle.

—Tiene usted hoy —dijo riendo— un aire feroz. ¿Acaso no nos conocemos? Gorgeret eliminado hace un rato. El gran Paul derrotado la otra noche. ¿Nada de todo eso cuenta para usted, señorita?

Quiso besarla en la nuca, pero sus labios se posaron en la tela de su corpiño.

—Déjeme usted —balbuceó Antonine—, déjeme, esto es abominable.

Obstinadamente vuelta hacia la puerta que intentaba abrir, la muchacha se debatía con furor. Raoul, irritado, la cogió por el cuello, le hizo volver la cabeza y buscó bruscamente la boca que intentaba zafarse.

La muchacha gritó:

—¡Ah! ¡Qué vergüenza! ¡Voy a llamar…! ¡Qué vergüenza!

Raoul retrocedió súbitamente. Los pasos del marqués resonaban en las losas del vestíbulo. Murmuró:

—Pues tiene usted suerte. ¡Aunque si hubiera sabido esto! La otra noche, en la biblioteca del marqués, era usted más dócil. Pero ya volveremos a vernos.

La muchacha dejó de forcejear la puerta. Retrocedió también. Cuando Jean d’Erlemont entró la vio frente a él en una actitud de duda y de emoción.

—¿Qué sucede?

—Nada —dijo la muchacha, todavía sofocada—. Quería hablar con usted.

—¿De qué?

—No, nada, una cosa sin importancia… Me equivocaba. Le aseguro, padrino…

El marqués se volvió hacia Raoul que escuchaba sonriente y que respondió a su muda interrogación:

—Supongo que la señorita quería hablarle de un ligero malentendido que, por otra parte, yo mismo deseo disipar.

—No le entiendo, caballero —declaró el marqués.

—Mire usted. He dado mi verdadero nombre, don Luis Perenna. Pero por razones personales vivo en París bajo nombre prestado: señor Raoul. Con este nombre le alquilé el entresuelo de su casa del Quai Voltaire. El otro día, la señorita llamó a mi puerta en lugar de llamar a la suya y yo le expliqué su error presentándome con mi nombre prestado. Entonces, ¿no es así, señorita?, ha debido experimentar alguna sorpresa hoy al identificarme…

La sorpresa de Jean d’Erlemont parecía igualmente grande. ¿Qué le quería decir aquel personaje extraño cuya conducta era bastante equívoca y cuyo estado civil no parecía claramente establecido?

—¿Quién es usted, caballero? Ha solicitado usted una entrevista conmigo… ¿con qué propósito?

—¿Con qué propósito? —dijo Raoul quien hasta el fin de la conversación no volvió los ojos hacia la muchacha—. A propósito de un negocio…

—¡Yo no tengo negocios! —le lanzó d’Erlemont con voz cortante.

—Tampoco yo —afirmó Raoul—, pero me ocupo de los de los demás.

Aquello se ponía serio. ¿Era el inicio de un chantaje? ¿La amenaza de un enemigo que iba a descubrirse? D’Erlemont palpó el bolsillo en el que llevaba un revólver y consultó con la mirada a su ahijada. Antonine escuchaba con una atención ansiosa.

—Seamos breves —dijo el marqués—. ¿Qué quiere usted?

—Recuperar la herencia que usted no ha podido conseguir.

—¿La herencia?

—La de su abuelo que desapareció y a cuyo respecto usted ha hecho hacer inútiles investigaciones a una agencia.

—¡Ah, bien! Usted se presenta como un agente de información.

—No, sino como alguien a quien gusta hacer favores a sus semejantes. Tengo la afición de esta especie de investigaciones. Es una pasión, una necesidad de saber, de esclarecer, de resolver estos enigmas. En verdad, no podría decirle a qué sorprendentes resultados he llegado en la vida, los problemas seculares que he resuelto, los tesoros históricos que he sacado a la luz del día, las tinieblas que he llegado a alumbrar…

—¡Bravo! —gritó el marqués con buen humor—. Y, claro está, con una pequeña comisión.

—Ninguna.

—¿Trabaja usted gratis?

—Por placer.

Raoul lanzó estas últimas palabras también con una sonrisa. ¡Qué lejos estaba de los proyectos que había expuesto a Courville! Los veinte o treinta millones para él… el diez por ciento abandonado al marqués… En verdad, su necesidad de hacerse valer y de desempeñar un buen papel frente a su interlocutor y sobre todo ante la joven, le condujo a ofrecer dinero antes que reclamarlo.

Se paseaba arriba y abajo con la cabeza levantada, contento de impresionar a d’Erlemont y de mostrarse a sus ojos bajo una luz favorable.

Desorientado, dominado por él, el marqués pronunció sin ironía ya:

—¿Tiene usted alguna información que darme?

—Por el contrario, soy yo quien vengo a pedírsela —contestó Raoul alegremente—. Mi propósito es simple: vengo a ofrecer mi colaboración. Vea usted, caballero: en todas las empresas a las que me consagro, existe siempre un período de tiempo de tanteo que sería mucho más corto si se quisiera confiar en mí desde el primer momento, lo que ocurre raramente. Naturalmente, me estrello contra reticencias y desconfianzas que me obligan a descubrirlo todo por mí mismo. ¡Cuánto tiempo perdido! ¡Cómo actuaría usted en su propio favor si consintiese en ahorrarme las falsas pistas y en decirme, por ejemplo, en qué consistía esta misteriosa herencia y si usted ha pleiteado por ella!

—¿Es todo lo que usted desea saber?

—¡Diablos, no! —respondió Raoul.

—¿Qué más?

—¿Puedo hablar delante de la señorita del drama que se desarrolló en este castillo en la época en que usted todavía no era el propietario de Volnic?

El marqués se turbó y respondió sordamente:

—Ciertamente. Yo mismo he hablado de la muerte de Elisabeth Hornain a mi ahijada.

—Pero sin duda no le ha confiado el extraño secreto que usted ocultó a la justicia.

—¿Qué secreto?

—Que usted era el amante de Elisabeth Hornain —y sin dejar a d’Erlemont tiempo para reaccionar, Raoul añadió—: Ya que eso es lo inexplicable y lo que más me intriga. Una mujer muere y es despojada de sus joyas. Se abre una investigación. Se le interroga a usted como se interroga a todos los asistentes. Y usted no dice que tenía vínculos amorosos con esa mujer. ¿Por qué ese silencio? ¿Y por qué acto seguido compró usted este castillo? ¿Ha hecho usted investigaciones por su cuenta? ¿Sabe alguna otra cosa más de lo que yo he leído en los periódicos de la época? Por último, ¿existe alguna relación entre el drama de Volnic y el robo de la herencia del cual ha sido usted víctima? ¿Los dos asuntos tienen el mismo origen, el mismo desarrollo, los mismos actores? Éstas son las preguntas, caballero, a las que me gustaría que me respondiera usted, lo que me permitiría avanzar en el caso.

Un largo silencio siguió a las palabras de Raoul. La duda del marqués desembocó en una manifiesta voluntad de no decir nada. Raoul levantó ligeramente los hombros y exclamó:

—¡Qué lástima! Cuánto lamento que se niegue usted a responder. ¿No comprende usted que un caso no queda nunca cerrado? En la mente de la gente que ha intervenido en él siempre sigue abierto y, en ocasiones, un interés personal que usted ignora intenta aprovecharse de él. ¿No le da qué pensar esta idea?

Raoul se sentó junto al marqués y, escanciando sus frases, martilleando sus palabras, pronunció:

—Conozco cuatro de estas tentativas aisladas que giran alrededor de su pasado, caballero. La mía, que me condujo de entrada al entresuelo del Quai Voltaire y después a este castillo, que he comprado para que no lo hiciera otro, hasta tal punto deseaba hacerme dueño de la investigación. Éste es el primero. Acto seguido está Clara la Blonde, la antigua amante del gran Paul, el famoso bandido; Clara la Blonde, que penetró la otra noche en su biblioteca de París y que violó el cajón secreto de su despacho para poder husmear entre sus fotografías. Éste es el segundo.

Raoul hizo una pausa. ¡Con qué cuidado evitaba mirar a la joven mientras que, inclinado sobre el marqués, intentaba concentrar toda su atención en él! Con los ojos clavados en los de d’Erlemont, aprovechando la sorpresa del viejo caballero, continuó con voz baja:

—Pasemos al tercer caso, ¿quiere usted?… El más peligroso con toda seguridad… Pasemos a Valthex.

El marqués se sobresaltó.

—¿Valthex? ¿Qué dice usted?

—Sí, Valthex, el sobrino o el primo, en todo caso el pariente de Elisabeth Hornain.

—¡Absurdo! ¡Imposible! —protestó d’Erlemont—. Valthex es un jugador, un libertino de moralidad dudosa, ya lo sé, pero ¿peligroso? ¡Vamos, no exagere!

Siempre frente al marqués, Raoul prosiguió:

—Valthex tiene otro nombre, caballero; un mote, mejor dicho, con el que es conocido en el mundo del crimen.

—¿El mundo del crimen?

—A Valthex le busca la policía.

—¡Imposible!

—Valthex no es otro que el gran Paul.

La agitación del marqués fue extrema. Se sofocó, e indignado, protestó:

—¿El gran Paul? ¿El jefe de banda…? Es inadmisible… Valthex no es el gran Paul. ¿Cómo puede usted pretender…? ¡No, no, Valthex no es el gran Paul!

—Valthex no es otro que el gran Paul —repitió Raoul implacable—. La noche de la que le he hablado yo sabía que el gran Paul, apostado con sus cómplices en la calle, espiaba a su antigua amiga. Cuando Clara salió de su casa quiso raptarla… Pero yo estaba allí. Me batí con él y al verle a plena luz reconocí a Valthex, cuyas maniobras alrededor de usted vigilaba desde hacía alrededor de un mes. ¡Y van tres! Pasemos al cuarto intruso: la policía… La policía, que oficialmente ha renunciado pero que se obstina en la persona testaruda y vindicativa del inspector que, antaño, fue aquí el auxiliar impotente de la ley: me refiero al inspector principal Gorgeret.

En dos ocasiones, Raoul se arriesgó a echar un vistazo a la muchacha. La veía mal, puesto que estaba a contraluz, pero el hombre adivinaba su emoción, la angustia que debía infligirle aquel relato en el que su papel, su misterioso papel, se mezclaba estrechamente.

El marqués, a quien las revelaciones de Raoul parecían turbar en lo más profundo, bajó la cabeza.

—Recuerdo a ese Gorgeret, aunque no me interrogó nunca. No creo que esté enterado de las relaciones que me unían a Elisabeth Hornain.

—No —afirmó Raoul—. Pero también él debe haber leído algún anuncio de la venta del castillo y ha venido.

—¿Está usted seguro?

—Le he encontrado en las ruinas.

—Así pues, ¿ha asistido a la subasta?

—No, no ha asistido.

—¡Cómo!

—No ha abandonado las ruinas.

—¿Cómo es eso?

—Sí, he preferido retenerle allí poniéndole una mordaza en la boca, un pañuelo en los ojos y unas cuerdas en los brazos y las piernas.

El marqués tuvo un sobresalto.

—Me niego absolutamente a prestarme a un acto semejante.

Raoul sonrió:

—Usted no se presta a nada, caballero. La responsabilidad de este acto me incumbe a mí solo y solamente por deferencia se lo comunico a usted. Mi deber es ejecutar las cosas que yo juzgo útiles para nuestra seguridad común y para el buen fin de este asunto.

Jean d’Erlemont se dio cuenta entonces a dónde le arrastraba una colaboración que no quería a ningún precio pero que le era impuesta por las circunstancias y por la voluntad de su interlocutor. ¿Cómo sustraerse a ella?

Raoul volvió a hablar:

—Ésta es la situación, caballero. Es grave o, al menos, puede agravarse sobre todo por parte de Valthex y ello me obliga a intervenir desde ahora. La antigua amiga del gran Paul está amenazada por éste, quien además está decidido a actuar contra usted, Por lo tanto he de tomar la ofensiva y hacerle arrestar mañana por la tarde por la policía. ¿Qué sucederá entonces? ¿Acaso se establecerá la identidad del gran Paul y de Valthex? ¿Acaso descubrirá sus relaciones con Elisabeth Hornain, acusándole a usted al cabo de quince años? Lo ignoro y por esto me hubiera gustado estar al corriente de lo que sucedió…

Raoul esperó, pero esta vez la indecisión del marqués no fue larga. Declaró:

—No sé nada… no puedo decir nada.

Raoul se levantó.

—Sea. Ya me las arreglaré solo. Será más largo, habrá ruido. Usted lo habrá querido. ¿Cuándo marcha usted?

—Mañana, en coche, a las ocho.

—Bien. Creo que Gorgeret no podrá librarse antes y, por consiguiente, cogerá el tren de las diez de la mañana en Vichy. Por esta parte, no hay nada que temer si usted se encarga de que la guardiana del castillo no dé información alguna sobre la señorita y sobre usted. ¿Permanecerá usted en París?

—Solamente una noche y luego me ausentaré durante tres semanas más o menos.

—¿Tres semanas? Concertemos una cita para dentro de cinco días. El miércoles, tres de julio, en el banco de la terraza, delante del castillo, a las cuatro. ¿Le parece bien?

—Sí —murmuró d’Erlemont—. Reflexionaré durante este tiempo.

—¿Sobre qué?

—Sobre sus revelaciones y sobre lo que usted me propone.

Raoul se echó a reír.

—Será demasiado tarde, caballero.

—¿Demasiado tarde?

—¡Diablos, sí! No tengo mucho tiempo para conceder al asunto d’Erlemont. Dentro de veinticinco días estará todo resuelto.

—¿Qué es lo que estará resuelto?

—El asunto Jean d’Erlemont. El tres de julio, a las cuatro, le traeré la verdad sobre el drama y sobre lodos los enigmas que lo complican. Igualmente le traeré la herencia de su abuelo materno… lo que permitirá a la señorita, por poco que lo desee y mediante la restitución del cheque que acabo de firmar, conservar y habitar este castillo que tanto parece complacerla.

—Entonces… entonces… —exclamó d’Erlemont muy emocionado—, ¿cree usted verdaderamente que tendrá éxito en este asunto?

—Un solo obstáculo podría impedírmelo.

—¿Cuál?

—El que ya no esté en este mundo.

Raoul cogió su sombrero con el que saludó con resto elegante a Antonine y al marqués y, sin añadir una palabra, giró sobre sí mismo y salió con un cierto contoneo que debía serle familiar en los instantes en que más particularmente se sentía satisfecho de sí mismo.

Se oyeron sus pasos en el vestíbulo y poco después la puerta de la torre se cerró.

Solamente entonces el marqués se sacudió su estupor y murmuró, todavía pensativo:

—No, no… no se puede confiar de este modo en el primer recién llegado… ciertamente, nada de especial tenía que decirle, pero en verdad, uno no se asocia con esos individuos.

Al ver que Antonine callaba, le dijo:

—¿Eres de la misma opinión, verdad?

La muchacha replicó con embarazo:

—No lo sé, padrino… no tengo ninguna opinión…

—¡Es un aventurero! ¡Un hombre que lleva dos nombres, que surge de no se sabe dónde…!, ¡y que persigue no se sabe qué…! ¡Y que se ocupa de mis asuntos… que se burla de la policía… y que no duda, sin embargo, en hacer arrestar al gran Paul! —se interrumpió en la enumeración de los actos de Raoul, meditó durante dos o tres minutos y concluyó—: Un hombre extraordinario, que tiene todas las posibilidades de alcanzar el éxito… verdaderamente extraordinario…

—Extraordinario —repitió la muchacha a media voz.