Castillo en venta
El castillo de Volnic había conservado su aspecto de palacio con torres y con techo de tejas rojizas. Pero algunos de los postigos pendían de las ventanas, demolidos y lamentables, faltaban muchas tejas, la mayoría de las avenidas estaban invadidas por hierbajos y ortigas, y la masa de las ruinas desaparecía bajo una aglomeración de hiedra que cubría el granito con sus hojas e incluso cambiaba la forma de las torres medio derruidas.
En particular, el terraplén de la capilla en donde había cantado Elisabeth Hornain ya no se distinguía en medio de las ondulaciones de verdor.
Fuera, sobre los muros de la torre de entrada, a ambos lados de la puerta maciza por la que se entraba en el patio de honor, grandes carteles anunciaban la venta del castillo y daban los detalles de las habitaciones, dependencias, granjas y terrenos que formaban la posesión.
Desde hacía tres meses, estos anuncios estaban colgados en los muros y habían aparecido en los periódicos de la región gacetillas al respecto. Las puertas del castillo estaban abiertas a horas fijas para permitir a los eventuales compradores la visita del lugar y la viuda Lebardon había contratado a un hombre del lugar para deslindar y limpiar la terraza y para desbrozar el camino que subía hasta las ruinas. Habían acudido muchos curiosos que recordaban el drama. Pero la viuda Lebardon, al igual que el joven notario hijo y sucesor de Audigat, seguía fiel a la consigna de silencio que antaño se les impusiera. ¿Quién había comprado hacía tiempo el castillo para revenderlo ahora? Se ignoraba.
Aquella mañana —la tercera desde el momento en que d’Erlemont saliera de París— los postigos que cerraban una de las ventanas del primer piso fueron abiertos de golpe y apareció la rubia cabeza de Antonine, una Antonine primaveral, vestida con su traje gris y tocada con una pamela de paja que le caía en aureola sobre los hombros, sonriente al sol de junio, a los árboles verdes, a los hierbajos sin cultivar, al cielo tan azul. Llamó:
—¡Padrino…!, ¡padrino!
La muchacha descubrió al marqués d’Erlemont que fumaba su pipa a veinte pasos de la planta baja, sentado en un viejo banco, protegido del sol por un grupo de tuyas.
—¡Ah! ¿Ya te has despertado? —dijo alegremente el marqués—. Son sólo las diez de la mañana.
—Duermo tanto, aquí… Mire usted lo que he encontrado en un armario, padrino… Un viejo sombrero de paja.
La muchacha entró en su habitación, descendió la escalera de cuatro en cuatro, franqueó la terraza y se aproximó al marqués, a quien ofreció la frente.
—¡Dios mío, padrino…! Si es que quiere usted que le siga llamando padrino… ¡Qué feliz soy…! ¡Todo es tan hermoso! Y usted es tan bueno conmigo. Parece que vivo un cuento de hadas.
—Lo mereces, Antonine… Según lo poco que me has contado de tu vida. Y digo lo poco, porque parece que no te gusta mucho hablar de ti misma.
Una nube ensombreció el claro rostro de la muchacha. Dijo:
—No tiene ningún interés. Sólo cuenta el presente. ¡Y si este presente pudiera durar!
—¿Por qué no?
—¿Por qué? Porque el castillo será vendido esta mañana y mañana estaremos en París. ¡Qué lástima! ¡Se respira tan bien aquí! ¡El corazón se llena de alegría y los ojos también!
El marqués guardó silencio. La muchacha acarició con su mano la del hombre y dijo con ternura:
—¿Es necesario que lo venda usted, verdad?
—Sí —repuso el marqués—. ¿Qué quieres? Desde que lo compré a mis amigos Jouvel no he venido más de diez veces, y siempre con prisas, sin pasar más de veinticuatro horas seguidas aquí. Como que necesito dinero, me he decidido, y a menos de que se produzca un milagro… —y añadió sonriendo—: Por otra parte, puesto que te gusta esta región, ya encontraremos un medio para que puedas vivir aquí.
La muchacha le miró sin comprender. D’Erlemont se puso a reír:
—Desde anteayer, me parece que el notario Audigat, hijo y sucesor de su difunto padre, multiplica sus visitas. ¡Oh, ya sé! No es muy atractivo pero, a pesar de todo, siente una tan fuerte pasión por mi ahijada…
Antonine enrojeció.
—No diga usted eso, padrino. Ni tan sólo me he fijado en el señor Audigat… y la razón por la cual este castillo me gusta tanto es porque usted está conmigo.
—¿Es verdad eso?
—Absolutamente cierto, padrino.
El hombre pareció emocionado. Desde el primer momento, aquella muchacha, que él sabía que era su hija, había enternecido su corazón endurecido de viejo solterón y la gracia y profunda ingenuidad que notaba en ella le habían turbado. También se sentía atraído por la especie de misterio que la envolvía, con aquella reticencia continua sobre los hechos de su pasado. En algunas ocasiones se abandonaba llena de manifestaciones que parecían provenir de una naturaleza expansiva, ocasiones que se prodigaban cuando estaba con él, pero acto seguido se dominaba y caía en una reserva desconcertante que la hacía aparecer indiferente e incluso hostil a las atenciones de aquel a quien había llamado tan espontáneamente padrino.
Y cosa rara, desde su llegada al castillo, el hombre producía esta misma impresión, un poco contradictoria, a la muchacha.
En realidad, fueran cuales fueran la simpatía y el deseo de afecto que les empujaba el uno hacia el otro, no podían, en tan poco tiempo, romper todos los obstáculos que se interponían entre ambos. Jean d’Erlemont intentaba a menudo comprenderla y la miraba diciéndose a sí mismo: «¡Cómo te pareces a tu madre! En ti veo la misma sonrisa que transforma el rostro».
A la muchacha no le gustaba que el marqués hablara de su madre y le respondía siempre con evasivas nuevas preguntas. De este modo, d’Erlemont se vio obligado a contar brevemente a la muchacha el drama del castillo y la muerte de Elisabeth Hornain, lo que la apasionó.
Almorzaron servidos por la viuda Lebardon.
A las dos, el notario, señor Audigat, vino a tomar el café y a velar por los preparativos de la venta por subasta que se debía de efectuar a las cuatro, en uno de los salones abiertos para tal circunstancia. Era un joven pálido, de aspecto desagradable, tímido y engolado, que lanzaba con descuido en medio de la conversación alejandrinos que él mismo fabricaba para este efecto, añadiendo: «Como dice el poeta».
Y lanzaba una ojeada a la muchacha para ver el efecto que sus palabras producían.
Después de un largo y paciente esfuerzo, aquella estupidez indefinidamente repetida, cansó tanto a Antonine que dejó a los dos hombres solos y salió al parque.
Ante la proximidad de la hora fijada para la venta, el patio principal se había llenado de gente que, rodeando una de las salas del castillo, empezaba a formar grupos en la terraza y ante el jardín inglés. Se trataba en su mayoría de ricos campesinos, de burgueses de pequeñas ciudades vecinas y de algunos gentilhombres de la región. Y, sobre todo, habían acudido curiosos entre los cuales habría media docena de compradores eventuales según las previsiones del notario Audigat.
Antonine encontró algunas personas que aprovechaban la ocasión para visitar las ruinas que desde hacía tanto tiempo estaban cerradas a los turistas. Ella se paseó también por allí como una visitante más, atraída por el grandioso espectáculo. Pero cuando el tintineo de una campana reunió a la gente en el patio del castillo, la muchacha permaneció sola y se aventuró por los caminos que todavía no habían sido desbrozados de hierbajos y plantas silvestres.
Se adentró incluso por la maleza, alcanzando así el terraplén que rodeaba la pequeña loma en la que, quince años antes, se había producido el drama. Si no hubiera sido que el marqués le había revelado todas las circunstancias de la tragedia, la muchacha no habría podido encontrar el emplazamiento exacto entre aquella inextricable maleza.
Antonine alcanzó la loma a duras penas y, súbitamente, al llegar a un espacio más libre, se detuvo en seco ahogando un grito. A diez pasos, también parado en seco con un movimiento de sorpresa, apareció la silueta del hombre a quien no había podido olvidar en los cuatro días de intervalo que habían transcurrido. Era de estatura poderosa, de enormes espaldas y áspero rostro.
Era el inspector Gorgeret.
Aunque lo había visto fugazmente, Antonine no se equivocó: era él. Era el policía, cuya ruda voz había escuchado y que la había seguido en la estación manifestando su deseo de atraparla.
El duro rostro del policía dibujó una expresión bárbara. Una carcajada maligna torció su boca y gruñó:
—¡A esto se le llama suerte! La rubita que se me escapó en tres ocasiones el otro día… ¿Qué está haciendo por aquí? ¿También usted se interesa en la venta del castillo?
Dio un paso hacia adelante. Asustada, Antonine hubiera querido huir pero, además de que no tenía fuerzas para ello, ¿cómo lo hubiera podido hacer, acorralada por los obstáculos que le impedían correr?
El inspector avanzó otro paso burlándose de la muchacha:
—No tienes escapatoria. Estás bloqueada. Qué revancha para Gorgeret, ¿verdad? He aquí que Gorgeret, quien después de tantos años no pierde de vista el asunto tenebroso de este castillo y que no ha querido perder la ocasión de husmear por aquí aprovechando la venta del castillo, he aquí digo, que se encuentra frente a frente con la amante del gran Paul. Si verdaderamente existe la Providencia, tendrás que confesar que me protege contra viento y marea.
Un nuevo paso. Antonine se envaraba para no caer.
—Parece que tienes miedo. ¿A qué viene esa mueca? Pero tienes razón, tu situación es mala, muy mala. Y tendrás que explicarme a qué se debe la vinculación de Clara la Blonde y el gran Paul con la aventura del castillo y el papel que desempeñáis en todo eso. Todo este asunto es subyugador y no cambiaría por nada mi posición de ahora.
Tres pasos más. Gorgeret sacó de su cartera el mandato de arresto que desplegó con un aire de feroz ironía.
—¿Es necesario que lea mi papelito? ¿No vale la pena, verdad? Me acompañarás dócilmente hasta mi coche y en Vichy tomaremos el tren hacia París. La verdad es que siento perderme la ceremonia de la subasta, pero he encontrado una pieza que me compensa. Pero ¿por qué diablos…?
Se interrumpió. Sucedía algo que le intrigaba. La expresión de miedo se había borrado poco a poco del hermoso rostro de la muchacha y se hubiera dicho —fenómeno incomprensible— que una vaga sonrisa empezaba a iluminarlo. ¿Se podía admitir que la mirada de la muchacha dejara de clavarse en él? Antonine ya no tenía aquel aire de bestia acorralada, de pájaro fascinado que tiembla. ¿Hacia dónde se dirigían sus ojos y a quién sonreía?
Gorgeret se volvió:
—¡Por las barbas de Satanás! —murmuró—. ¿Qué viene a hacer aquí este tipo?
En realidad, Gorgeret sólo percibía, en el ángulo de una columna que aguantaba los vestigios de una capilla, un brazo que sostenía un revólver que le apuntaba… Pero no dudó ni por un instante, dada la tranquilización que la muchacha había experimentado, que aquel brazo y aquella mano pertenecieran a aquel señor Raoul que parecía estar siempre a punto para defenderla. Clara la Blonde, en el castillo de Volnic, implicaba la presencia del señor Raoul, y aquella manera de permanecer invisible mientras le amenazaba con el revólver era una típica broma del misterioso personaje.
Gorgeret, por otra parte, no tuvo ni un momento de vacilación. Era valeroso y nunca retrocedía ante el peligro. Por otra parte, aunque la rubita se escapara —lo cual hizo sin duda—, no era problema puesto que podía atraparla de nuevo en el parque o en la región. Por ello, se lanzó contra la mano diciendo:
—¡Amigo, será mejor que no metas tus narices en mis asuntos!
La mano desapareció y cuando Gorgeret alcanzó el ángulo del pórtico, sólo vio una cortina de hiedra que corría de una arcada a otra. Sin embargo, no disminuyó su carrera puesto que el enemigo no podía haberse esfumado. Pero a su paso, el brazo surgió de la hiedra, un brazo que no estaba armado sino provisto de un puño que se estrelló contra el mentón de Gorgeret.
El golpe, preciso, impecable, cumplió con su misión: Gorgeret perdió el equilibrio y se hundió, como lo hiciera el Árabe días atrás, a causa del puntapié. Gorgeret perdió el conocimiento.
Antonine alcanzó la terraza sin aliento. El corazón le golpeaba tan fuertemente que tuvo que sentarse antes de penetrar en el castillo en el que los visitantes se sentaban unos junto a otros. Pero la muchacha tenía tanta confianza en aquel desconocido que la protegía que se rehízo rápidamente de su emoción. Estaba convencida de que Raoul sabría hacer entrar en razón al policía, con todo sin hacerle demasiado daño. Pero ¿cómo era que Raoul estaba allí, una vez más dispuesto a luchar por ella?
Antonine escuchó con los ojos fijos en las ruinas y, más especialmente, en el lado de las ruinas en que el encuentro había de producirse. No oyó ruido alguno y sus ojos no vieron la más mínima silueta y nada sospechó su descubridor.
Por más tranquila que estuviera, decidió colocarse de tal manera que pudiera escapar una vez más a una posible ofensiva de Gorgeret y huir por una de las salidas del castillo. Sin embargo, la pequeña ceremonia que se preparaba en el interior la cautivó hasta tal punto que se olvidó de todo peligro.
El gran salón se abría más allá del vestíbulo y de una pequeña antecámara. La gente estaba agrupada de pie alrededor de algunas personas que el notario suponía posibles compradores y que había hecho sentarse. Sobre una mesa se hallaban las tres pequeñas bujías de ritual.
El notario Audigat actuaba con solemnidad y hablaba con énfasis. De vez en cuando se dirigía al marqués d’Erlemont, a quien la multitud empezaba a reconocer como propietario. Un poco antes de la hora, el notario Audigat experimentó la necesidad de dar explicaciones. Puso de relieve la situación del castillo, su importancia histórica, su belleza, su pintoresquismo, el buen negocio que con seguridad constituía su adquisición.
Después recordó el mecanismo de las subastas. Cada una de las tres bujías permanecía encendida alrededor de un minuto. Se tenía libertad, pues, de hablar hasta que se apagara la última, pero se corría el riesgo de perder la ocasión de comprar si se demoraba demasiado.
Dieron las cuatro.
El notario Audigat exhibió una caja de cerillas, tomó una, la frotó y aproximó la llama a la primera de las tres bujías; todo eso lo hizo con gestos de prestidigitador que va a hacer salir una docena de conejos de un sombrero de copa.
Encendió la primera bujía.
De repente, se hizo un gran silencio. Los rostros se crisparon, sobre todo los de las mujeres sentadas, cuya expresión se hizo muy particular, o demasiado indiferente, o desesperada.
La bujía se extinguió. El notario previno:
—Todavía dos fuegos, señoras y señores.
Una segunda cerilla. Una segunda llama. Una segunda extinción.
El notario Audigat habló con voz lúgubre:
—El último fuego… que no haya ningún malentendido… las dos primeras bujías se han quemado. Queda sólo la tercera. Voy a precisar que el precio mínimo es de ochocientos mil francos. No se admitirá ninguna puja inferior.
La tercera bujía quedó encendida.
Una voz tímida anunció:
—Ochocientos veinticinco.
Otra voz respondió:
—Ochocientos cincuenta.
El notario, hablando por una dama que había esbozado un gesto, dijo:
—Ochocientos setenta y cinco.
—Novecientos —replicó uno de los pujantes.
Después un silencio. El notario repitió precipitadamente:
—¿Novecientos mil? Veamos, señoras y señores, es una cifra absurda… el castillo…
Un nuevo silencio.
La bujía expiraba. Algunos destellos de agonía entre la cera fundida.
Después, en el fondo de la sala, al lado del vestíbulo, una voz articuló:
—Novecientos cincuenta.
La muchedumbre abrió paso. Avanzó un caballero sonriente, apacible y simpático, que repitió tranquilamente:
—Novecientos cincuenta mil francos.
Desde el principio Antonine había reconocido a Raoul.