Primer choque
—Vamos —dijo Raoul—, y suceda lo que suceda, no tenga miedo. Yo respondo de todo.
Examinó si todo estaba en orden. Después apagó la luz y, tomando la mano de Antonine con el fin de conducirla en la oscuridad, se dirigió hacia la entrada, cerró suavemente la puerta a su espalda y descendió la escalera con ella.
Estaba deseoso de verse fuera y temía que la muchacha se hubiera equivocado, tal era su deseo de luchar y de atacar a los que la perseguían. Sin embargo, aquella manita que tenía en la suya estaba tan fría que prefirió detenerse para estrechársela con fuerza.
—Si me conociera usted un poco mejor, sabría que estando a mi lado no hay peligro alguno. No se mueva usted. Cuando su mano esté caliente, verá usted cómo está más tranquila y llena de ánimo.
Permanecieron así inmóviles, con las manos juntas. Después de unos minutos de silencio, la muchacha dijo ya tranquilizada:
—Vámonos.
Raoul llamó a la puerta de la portera y le pidió que le abriera. Salieron.
La noche era brumosa y las luces se hacían difusas en la sombra. Había pocos transeúntes en aquella hora. Pero de repente, con su rapidez de apreciación, Raoul percibió dos siluetas que cruzaban la calzada y se deslizaban hacia la acera al abrigo de un coche estacionado cerca del cual dos siluetas más parecían esperar. Estuvo a punto de arrastrar a la muchacha en dirección opuesta, pero cambió de opinión pues la ocasión era estupenda. Por otra parte, los cuatro hombres se habían separado con viveza y maniobraban con el fin de rodearles.
—Seguramente son ellos —dijo Antonine, asustada de nuevo.
—¿El gran Paul es el más alto?
—Sí.
—Tanto mejor —dijo Raoul—, tendremos una explicación.
—¿No tiene usted miedo?
—No, si usted no grita.
En aquel momento el muelle estaba desierto por completo. El hombre alto lo aprovechó. Uno de sus amigos y él se dirigieron hacia la acera. Los otros dos se quedaron inmóviles… El motor del coche ronroneó, accionado sin duda por un chófer invisible y que preparaba la huida.
Y de repente, sonó un ligero silbido.
Lo que siguió fue brusco, tres de los hombres se precipitaron sobre la muchacha e intentaron arrastrarla al coche. El que era conocido con el nombre de gran Paul se enfrentó a Raoul poniéndole su revólver bajo la nariz.
Antes de que pudiera disparar, Raoul, de un revés con la mano sobre el puño del gran Paul, le desarmó murmurando:
—¡Idiota! Primero se dispara y luego se apunta.
Alcanzó a los otros tres bandidos. Uno de ellos se volvió sobre la acera justo a tiempo para recibir en el mentón un violento puntapié que le hizo vacilar y derrumbarse como un saco.
Los otros dos cómplices no esperaron su turno. Lanzándose dentro del coche, huyeron. Antonine, liberada, huyó hacia la dirección opuesta perseguida por el gran Paul, que se estrelló de repente contra Raoul.
—Prohibido el paso —dijo Raoul—. Deja que se vaya la rubita, muchacho. Ésta es una vieja historia que tienes que olvidar, mi pequeño gran Paul.
El gran Paul intentaba, a pesar de todo, pasar y encontrar una salida a derecha o a izquierda de su adversario. Aunque éste se encontraba siempre frente a él, intentaba pasar, rechazando el combate.
—¿Pasarás o no pasarás? Es divertido, ¿verdad?, jugar como niños. Hay un muchachito que quiere correr y otro más pequeñito que no le deja pasar, y mientras tanto, la señorita rubia huye… Bien, ya está. Se acabó el peligro para ella. Ahora empieza la batalla de verdad. ¿Estás a punto, gran Paul?
De un salto se lanzó sobre su enemigo, le cogió el antebrazo y le inmovilizó instantáneamente frente a él.
—¡Crac! Es igual que unas esposas, ¿verdad? Los de tu banda no son de lo mejorcito. Más bien diría que son todos unos cobardes. Basta con pegar un trompazo y todos toman las de Villadiego. Pero, ven conmigo. Tengo que ver tu rostro a plena luz.
El otro se debatía, estupefacto de su debilidad y de su impotencia. A pesar de todos sus esfuerzos no conseguía desembarazarse de aquellas dos tenazas que le encadenaban como anillos de hierro, y que le causaban tanto daño que apenas podía tenerse en pie.
—Vamos, vamos, enseña tu jeta al señor… y nada de muecas, que vea si te conozco… No refunfuñes. ¿No quieres moverte?
Le hizo girar suavemente como una masa demasiado pesada pero que se desplaza a pequeñas sacudidas. De este modo, lo quisiera o no el gran Paul, giró hacia el lado en que caía de lleno la luz eléctrica de un farol.
Un esfuerzo todavía y Raoul consiguió su objetivo. Al ver el rostro del hombre exclamó con sorpresa:
—¡Valthex!
Y repitió, echándose a reír a grandes carcajadas:
—¡Valthex!… Valthex… Pues, la verdad, ya me lo esperaba… ¿Así que Valthex es el gran Paul y que el gran Paul es Valthex? Valthex lleva una chaqueta de buen corte y un sombrero hongo. El gran Paul, unos pantalones de pana y una gorra. ¡Qué divertido resulta! Cultivas al marqués y eres al mismo tiempo jefe de una banda.
Furioso, el gran Paul gruñó:
—También yo te conozco. Tú eres el tipo del entresuelo.
—Pues claro que sí… Raoul, para servirte. Y aquí estamos los dos metidos en el mismo asunto. Tienes muy mala suerte, sin contar que de ahora en adelante me reservo para mí a Clara la Blonde.
El nombre de Clara sacó al gran Paul de sus casillas.
—¡Te lo prohíbo!
—¿Tú me lo prohíbes? ¿Te has visto, amigo mío? Si se piensa que me llevas media cabeza y que debes practicar todos los trucos del boxeo y del cuchillo, no se comprende cómo puedes estar entre mis pinzas absolutamente fuera de combate. Vamos, anímate, hombre. Me das lástima.
Le dejó. El gran Paul gruñó amenazadoramente:
—¡Cerdo, ya nos encontraremos!
—¿Por qué quieres encontrarme si estoy aquí? Vamos, atrévete.
—Si has tocado a la pequeña…
—Eso es cosa hecha, amiguito. Ella y yo somos camaradas.
Exasperado, el gran Paul gritó:
—¡Mientes! No es cierto.
—Y sólo hemos empezado. La continuación en el próximo número. Ya te avisaré.
Se midieron dispuestos a la pelea, pero sin duda el gran Paul creyó más prudente esperar una mejor ocasión ya que escupió algunas injurias, a las que Raoul contestó con una carcajada, y se marchó con una última amenaza:
—¡Conseguiré tu piel!
—Cuando quieras. Hasta pronto, muchacho.
Raoul le miró mientras se alejaba. El otro cojeaba, lo que debía ser una superchería del gran Paul ya que Valthex no lo hacía.
«Tendré que desconfiar de este tipo —se dijo para sí Raoul—. Es de esos que preparan sus malos golpes. Gorgeret y Valthex… Tendré que abrir bien los ojos».
Raoul, de regreso a su casa, se sorprendió de ver sentado en la puerta cochera a un hombre en el que creyó reconocer al tipo que había dejado fuera de combate de una patada en la barbilla. El hombre, en efecto, había recuperado el conocimiento pero, débil todavía, descansaba en el dintel de la puerta.
Raoul lo examinó. Tenía la cara curtida, largos cabellos ligeramente encrespados que se escapaban de su gorra y un cierto aire africano. Raoul le dijo:
—Dos palabras, compañero. Seguramente, tú eres el tipo a quien llaman el Árabe en la banda del gran Paul. ¿Quieres ganarte un billete de mil francos?
Con cierta dificultad, pues tenía la mandíbula dolorida, el hombre respondió:
—Si es para traicionar al gran Paul, no hay nada que hacer.
—¿Así que eres fiel, tú? No, no se trata de nada de eso sino de Clara la Blonde. ¿Sabes dónde para?
—No. Y el gran Paul tampoco.
—Entonces, ¿a qué viene ese acecho ante la casa del marqués?
—Porque la muchacha vino antes.
—¿Cómo lo habéis sabido?
—He sido yo. Seguía al inspector Gorgeret. Le he visto operar en la estación de Saint-Lazare mientras esperaba la llegada de un tren. Se trataba de la muchacha que volvía a París disfrazada de chica de provincias. Gorgeret oyó la dirección que daba al chófer. Yo oí la dirección que Gorgeret daba a otro chófer, y entonces vinimos para acá. Después fui corriendo a buscar al gran Paul. Nos hemos pasado toda la tarde montando guardia.
—¿Así pues, el gran Paul sospechaba que la muchacha regresaría?
—Probablemente. Nunca me dice nada de sus asuntos. Cada día, a la misma hora, tenemos cita en un bar. Allí me da las órdenes, que yo paso a los compañeros y que ejecutamos.
—Mil francos más si me dices más cosas.
—No sé nada.
—Mientes. Sabes que su verdadero nombre es Valthex y que lleva una doble vida. Por lo tanto, estoy seguro de encontrarle en casa del marqués y puedo denunciarle a la policía.
—También él sabe dónde encontrarle a usted. Sabemos que vive en el entresuelo y que la muchacha ha ido a visitarle. El juego es peligroso.
—Nada tengo que ocultar.
—Mejor para usted. El gran Paul es rencoroso y está chiflado por la pequeña. Desconfíe usted de él y que desconfíe también el marqués. El gran Paul tiene malas ideas a su respecto.
—¿Cuáles?
—He hablado demasiado.
—De acuerdo. Aquí tienes tus dos billetes, y veinte francos más para coger un taxi.
Raoul tardó en dormirse. Reflexionaba sobre los acontecimientos de la jornada y se complacía en evocar la seductora imagen de la hermosa rubia. De todos los enigmas que complicaban la aventura en la que estaba implicado, el de la muchacha era el más cautivador e inaccesible. ¿Antonine?… ¿Clara?… ¿Cuál de aquellos dos rostros constituía la verdadera personalidad del ser encantador que había encontrado? Tenía a la vez la sonrisa más franca y la más misteriosa, la mirada más cándida y los ojos más voluptuosos, el aspecto más ingenuo y el aire más inquietante. Sorprendía por su melancolía y por su alegría. Tanto sus lágrimas como su sonrisa provenían de un mismo manantial, fresco y claro en ocasiones, y en otras oscuro y turbador.
A la mañana siguiente llamó al secretario Courville:
—¿El marqués?
—Esta mañana ha salido a primera hora, señor. El ayuda de cámara le ha preparado el coche y ha marchado con dos maletas de equipaje.
—¿Una ausencia?
—De algunos días, me ha dicho; y en compañía, me parece, de la joven rubia.
—¿Te ha dado alguna dirección?
—No, señor. Siempre es muy misterioso y se las arregla para que yo no sepa nunca a dónde va. Eso le resulta muy fácil porque, primo, conduce él mismo, secondo…
—Porque tú eres un estúpido. En vista de ello, decido abandonar el entresuelo. Tú mismo te encargarás de retirar la instalación telefónica particular y todo lo que pueda ser comprometedor. Después de lo cual, haremos la mudanza lo más secretamente posible. Adiós. No tendrás noticias mías hasta dentro de tres o cuatro días. Tengo trabajo… ¡Ah!, una palabra todavía: ¡Atención a Gorgeret! Podría muy bien vigilar la casa. Desconfía de él. Es un bruto y un vanidoso, pero es muy terco y a veces tiene destellos de inteligencia…