Desvalijamiento
Para sus expediciones nocturnas, Arsenio Lupin no se pone nunca traje especial, color oscuro, gris. «Voy tal como soy, dice, con las manos en los bolsillos, sin armas, el corazón tan tranquilo como si fuera a comprar cigarrillos y la conciencia tan a gusto como si fuera a llevar a cabo una obra de caridad».
Como máximo algunas veces ejecuta unos ejercicios de ligereza, de dar saltos sin hacer ruido o de caminar entre tinieblas sin chocar contra los objetos. Fue lo que hizo aquella noche y con todo éxito. Todo iba bien. Se encontraba en forma y capaz, moral y físicamente, de enfrentarse a todas las eventualidades.
Comió unos cuantos pasteles secos, se tragó un vaso de agua y se dirigió a la caja de la escalera.
Eran las once y cuarto. No había luz alguna. Ningún ruido. Ni riesgo de encontrar inquilinos, puesto que no había; ni un doméstico, puesto que estaban acostados. Y Courville velaba en el piso de arriba. ¡Qué placer actuar en tales condiciones de seguridad! Ni siquiera existía el problema de romper una puerta o forzar una cerradura: poseía una llave. Ni tan sólo el problema de orientarse: poseía un plano.
Entró, pues, como en su casa, y como en su casa después de haber seguido el corredor que conducía al gabinete de trabajo, encendió la luz eléctrica de dicha habitación. Sólo se trabaja bien a plena luz.
Un gran espejo situado entre las dos ventanas le devolvió su imagen, que avanzaba hacia él. Se saludó y se hizo a sí mismo reverencias con aquel espíritu fantasioso que le hacía capaz de hacer comedia tanto para él como para los otros.
Después se sentó y miró. No se debe perder el tiempo dando vueltas como un estornino, vaciando febrilmente los cajones y trastocando una biblioteca. Hay que reflexionar, escrutar con la mirada ante todo, establecer las justas proporciones, analizar las capacidades, medir las dimensiones. Tal mueble no debería, normalmente, tener tales líneas. Aquel sillón tiene un extraño aspecto. Los escondrijos escapan a un Courville: para un Lupin no hay secretos.
Al cabo de diez minutos de contemplación atenta, se fue directo al secreter, se arrodilló, palpó la madera satinada y estudió los tiradores de cobre. Después se levantó, esbozó algunos gestos de prestidigitador, abrió un cajón, lo retiró por completo, apretó uno de los lados, empujó el otro, pronunció unas palabras y chasqueó la lengua.
Se produjo un movimiento. Del interior surgió un segundo cajón.
Chasqueó nuevamente la lengua, pensando: «¡Diablos! Cuando yo me pongo manos a la obra… Y pensar que este torpe de la barba blanca no ha descubierto nada en cuarenta días cuando a mí me han bastado cuarenta segundos… ¡Soy un tipo extraordinario!».
Pero todavía hacía falta que su descubrimiento tuviera un significado y un resultado. En el fondo, lo que esperaba era encontrar la carta que Antonine había llevado al marqués. Enseguida se dio cuenta de que no estaba allí.
Primeramente, dentro de un gran sobre amarillo, encontró una decena de billetes de mil francos. Aquello era sagrado. No se pispa el dinero suelto de un vecino, de un propietario, de un representante de la vieja nobleza francesa. Colocó el sobre en su sitio con un gesto de asco.
En cuanto al resto, un examen sumario le permitió constatar que allí no había más que cartas y retratos, cartas de mujeres, retratos de mujeres. Recuerdos, evidentemente. Reliquias de un hombre conquistador que no ha podido decidirse a quemar las huellas de un pasado que representa para él toda la felicidad y todo el amor.
¿Las cartas? Sería necesario leerlas todas y buscar en cada una lo que pudiera tener un interés. Trabajo considerable y quizá inútil y que, por otra parte, tenía algunos escrúpulos para emprenderlo. El enamorado, el conquistador que también él era, se jactaba de demasiada delicadeza para entrar brutalmente en la intimidad de estas confidencias y de estas confesiones de mujeres.
Pero ¿cómo no tener valor para contemplar las fotografías? Había casi un centenar. Aventuras de un día o de un año… pruebas de ternura o de pasión… Todas eran hermosas, graciosas, amantes, cariñosas, con ojos prometedores, actitudes abandonadas, sonrisas que recordaban la tristeza, la angustia en ocasiones. Había nombres, fechas, dedicatorias, alusiones a algún episodio de la relación. Grandes damas, artistas, coristas, surgían de este modo de las sombras, desconocidas entre sí y sin embargo tan próximas unas de otras por el recuerdo común de aquel hombre.
Raoul no las examinó a todas. En el fondo del cajón, una fotografía de tamaño mayor que adivinó bajo la doble hoja de papel que la protegía atrajo especialmente su atención. La cogió en el acto, separó ambas hojas y miró.
Raoul quedó estupefacto. Aquella verdaderamente era la más hermosa, de una belleza extraordinaria en la que había todo aquello que presta en ocasiones —muy raramente— a la belleza un relieve particular y una expresión personal. Los hombros desnudos eran magníficos. La estatura, el porte de la cabeza daban a entender que aquella mujer sabía mantenerse en público y quizá aparecer en público.
«Una artista, evidentemente», concluyó Raoul.
Sus ojos no se apartaban del retrato. Volvió la fotografía con la esperanza de encontrar una inscripción, un nombre. Y acto seguido se estremeció. Lo que le había sorprendido era una amplia firma que partía el cartón de través: Elisabeth Hornain, con estas palabras debajo: «A ti, hasta más allá de la muerte».
¡Elisabeth Hornain! Raoul estaba demasiado al corriente de la vida mundana y artística de su época para ignorar el nombre de la gran cantante, y si no recordaba el detalle preciso de un suceso que había tenido lugar quince años antes, no por ello ignoraba que la hermosa mujer había sucumbido como consecuencia de una herida misteriosa recibida en un parque en el que cantaba al aire libre.
Así pues, Elisabeth Hornain se contaba entre las amantes y la manera en que el marqués conservaba su fotografía y la tenía separada de las otras demostraba el lugar que había ocupado en su vida.
Entre las dos hojas de papel, por otra parte, había además, un pequeño sobre sin cerrar que examinó y cuyo contenido le sorprendió todavía más. Tres cosas: un bucle de cabellos, una carta de diez líneas en la que la cantante hacía al marqués su primera confesión de amor y le otorgaba una primera cita, y un retrato de la mujer con este nombre que intrigó a Raoul: Elisabeth Valthex.
En este retrato era muy joven y el nombre de Valthex sería ciertamente el de Elisabeth antes de su boda con el banquero Hornain. Las fechas no dejaban lugar a dudas.
«De manera que —pensó Raoul— el Valthex actual, a quien se le pueden hacer unos treinta años, sería un sobrino o primo de Elisabeth Hornain, y es por ello que dicho Valthex está en relaciones con el marqués d’Erlemont y le saca dinero sin que el marqués tenga el valor de negarse a ello. ¿Su papel se limita al de “sablista”? ¿Obedece a otras razones? ¿Persigue, con mayores elementos de éxito, el mismo fin que yo persigo a ciegas? Misterio. Pero, en todo caso, este misterio tengo que aclararlo puesto que estoy en el centro de la partida que se está jugando».
Reanudó sus investigaciones y volvió a tomar los otros retratos hasta que se produjo un hecho que le interrumpió. En alguna parte se oyó un ruido.
Escuchó. El ruido era el de un ligero roce que cualquier otro que no fuera Raoul no hubiera oído. Le pareció que provenía de la puerta de la entrada principal. Alguien había introducido una llave. La llave giró, la puerta fue empujada suavemente. Unos pasos, apenas perceptibles, recorrieron el pasillo que conducía al gabinete de trabajo.
En cinco segundos Raoul reemplazó los cajones y apagó la luz. Después se disimuló detrás de un biombo que desplegaba sus cuatro hojas de laca.
Tales alarmas constituían una alegría para él. De entrada la alegría del peligro corrido. Después un elemento nuevo de interés con la esperanza de sorprender alguna cosa que le fuera de provecho, ya que si una persona extraña penetraba furtivamente en casa del marqués y él podía enterarse de las razones de aquella visita nocturna, era una suerte.
Una mano prudente agarró el pomo de la puerta. Ningún ruido señaló el empuje progresivo del batiente, pero Raoul adivinó su insensible movimiento. En medio de la oscuridad brilló el haz de una lámpara eléctrica.
A través de una de las ranuras del biombo, Raoul vio la forma que avanzaba. Raoul tuvo la impresión más que la certeza de que se trataba de una mujer, delgada, con una falda ceñida. No llevaba sombrero. Esta impresión se la confirmó la manera de avanzar y la imagen poco precisa de la silueta. La mujer se detuvo, volvió la cabeza de izquierda a derecha como si se orientara. Se dirigió sin vacilar hacia el secreter, sobre el que paseó el haz luminoso y sobre el que, una vez explorado, dejó la lámpara.
«No hay lugar a dudas de que conoce el escondrijo, pensó Raoul. Actúa como una persona que estuviera en el secreto».
De hecho —y durante todo aquel tiempo el rostro permaneció en la sombra— rodeó el secreter, se inclinó, retiró el cajón principal, maniobró como era debido e hizo salir el cajón interior. Entonces actuó exactamente como había hecho Raoul. Dejó de lado los billetes de banco y se puso a examinar las fotografías como si se tratara de descubrir especialmente una entre las restantes.
La muchacha iba deprisa, no le incitaba ninguna curiosidad. Buscaba con mano febril, una mano cuya blancura y fineza Raoul percibió.
La muchacha encontró lo que buscaba. Por lo que él pudo juzgar, se trataba de una fotografía de tamaño intermedio, un 13-18. La contempló largo rato, dio la vuelta a la cartulina, leyó la inscripción y dejó escapar un suspiro.
Estaba tan absorta que Raoul decidió aprovecharse de ello. Sin que ella oyera nada ni pudiera verle, se aproximó al conmutador, observó la silueta inclinada y, de repente, encendió la luz. Después, rápidamente, corrió hacia la mujer, que había lanzado un grito de temor y huía.
—No te vayas, preciosa. No te haré ningún daño.
La alcanzó, la cogió por el brazo y, a pesar de su resistencia, le hizo volver la cara.
—¡Antonine! —murmuró estupefacto, reconociendo a su involuntaria visitante del mediodía.
Raoul no había sospechado la verdad ni por un momento. ¡Antonine, la pequeña provinciana cuyo aspecto ingenuo y ojos cándidos le habían conquistado! La muchacha permanecía frente a él asustada, con el rostro crispado. Aquel giro imprevisto de los acontecimientos le turbó hasta el punto que Raoul se puso a refunfuñar:
—Así pues, ésta es la razón de su visita al marqués este mediodía. Vino usted para reconocer el terreno… y después, esta noche…
La muchacha parecía no comprender nada y balbuceó:
—No he robado nada… ni siquiera he tomado los billetes…
—Yo tampoco… con todo, no hemos venido aquí para pasearnos por las habitaciones.
Raoul la tenía cogida por el brazo. La muchacha intentó soltarse mientras gemía:
—¿Quién es usted? No le conozco…
Él se echó a reír.
—¡Ah!, no es muy amable de su parte. ¡Cómo!, después de nuestra entrevista de esta mañana en mi apartamento, ¿me pregunta usted quién soy? ¡Qué falta de memoria! Yo que creía haberla impresionado tanto, Antonine.
Ásperamente, la muchacha replicó:
—No me llamo Antonine.
—¡Diantre! Tampoco yo me llamo Raoul. En nuestro oficio se tienen nombres a docenas.
—¿Qué oficio?
—¡El robo!
La muchacha se rebeló:
—¡No soy una ladrona!
—¡Demonio! Si roba usted una fotografía y desprecia el dinero, lo único que demuestra es que esa fotografía tiene para usted un valor y que el único modo de apoderarse de ella era actuando como una rata de hotel… Enséñeme esta preciosa fotografía que se ha metido usted en el bolsillo cuando me ha visto.
Raoul intentó forzarla. La muchacha se debatió entre aquellos brazos fuertes que la ceñían y, excitándose con la lucha, Raoul la hubiera besado si ella no hubiera logrado deshacerse de su abrazo.
—¡Por Dios! —exclamó Raoul—. ¿Quién hubiera supuesto tanto pudor en la amante del gran Paul?
La muchacha pareció trastornada y tartamudeó:
—¿Cómo? ¿Qué es lo que dice usted? ¿El gran Paul? ¿Quién es? No entiendo lo que quiere decir.
—Pues claro que sí —dijo tuteándola—, lo sabes perfectamente, querida Clara.
La muchacha repitió, cada vez más turbada:
—¿Clara? ¿Clara? ¿Quién es?
—Acuérdate… Clara la Blonde.
—¿Clara la Blonde?
—Cuando Gorgeret ha estado a punto de ponerte la mano encima hace un rato no estabas tan emocionada. Vamos, recupérate, Antonine o Clara. Si esta mañana te he sacado dos veces de entre las garras de la policía es porque no soy tu enemigo… Una sonrisa, hermosa… Tu sonrisa es tan embriagadora…
Una crisis de debilidad la deprimió. Las lágrimas resbalaron sobre sus pálidas mejillas y no tenía fuerza para rechazar a Raoul, que le había vuelto a tomar las manos y las acariciaba con una dulzura amical que no asustaba a la muchacha.
—Cálmate, Antonine… Sí, Antonine… Me gusta más este nombre… Si has sido Clara para el gran Paul, para mí tu nombre será el que me has dado cuando te he visto llegar con aspecto de provinciana. Te prefiero así, pero no llores… todo se arreglará. El gran Paul te persigue sin duda, ¿no es cierto? Y te busca… y tú tienes miedo… No tengas miedo, estoy aquí… sólo tienes que contármelo todo.
La muchacha murmuró desfalleciente:
—No tengo nada que contar… no puedo contar nada.
—Habla, pequeña.
—No, yo no le conozco.
—No me conoces y, sin embargo, tienes confianza en mí, confiésalo.
—Quizá… No sé por qué… Me parece…
—Te parece que te puedo proteger, ¿no es cierto? Hacerte bien. Pero para ello hará falta que me ayudes. ¿Cómo conociste al gran Paul? ¿Por qué estás aquí? ¿Por qué buscabas este retrato?
Ella dijo con voz muy baja:
—Se lo suplico, no me interrogue… un día u otro se lo diré.
—Es ahora que tienes que hablar… Un día perdido, una hora, es mucho tiempo.
Raoul continuaba acariciándola sin que ella hiciera ningún gesto para evitarlo. Sin embargo, cuando le besó la mano y sus labios subieron a lo largo del brazo, la muchacha imploró con tanta laxitud que Raoul no insistió y dejó de tutearla.
—Permítame… —dijo.
—¿Volverme a ver? Se lo prometo.
—¿Y confiar en mí?
—Sí.
—¿Puedo serle útil en la espera?
—Sí —dijo ella vivamente—, acompáñeme usted.
—¿Teme usted algo?
Raoul la sintió temblar mientras decía sordamente:
—Al entrar esta noche he tenido la impresión de que vigilaban la casa.
—¿La policía?
—No.
—¿Quién?
—El gran Paul… los amigos del gran Paul.
Pronunció aquel nombre con terror.
—¿Está usted segura?
—No… pero me ha parecido reconocerle. Estaba bastante lejos, contra el parapeto del muelle. He reconocido también a su cómplice principal, uno a quien llaman el Árabe.
—¿Cuánto tiempo hace que no había visto usted al gran Paul?
—Varias semanas.
—Así es que no podía saber que usted venía aquí esta noche.
—No.
—¿Qué hacía entonces aquí?
—También él ronda esta casa.
—Es decir, ¿ronda al marqués…? ¿Por las mismas razones que usted?
—No lo sé… Una vez dijo delante de mí que quería verle muerto.
—¿Por qué?
—No lo sé.
—¿Conoce usted a sus cómplices?
—Sólo al Árabe.
—¿Dónde se encuentran?
—Lo ignoro. Quizá en un bar de Montmartre cuyo nombre un día oí que pronunciaban.
—¿Se acuerda usted?
—Sí… Les Écrevisses.
Raoul no preguntó nada más. Intuyó que la muchacha no respondería nada más aquel día.