IV

El caballero del primero

Sentado ante la mesa en su gabinete de trabajo, vasta pieza llena de libros que leía poco pero cuyas bellas encuadernaciones le gustaban, el marqués d’Erlemont arreglaba sus papeles.

Después del drama terrible del castillo de Volnic, Jean d’Erlemont había envejecido más de lo que exigían los quince años de intervalo. Tenía los cabellos blancos y las arrugas cruzaban su rostro. Ya no era el bello d’Erlemont que antaño causaba estragos entre las mujeres. Se mantenía todavía erguido, pero su fisonomía, antaño animada por el deseo de complacer, se había vuelto grave y, en ocasiones, angustiosa. Problemas de dinero, pensaban los que le rodeaban en los círculos o en los salones que frecuentaba. Sin embargo, nadie sabía nada concreto puesto que Jean d’Erlemont mostraba poca inclinación a las confidencias.

El marqués oyó que llamaban a la puerta. Escuchó. Después de llamar, el ayuda de cámara vino para decirle que una joven muchacha pedía ser recibida.

—Lo siento —dijo el marqués—, no tengo tiempo.

El doméstico salió para regresar al poco.

—La señorita insiste, señor marqués. Dice que es la hija de la señora Thérèse de Lisieux y que trae una carta de su madre.

El marqués dudó un momento. Buscaba entre sus recuerdos repitiéndose para sí mismo: «Thérèse… Thérèse…».

Después respondió vivamente:

—Hazla pasar.

Se levantó enseguida y salió al encuentro de la muchacha a la que acogió con las manos tendidas.

—Sea usted bienvenida, señorita. Ciertamente no he olvidado a su madre… Pero… cómo se le parece usted. El mismo cabello… la misma expresión un poco tímida… y sobre todo, la misma sonrisa que tanto gustaba en ella… Así pues, ¿la envía su madre?

—Mamá murió, señor, hace cinco años. Le escribió una carta que yo prometí llevarle a usted en caso de que tuviera necesidad de ayuda.

Hablaba pausadamente, con su alegre rostro ensombrecido por la tristeza, mientras le ofrecía el sobre en el que su madre había escrito la dirección. El marqués lo abrió, lanzó una ojeada a la carta, se estremeció y, alejándose un poco, leyó:

Si puedes hacer algo por mi hija, hazlo… en recuerdo de un pasado que ella conoce pero en el que cree que tú sólo representaste el papel de un amigo. Te ruego que no la desengañes. Antonine es muy orgullosa como lo era yo y no te pedirá más que un medio para ganarse la vida. Con todo mi agradecimiento, Thérèse.

El marqués permaneció silencioso. Recordaba la deliciosa aventura, empezada de manera tan hermosa, en aquella ciudad de aguas del centro de Francia, en donde Thérèse acompañaba como institutriz a una familia inglesa. Para Jean d’Erlemont no había sido más que uno de aquellos caprichos que acababan al poco de haber empezado, durante los que su naturaleza despreocupada y muy egoísta de aquella época no le incitaba a inclinarse para conocer a la que se le entregaba con tal abandono y tal confianza. El recuerdo vago de algunas horas era todo lo que su memoria había conservado. ¿Acaso para Thérèse la aventura había sido algo más serio y que la había comprometido toda su vida? Después de la ruptura brutal y sin explicaciones, ¿acaso había dejado el dolor de una existencia rota y aquella niña?…

Nunca lo había sabido. La mujer nunca le había escrito. Y de repente aquella carta surgía del pasado en las condiciones más turbadoras… Emocionado, se aproximó a la joven y le preguntó:

—¿Qué edad tiene usted, Antonine?

—Veintitrés años.

El marqués se dominó: las fechas coincidían. Repitió con voz sorda:

—¡Veintitrés años!

Para no volver a caer en silencio y para satisfacer los deseos de Thérèse, desvaneciendo las sospechas de la muchacha dijo:

—Yo fui el amigo de su madre, Antonine, y el amigo, el confidente del…

—No hablemos de esto, se lo ruego, señor.

—¿Acaso su madre guardó un mal recuerdo de aquella época?

—Mi madre guardaba silencio a este respecto.

—Sea. Una palabra, sin embargo: ¿ha sido la vida muy dura para ella?

La muchacha replicó con firmeza:

—Fue muy feliz, señor, y me dio todas las alegrías. Si yo vengo hoy a hablar con usted es porque no me entiendo con las personas que me habían recogido.

—Ya me contará usted eso más adelante, querida niña. Lo más urgente hoy es ocuparse de su porvenir. ¿Qué desea usted?

—No ser una carga para nadie.

—¿Y no depender de nadie?

—No le temo al tener que obedecer.

—¿Qué sabe usted hacer?

—Todo y nada.

—Es mucho y poco. ¿Quiere usted ser mi secretaria?

—¿No tiene usted un secretario?

—Sí, pero desconfío de él. Escucha a través de las puertas y husmea entre mis papeles. Usted ocupará su puesto.

—En absoluto, señor, yo no quiero ocupar el puesto de nadie.

—¡Diablos! Será difícil, pues, ocuparse de usted —dijo riendo el marqués d’Erlemont.

Sentados uno junto al otro, hablaron durante largo rato, él atento y afectuoso, ella distendida y con despreocupación, pero también con instantes de reserva que desconcertaban un poco al marqués puesto que no los comprendía. Por fin descubrió que la muchacha no tenía mucha prisa en empezar a trabajar y aquello le daba tiempo para conocerla mejor y reflexionar. Tenía que marcharse a la mañana siguiente en automóvil a un viaje de negocios. Después de lo cual pasaría una veintena de días en el extranjero. La muchacha aceptó acompañarle en su viaje en automóvil.

Antonine le dio, en un pedazo de papel, la dirección de la pensión familiar en la que tenía intención de hospedarse en París y ambos convinieron que a la mañana siguiente él iría a buscarla.

En la antesala, el marqués le besó la mano. Como por azar, Courville pasó por allí. El marqués dijo simplemente:

—Hasta pronto, querida niña. ¿Volverá usted a visitarme, no es verdad?

La muchacha recogió su maleta y descendió. Parecía contenta, alegre, a punto de cantar.

Lo que sucedió acto seguido fue tan imprevisto y tan rápido que Antonine sólo tuvo una serie de impresiones incoherentes que la aturdieron. En los últimos escalones del piso —la caja de la escalera estaba muy oscura— Antonine oyó un ruido de voces que discutían ante la puerta del entresuelo y alcanzó a entender algunas palabras.

—Usted se ha burlado de mí, caballero… el número 63 del boulevard Voltaire no existe.

—¡Imposible, señor inspector! El boulevard Voltaire existe, ¿no es verdad?

—Además, quisiera saber qué ha sucedido con un importante papel que traía en mi bolsillo cuando vine aquí.

—¿Una orden de arresto contra la señorita Clara?

La muchacha cometió la gran equivocación, al reconocer la voz del inspector Gorgeret, de lanzar un grito y de continuar su camino en lugar de volver a subir en silencio hasta el segundo piso. El inspector principal oyó el grito, se volvió, vio a la fugitiva e intentó saltar sobre ella.

Se lo impidieron dos manos que se agarraron a sus muñecas e intentaron arrastrarle hacia el vestíbulo. El inspector se resistió, seguro de sí, pues su estatura y su musculatura eran tan poderosas como las de su adversario inopinado. Sin embargo, experimentó el estupor no solamente de no poderse escapar, sino de verse obligado a la obediencia más pasiva. Protestaba enfurecido:

—¿Acaso pretende estropearme el negocio…?

—Pero es necesario que me siga —decía amablemente el señor Raoul—, la orden de arresto está en mi casa y usted me la ha reclamado…

—¡Me importa un bledo, la orden!

—¡A mí sí que me importa! ¡A mí sí! Tengo que devolvérsela. Usted me la ha reclamado.

—¡Pero, por el amor de Dios, mientras nosotros discutimos la pequeña se nos escapa!

—¿No está su amigo en la calle?

—Sí, pero es tan estúpido…

Súbitamente, el inspector se vio transportado al interior del vestíbulo y bloqueado por una puerta cerrada. Pataleaba de rabia y mascullaba espantosas imprecaciones. Golpeó la puerta y después la emprendió contra la cerradura. Pero ni la puerta cedió ni la cerradura, que parecía ser de un género especial y cuya llave giraba indefinidamente sin librar su secreto.

—Aquí está su orden de arresto, señor inspector principal —dijo Raoul.

Gorgeret estuvo a punto de agarrarlo por el cuello.

—Es usted un caradura. Esta orden estaba en el bolsillo de mi abrigo cuando vine aquí por primera vez.

—Seguramente se le cayó —formuló con calma Raoul—. La he encontrado aquí, en el suelo.

—¡Tonterías! En todo caso, no me negará usted que se ha burlado de mí con su famoso boulevard Voltaire y que cuando usted me ha enviado allá abajo, la pequeña no estaba lejos de aquí.

—Mucho más cerca, incluso.

—¿Cómo?

—Estaba en esta habitación.

—¿Qué dice usted?

—En este sillón que le da la espalda.

—¡Vaya por Dios…! Estaba en este sillón… ¿Cómo se atrevió usted…? ¿Está usted loco? ¿Quién le autorizó a…?

—Mi buen corazón —respondió Raoul con tono dulce—. Veamos, señor inspector, usted también es un hombre de honor. Quizá tenga usted mujer, hijos… ¿Habría usted entregado a esta hermosa rubia para que la pongan en prisión? En mi lugar usted habría actuado igual y me habría enviado a pasear por el boulevard Voltaire, confiéselo.

Gorgeret se ahogaba:

—¡Estaba aquí, la amante del gran Paul estaba aquí! ¡Es un feo asunto para usted, señor!

—Un feo asunto para mí si usted puede probar que la amante del gran Paul estaba aquí. Pero eso precisamente es lo que hay que demostrar.

—Pero puesto que usted lo confiesa…

—Así, los dos solos, sí. Pero si no, no lo reconoceré.

—Mi testimonio de inspector general…

—¡Vamos, hombre! No tendrá usted el valor de confesar que le han engañado como a un colegial.

Gorgeret estaba estupefacto. ¿Quién era aquel tipo que parecía divertirse provocándole? Sintió deseos de interrogarle y de pedirle su nombre y sus papeles. Pero se sentía dominado de una extraña manera por aquel singular personaje. Dijo simplemente:

—¿Así pues, usted es amigo de la amante del gran Paul?

—¿Yo? Sólo la he visto tres minutos.

—Entonces…

—Entonces me gusta.

—¿Y es ése un motivo suficiente?

—Sí. No me gusta que se moleste a la gente que me cae bien.

Gorgeret cerró el puño y lo blandió en dirección a Raoul quien, sin mostrar signo de emoción alguno, se dirigió hacia la puerta del vestíbulo e hizo funcionar la cerradura al primer intento, como si se tratara de la cerradura más complaciente del mundo.

El inspector se hundió el sombrero en la cabeza y salió con el pecho arqueado, el rostro crispado, como hombre que sabe esperar y encontrar la hora de la revancha.

Cinco minutos más tarde, después de haber comprobado por la ventana que Gorgeret y su colega se iban lentamente, lo que implicaba que la hermosa rubia no corría ningún peligro hasta nueva orden —después de haber llamado dulcemente en el techo—, Raoul introducía en su casa a Courville, secretario del marqués d’Erlemont interpelándole acto seguido:

—¿Has visto a una hermosa mujer rubia?

—Sí, señor. El marqués la ha recibido.

—¿Has escuchado?

—Sí.

—¿Y qué has oído?

—Nada.

—¡Idiota!

Raoul empleaba a menudo con respecto a Courville la misma expresión que Gorgeret usaba con Flamant. Pero su tono seguía siendo afable, matizado de simpatía. Courville era un gentleman venerable, con una barba blanca cuadrada y corbata blanca en forma de mariposa, siempre vestido con un redingote negro y con aire de magistrado de provincias o de jefe de ceremonias fúnebres. Se expresaba con una corrección perfecta, mesurado en las palabras y utilizaba una cierta pompa en la entonación.

—El señor marqués y la joven han hablado con una voz que el oído más fino no habría podido percibir.

—Viejo amigo, tienes una elocuencia de sacristán que me horroriza. Responde pero no hables.

Courville se inclinó como un hombre que considerase todas aquellas burlas como otras tantas señales de amistad.

—Señor Courville —continuó Raoul—, no tengo por costumbre recordar a la gente los servicios que les he prestado. Sin embargo, puedo decir que sin conocerte y debido a la excelente impresión que me hizo tu venerable barba blanca te salvé de la miseria, a ti y a tus ancianos padres, y te ofrecí a mi costa una situación de reposo y tranquilidad.

—Señor, mi gratitud hacia usted no tiene límites.

—Cállate. No hablo para que me respondas, sino porque tengo posibilidad de colocar un pequeño discurso. Prosigo. Empleado por mí en diversas tareas, tendrás que confesar lealmente que has actuado con una torpeza insigne y con una falta de inteligencia notoria. No me quejo de ello. Mi admiración por tu barba blanca y tu jeta perfecta de hombre honesto sigue siendo absoluta. Tan sólo constato. Así, por ejemplo, en el puesto en que te he colocado desde hace algunas semanas para proteger al marqués d’Erlemont de las intrigas que le amenazan, en este puesto en el que tu misión consistía simplemente en explorar los cajones secretos, en recoger los papeles equívocos y en escuchar las conversaciones, ¿qué has conseguido? Nada, nada en absoluto. Más que eso. Está fuera de duda que el marqués desconfía de ti y, además, cada vez que utilizas nuestra instalación telefónica particular eliges el momento en que duermo para revelarme increíbles naderías. En esas condiciones…

—En esas condiciones, me da usted mis ocho días —dijo Courville piadosamente.

—No, pero me encargo yo personalmente del asunto, y si así lo hago es porque en él está mezclada la más encantadora de las criaturas de cabellos de oro que jamás haya encontrado.

—¿Puedo recordarle, señor, la existencia de Su Majestad la reina Olga?

—¡Me importa un comino Su Majestad la reina de Borostiria! Nada cuenta ya para mí más que Antonine llamada Clara la Blonde. Todo tiene que funcionar como un reloj, tengo que saber qué pretende este señor Valthex, en qué consiste el secreto del marqués y por qué ha venido hoy, inesperadamente, la pretendida amante del gran Paul.

—¿La amante…?

—No intentes comprenderlo.

—¿Qué es lo que debo intentar comprender?

—La verdad sobre el papel exacto que representas a mi lado.

Courville murmuró:

—Preferiría no saber…

—La verdad nunca debe dar miedo —dijo Raoul severamente—. ¿Sabes quién soy?

—No.

—Arsenio Lupin, ladrón de guante blanco.

Courville no se movió. Quizá pensó que Raoul hubiera tenido que ahorrarle aquella revelación. Pero ninguna revelación, por dura que fuera para su probidad, no podía atenuar sus sentimientos de reconocimiento ni disminuir a sus ojos el prestigio de Raoul. Y Raoul prosiguió:

—Tienes que saber que me lancé en la aventura d’Erlemont como las otras veces… sin saber a dónde iba y sin conocer nada de los hechos, partiendo de un indicio cualquiera y, por lo demás, confiando en mi buena estrella y en mi olfato. Tuve oportunidad de saber, a través de mi servicio de información, que la ruina de un tal señor d’Erlemont, que vendía uno a uno sus castillos y sus posesiones de provincias, al igual que algunos de los libros más preciosos de su biblioteca, suscitaba en algunos medios de la nobleza una cierta sorpresa. En efecto, según mis investigaciones, el abuelo materno del señor d’Erlemont, viajero impenitente, especie de conquistador intrépido, poseedor de dominios inmensos en las Indias, con título y rango de nabab, había regresado a Francia con reputación de multimillonario. Murió acto seguido dejando todas sus riquezas a su hija, madre del actual marqués.

»¿Qué había sucedido con aquellas riquezas? Se podía suponer que Jean d’Erlemont las había dilapidado, a pesar de que su tren de vida había sido siempre muy razonable. Pero he aquí que el azar puso en mis manos un documento que parece dar otra explicación. Se trata de una carta, rota en sus tres cuartas partes, no muy reciente de aspecto y en la que, entre otros detalles secundarios, está escrito con la firma del marqués:

»“La misión que le he encargado no parece tener éxito. La herencia de mi abuelo sigue sin encontrarse. Le recuerdo las dos cláusulas de nuestro convenio. Discreción absoluta y una parte del diez por ciento para usted con máximo de un millón… Pero resulta que llamé a su agencia con la esperanza de un resultado rápido y el tiempo pasa…”.

»En este trozo de carta no hay ninguna fecha, ninguna dirección. Se trataba evidentemente de una agencia de información, pero ¿qué agencia? No he perdido un tiempo precioso en buscarla, pues he creído más eficaz colaborar con el marqués e instalarte en el terreno.

Courville se arriesgó a decir:

—¿No cree usted, señor, que hubiera sido más eficaz todavía, puesto que usted había decidido esta colaboración, hablar de ello al marqués y decirle que mediante el diez por ciento usted participaba en la búsqueda…?

Raoul le fulminó con la mirada:

—¡Idiota! Un asunto en el que se propone un millón de francos de honorarios a una agencia, tiene que ser del orden de los veinte o treinta millones. Yo sólo me muevo por ese precio.

—Sin embargo, su colaboración…

—Mi colaboración consiste en cogerlo todo.

—Pero el marqués…

—El marqués tendrá su diez por ciento. Se trata de una cifra inesperada para él, soltero y sin hijos. Sólo hace falta que yo mismo eche mano a la pasta. Conclusión: ¿Cuándo puedes introducirme en casa del marqués?

Courville pareció turbado y objetó con timidez:

—Eso es grave, señor. ¿No cree usted que por mi parte, con respecto al marqués…?

—Una traición… Sí, tienes razón. Pero ¿qué quieres, amigo mío? El destino te coloca cruelmente entre tu deber y tu reconocimiento, entre el marqués y Arsenio Lupin. Elige.

Courville cerró los ojos y respondió:

—Esta noche el marqués cena fuera de casa y no regresará hasta la una de la madrugada.

—¿Los criados?

—Viven en el piso superior, como yo mismo.

—Dame tu llave.

Nuevo debate de conciencia. Hasta aquel momento Courville había podido imaginarse que contribuía a asegurar la protección del marqués, pero entregar la llave de un apartamento, facilitar un robo, prestarse a un formidable engaño… La delicada alma de Courville dudaba.

Raoul tendió la mano. Courville entregó la llave.

—Gracias —dijo Raoul que se divertía diabólicamente jugando con los escrúpulos de Courville—. A las diez te encierras en tu habitación. En caso de que hubiera alarma entre los domésticos, bajas a avisarme. Pero es poco probable. Hasta mañana.

Una vez fuera Courville, Raoul se preparó para salir y cenar con la magnífica Olga. Pero se durmió y no se despertó hasta las diez y media. Saltó entonces al teléfono y pidió el Trocadéro Palace.

—Oiga… oiga… ¿El Trocadéro Palace…? Póngame con los aposentos de Su Majestad… Oiga, oiga… ¿Quién está al teléfono…? ¿La dactilógrafa…? ¿Eres tú, Julie…? ¿Cómo estás, querida? La reina me espera, ¿verdad? Que se ponga al teléfono. Vamos, vamos… no me molestes… Si te he puesto cerca de la reina no es para que refunfuñes… Vamos, deprisa, avísala (un silencio y Raoul continúa). Oiga, ¿eres tú, Olga? Resulta que mi cita se ha prolongado… por otra parte, estoy muy contento pues el negocio está resuelto… No, querrrrida, no es culpa mía… ¿Quieres que comamos juntos el vierrrrnes? Vendrrrré a buscarrrrte. ¿Verdad que no me guardas rencor? Ya sabes que tú eres lo primero… ¡ah, querrrrida Olga…!