El caballero del entresuelo
El 63 del Quai Voltaire es un hotel particular que levanta a lo largo del Sena su vieja fachada gris de ventanas altas. La planta baja y casi la totalidad del entresuelo están ocupados por los almacenes de un anticuario y de un librero. En el primer piso y en el segundo se encontraba el lujoso apartamento del marqués d’Erlemont, cuya familia poseía el inmueble desde hacía más de un siglo. Muy rico antaño, pero arruinado ahora debido a las especulaciones, tuvo que restringir el tren de vida y reducir el personal a su servicio.
A ello era debido que hubiera habilitado en el entresuelo una pequeña vivienda independiente compuesta de cuatro habitaciones que su hombre de negocios consentía en alquilar al primero que tuviera la delicadeza de ofrecerle un buen vaso de vino.
En aquella época, y desde hacía un mes, el inquilino era un tal señor Raoul, que raramente dormía en la vivienda y que sólo acudía allí unas dos horas cada mediodía.
Vivía dicho caballero encima de la portería y debajo de las habitaciones que ocupaba el secretario del marqués. Se entraba en un vestíbulo oscuro que conducía al salón. A la derecha una habitación, a la izquierda el baño.
Aquel mediodía el salón estaba vacío. Lo adornaban un escaso número de muebles que parecían haber sido reunidos al azar. Ningún arreglo, ninguna intimidad. Una impresión de campamento en el que unas circunstancias pasajeras os han conducido y que el capricho del momento os hará dejar de modo imprevisto.
Entre las dos ventanas que tenían una vista sobre la admirable perspectiva del Sena, un sillón volvía la espalda a la puerta de entrada alzando su amplio dosel capitonado.
Junto a este sillón, a la derecha, un velador sostenía un cofre que tenía la apariencia de un guarda licores.
Un reloj situado contra la pared en uno de los ángulos sonó cuatro veces. Pasaron dos minutos. Después, en el techo sonaron tres golpes a intervalos regulares como los tres golpes que anuncian en el teatro el levantamiento del telón. Tres golpes más. Después, repentinamente, sonó en alguna parte, junto al cofre de licores, un timbre precipitado, como el del teléfono, pero discreto, apagado.
Un silencio.
Y todo volvió a empezar. Tres golpes de telón, el repiqueteo sordo del teléfono. Pero esta vez la llamada no terminó y continuó sonando en el interior del cofre de licores como si fuera una caja de música.
—¡Maldición y mil veces maldición! —gruñó en el salón la voz adormecida de alguien que se despierta.
Un brazo surgió lentamente por la derecha del vasto sillón vuelto hacia las ventanas, un brazo que se alargó hacia el cofre del velador, un brazo cuya mano levantó la tapa del cofre y cogió el receptor telefónico que estaba colocado en el interior.
El receptor fue llevado hacia el otro lado del respaldo y la voz, más clara, del señor invisible que estaba semiescondido en las profundidades del sillón, gruñó:
—Sí, soy yo, Raoul… ¿No puedes dejarme dormir, Courville? Fue una idea estúpida poner en comunicación tu despacho y el mío. ¿Verdad que no tienes nada que decirme? Cuelga, que estoy durmiendo.
Colgó. Pero los golpes de telón y la llamada telefónica sonaron otra vez. Entonces el caballero cedió y se estableció un diálogo en sordina entre el señor Raoul del entresuelo y el señor Courville, secretario del marqués d’Erlemont.
—Habla… desembucha… ¿Está el marqués en casa?
—Sí, y el señor Valthex acaba de dejarle.
—¡Valthex! ¡También hoy Valthex! ¡Por todos los diablos! Este tipo me es tanto más antipático en tanto que con toda evidencia persigue el mismo fin que nosotros, con la diferencia que él conoce este fin y nosotros lo ignoramos. ¿Has oído algo a través de la puerta?
—No, nada.
—Nunca oyes nada, tú. Entonces, ¿por qué me molestas? Déjame dormir, ¡maldición! Tengo una cita a las cinco para ir a tomar el té con la magnífica Olga.
Colgó. Pero la comunicación le debía haber quitado el sueño ya que encendió un cigarrillo sin que por ello abandonara las profundidades de su sillón.
Anillos de humo azul ascendían por encima del respaldo. El reloj señalaba las cuatro y diez. Y, bruscamente, un timbrazo seco, que venía del vestíbulo, de la puerta de entrada. Al mismo tiempo, entre las dos ventanas, bajo una cornisa, se deslizó un panel bajo la acción, evidentemente, de un mecanismo puesto en marcha por el timbre.
Un espacio en forma de rectángulo, del tamaño de un pequeño espejo, que se iluminaba como la pantalla de un cine, reflejaba el encantador rostro de una muchacha rubia de pelo rizado.
El señor Raoul saltó del sillón murmurando:
—¡Hermosa muchacha, a fe!
La miró durante un segundo, decididamente no la conocía, no la había visto nunca.
Pulsó un botón y volvió el panel a su sitio. Acto seguido se miró a su vez en otro espejo que le devolvió la agradable imagen de un caballero de unos treinta y cinco años, de porte elegante, de aventajada estatura y vestido impecable. Un caballero de este tipo puede recibir con ventaja la visita de cualquier tipo de hermosa muchacha.
Corrió al vestíbulo.
La hermosa visitante rubia esperaba con un sobre en la mano y una maleta junto a ella sobre la alfombra del rellano.
—¿En qué puedo servirla, señora?
—Señorita —dijo la muchacha en voz baja.
Raoul corrigió:
—¿En qué puedo servirla, señorita?
—¿Vive aquí el marqués d’Erlemont?
Raoul comprendió que la visitante se equivocaba de piso. Mientras que la joven avanzaba dos o tres pasos en el interior del vestíbulo, Raoul cogió la maleta y replicó con aplomo:
—Soy yo mismo, señorita.
La muchacha se detuvo en el umbral del salón y murmuró desconcertada:
—Ah… me habían dicho que el marqués era… un caballero de cierta edad…
—Soy su hijo —afirmó fríamente Raoul.
—Pero si no tiene ningún hijo…
—¿No es posible? En este caso digamos que no soy su hijo. Por otra parte no tiene ninguna importancia. Estoy en muy buenas relaciones con el marqués d’Erlemont, aunque no tengo el honor de conocerle.
Hábilmente la hizo entrar y cerró la puerta.
La muchacha protestó:
—Pero, caballero, tengo que irme… me he equivocado de piso.
—Justamente… Descanse un poco… La escalera es abrupta como un acantilado…
Tenía un aire tan alegre y unas maneras tan desenvueltas que la muchacha no pudo evitar una sonrisa mientras intentaba salir del salón.
Pero, en aquel mismo momento, sonó un timbrazo en el rellano y nuevamente la pantalla luminosa apareció entre las dos ventanas, reflejando un rostro desagradable cruzado por un grueso bigote.
—¡Diablos, la policía! —exclamó Raoul apagando la pantalla—. ¿Qué viene a hacer aquí éste?
La muchacha se inquietó, confundida ante la aparición de aquella cabeza.
—Se lo ruego, caballero, déjeme marchar.
—Pero si se trata del inspector principal Gorgeret, un «poli» desalmado, un auténtico monstruo… cuyo rostro no me es desconocido del todo. Es necesario que no la vea, y no la verá.
—Me es del todo indiferente que me vea, caballero. Deseo irme.
—A ningún precio, señorita. No quiero comprometerla.
—No me comprometerá usted.
—Sí, sí… Mire, ¿quiere usted pasar a mi habitación? ¿No? Entonces, qué; pues a pesar de todo hay que…
Se echó a reír, preso de una idea que le divertía, ofreció galantemente la mano a la muchacha y la hizo sentarse en el amplio sillón.
—No se mueva usted, señorita. Aquí está usted al abrigo de todas las miradas y dentro de un minuto estará usted libre. Si no quiere aceptar mi habitación como refugio, al menos acepte mi sillón, ¿no es cierto?
La muchacha obedeció a su pesar, tanta decisión y autoridad se mezclaban en su aire alegre y de buen muchacho.
El caballero sonrió ligeramente para manifestar su alegría. La aventura se anunciaba bajo los colores más agradables. Fue a abrir.
El inspector Gorgeret entró de un salto seguido de su colega Flamant y gritó con tono brutal:
—¡Hay una mujer aquí. La portera la ha visto pasar y la ha oído llamar!
Raoul le impidió, suavemente, pasar y le dijo con toda cortesía:
—Puedo saber…
—Inspector principal Gorgeret, de la policía judicial.
—¡Gorgeret! —exclamó Raoul—. ¡El famoso Gorgeret! ¡El que ha estado a punto de atrapar a Arsenio Lupin!
—Y que cuenta con arrestarlo un día u otro —dijo Gorgeret—. Pero por hoy se trata de otra cosa… o, mejor dicho, de otra caza. Ha subido una mujer, ¿verdad?
—¿Una rubia? —preguntó Raoul—. ¿Muy bonita?
—Si usted lo dice…
—Entonces no es esa… Yo hablo de una muchacha muy hermosa, notablemente hermosa… La sonrisa más deliciosa… el rostro más fresco…
—¿Está aquí?
—Acaba de salir. Hace sólo tres minutos que ha llamado y me ha preguntado si yo era el señor Frossin que vive en el número 63 del boulevard Voltaire. Le he explicado su error y le he dado las indicaciones necesarias para ir al boulevard Voltaire. Se ha marchado acto seguido.
—¡Qué contratiempo! —gruñó Gorgeret que, maquinalmente, miró a su alrededor lanzando un vistazo al sillón vuelto de espaldas y escrutando las puertas.
—¿Abro? —propuso Raoul.
—Es inútil. Ya la encontraremos allá abajo.
—Por usted, inspector Gorgeret, estoy tranquilo.
—Yo también —dijo inocentemente Gorgeret, y añadió poniéndose de nuevo su sombrero—: A menos de que prepare otro de sus trucos… Todo esto tiene el aspecto de una bonita trampa.
—¿Una tramposa esta admirable rubia?
—Ya lo creo. Hace un momento en la estación Saint-Lazare casi la he atrapado a la llegada del tren en el que había sido vista… Es la segunda vez que se me escapa…
—Me ha parecido una muchacha muy educada y simpática.
Gorgeret hizo un movimiento de protesta y dejó escapar a su pesar:
—¡Una astuta mujer es lo que es! ¿Sabe usted de quién se trata? Pues nada menos que de la amante del gran Paul.
—¿Cómo? ¿El famoso bandido? Ladrón… asesino tal vez. ¿El gran Paul, a quien usted casi arrestó?
—Y que arrestaré, como a su amante, como a esa zorra de Clara la Blonde.
—¡Imposible! Así que la hermosa rubia era esa Clara de quien los periódicos hablaban y a quien hace seis semanas que se está buscando…
—La misma. Ahora comprende usted por qué tiene tanto valor la presa que buscamos. Vamos, Flamant. Entonces, caballero, en cuanto a la dirección estamos de acuerdo. Se trata del señor Frossin del 63 del boulevard Voltaire.
—Exacto. Ésta es la dirección que la muchacha me ha dado.
Raoul les acompañó y con amabilidad deferente les dijo inclinándose sobre la barandilla de la escalera:
—¡Buena suerte! Y cuando les coja, detenga también al señor Lupin. Todos son bandidos de la misma calaña.
Cuando regresó al salón, la muchacha estaba en pie, un poco pálida, denunciando una cierta ansiedad.
—¿Qué le sucede, señorita?
—Nada… nada… Sólo que estos hombres me esperaban en la estación, que me habían señalado en el tren…
—¿Entonces usted es Clara la Blonde, la amante del famoso gran Paul?
La muchacha se encogió de hombros.
—Ni siquiera sé quién es ese gran Paul.
—¿No lee usted los periódicos?
—Rara vez.
—¿Y el nombre de Clara la Blonde?
—Lo ignoro. Yo me llamo Antonine.
—En este caso, ¿qué teme usted?
—Nada. De todas maneras querían arrestarme… querían…
La muchacha se interrumpió y sonrió como si hubiera comprendido de repente la puerilidad de su emoción. Dijo:
—Acabo de llegar de provincias y pierdo la cabeza en la primera complicación con la que me enfrento. Adiós, caballero.
—¿Tiene usted prisa? ¡Espere un poco, tengo tantas cosas que decirle! Tiene usted una hermosa sonrisa… una sonrisa que enloquece… con la comisura de los labios que miran hacia arriba…
—Nada tengo que oír, señor. Adiós.
—¡Cómo! Acabo de salvarla…
—¿Usted me ha salvado?
—¡Demonios! Cárcel… tribunal… cadalso. Todo eso bien merece algo a cambio. ¿Cuánto tiempo permanecerá usted en casa del marqués d’Erlemont?
—Una media hora, quizá…
—Pues bien, esperaré que regrese y tomaremos el té aquí como buenos amigos.
—¡El té aquí! ¡Oh, caballero, usted se aprovecha de un error…! Le ruego que me deje…
La muchacha levantó hacia él unos ojos tan francos que Raoul comprendió lo inconveniente de su oferta y no insistió.
—Aunque usted no lo quiera, señorita, el azar volverá a ponernos al uno frente al otro… y yo voy a ayudar al azar. Hay muchos encuentros que tienen inevitablemente, un mañana… muchos mañanas.
Detenido en el rellano, Raoul la miró subir al piso. La muchacha se volvió para enviarle un gentil saludo con la mano mientras él se decía:
—Sí, es adorable… ¡Ah! Esta sonrisa fresca. Pero ¿qué va a hacer en casa del marqués? Y además, ¿qué hace esta muchacha en la vida? ¿Cuál es el misterio de su existencia? ¡La amante del gran Paul! ¡Que se haya visto comprometida al mismo tiempo que el gran Paul, es posible, pero de ahí a ser su amante! Sólo la policía es capaz de inventar tamañas historias…
A pesar de todo pensó que Gorgeret, después de romperse la nariz en el 63 del boulevard Voltaire tal vez tendría la idea de volver y que existía el peligro de un encuentro entre él y la joven. Tenía que evitarlo a todo precio.
De repente, al regresar a su apartamento, se dio un golpe en la frente murmurando:
—¡Diantre, había olvidado…!
Y corrió hacia el teléfono, uno que no estaba disimulado, con línea exterior.
—Vendôme 00-00. ¡Oiga! ¡Dese prisa, señorita! ¡Oiga! ¿La casa de modas Berwitz? ¿Está aquí la reina? Le estoy preguntando si Su Majestad está aquí… ¿Se está probando? Pues bien, dígale que Raoul está al teléfono…
E insistió imperiosamente:
—No me venga con historias. Le ordeno que avise a Su Majestad. Su Majestad se enfadaría mucho si no la avisaran.
Esperó tamborileando sobre el aparato con gesto nervioso. En el otro extremo del hilo alguien respondió. Raoul dijo:
—¿Eres tú, Olga? Soy Raoul. ¿Cómo? ¿Qué? ¿Estás en la mitad de la prueba? ¿Estás medio desnuda? Pues mira, mejor para quien pueda verte, magnífica Olga. Tienes los hombros más hermosos de toda la Europa central. Pero por favor, Olga, no pronuncies las erres así… ¿Que qué quería decirrrrrte? Pues mira, que no puedo venir a tomar el té… No, no, querrrrida. Cálmate, no estoy con ninguna mujer. Se trata de una cita de negocios… Tienes que ser rrrrazonable… Veamos, querida… esta noche para cenarrr… ¿Te paso a recoger? De acuerrrrdo, mi querrrrida Olga…
Colgó el aparato y rápidamente se apostó detrás de su puerta entreabierta.