Clara la Blonde
Estación de Saint-Lazare. Entre las verjas que impiden el paso a los andenes y las salidas que conducen al gran hall de los Pasos Perdidos, el torrente de viajeros iba y venía, se dividía en corrientes de idas y llegadas, se volvía remolinos ruidosos, se precipitaba hacia las puertas y hacia los pasajes. Discos provistos de agujas inmóviles indicaban los puntos de destino. Unos empleados verificaban y marcaban los billetes.
Dos hombres que no parecían participar en aquel enfebrecido ir y venir, deambulaban entre los grupos con el aire distraído de dos paseantes cuyas preocupaciones fuesen absolutamente extrañas al tumulto de la muchedumbre. El uno, grueso y vigoroso, de rostro poco simpático, de expresión dura; el otro, débil, mezquino; ambos tocados con sombreros hongos y el rostro cruzado por bigotes.
Se detuvieron cerca de la salida en la que el disco no señalaba nada y en donde esperaban cuatro empleados. El más delgado de los dos hombres se aproximó a ellos y preguntó educadamente:
—¿A qué hora llega el tren de las quince cuarenta y siete?
El empleado contestó con ironía:
—A las quince cuarenta y siete.
El caballero grueso alzó los hombros como si deplorara la estupidez de su compañero y a su vez preguntó:
—Es el tren que viene de Lisieux, ¿no es verdad?
—El tren trescientos sesenta y ocho, en efecto —le respondió el empleado—. Estará aquí dentro de diez minutos.
—¿Hay retraso?
—No, señor.
Los dos paseantes se alejaron y se apoyaron en una columna.
Transcurrieron tres, después cuatro y después cinco minutos.
—¡Qué fastidio! —dijo el caballero grueso—. No veo al tipo que tenían que enviarnos de la prefectura.
—¿Le necesita usted?
—¡Diablos! Si no me trae el mandato de arresto, ¿cómo quieres que actúe contra la viajera?
—Tal vez nos esté buscando. Es posible que no nos conozca.
—¡Idiota! ¡Que no te conozca a ti, Flamant, es natural… Pero a mí, Gorgeret, el inspector principal Gorgeret, que desde el caso del castillo de Volnic está en la brecha…!
El llamado Flamant, vejado, insinuó:
—Es un viejo caso el del castillo de Volnic. ¡Quince años!
—¿Y el robo de la calle Saint Honoré? ¿Y la trampa en la que atrapé al gran Paul? ¿Acaso se remonta a las cruzadas? No hace ni dos meses de ello.
—Usted le agarró, cierto, lo cual no impide que siga corriendo, el gran Paul.
—Pero ello no impide que sea a mí a quien recurran para atraparlo otra vez puesto que mi plan era perfecto. Mira, fíjate, la orden de servicio me designa a mí.
Sacó de su cartera un papel que desplegó y que ambos leyeron juntos.
Prefectura de policía 4 de junio
Orden de servicio
(urgente)
La amante del gran Paul, la llamada Clara Blonde ha sido vista en el tren 368, que tiene su llegada procedente de Lisieux a las 15,47. Enviar inmediatamente al inspector principal Gorgeret. Antes de la llegada del tren, en la estación de Saint-Lazare le será entregada la orden de arresto.
Descripción de la señorita: Cabello rubio, ondulado, partido en dos. Entre veinte y veinticinco años. Bonita. Vestida sencillamente. Paso elegante.
—¿Ves? Es mi nombre el que está escrito. Como que soy yo quien siempre se ha encargado del gran Paul, a mí me han designado para que me encargue de su amiguita.
—¿La conoce usted?
—Poco. De todas maneras tuve tiempo de verla cuando derribé la puerta de la habitación en que estaba con el gran Paul. Sólo que aquel día no tenía suerte. Mientras lo agarraba a él, ella saltó por la ventana. Mientras yo la perseguía, el gran Paul se las piró.
—Así pues estaba usted solo.
—Éramos tres, pero el gran Paul dejó fuera de combate a los otros dos.
—¡Es un tipo duro!
—Esto no impedirá que lo atrape.
—En su lugar yo no lo hubiera dejado.
—En mi lugar, muchacho, te habría dejado atontado como a los otros dos. Además tienes fama de idiota.
Aquél era uno de los argumentos decisivos en la boca del inspector principal Gorgeret, para quien todos sus subalternos eran idiotas y quien, a su vez, se envanecía de ser infalible y de tener siempre la última palabra en todas las acciones policiales que emprendía.
Flamant pareció inclinarse y dijo:
—Después de todo, tuvo usted suerte. El drama de Volnic para empezar… ahora sus historias con el gran Paul y con Clara… ¿Sabe usted a quién le falta en su colección?
—¿Quién?
—El arresto de Arsenio Lupin.
—En dos ocasiones se me escapó por los pelos —gruñó Gorgeret—, pero a la tercera va la vencida. En cuanto al caso de Volnic, no lo pierdo de vista… Como tampoco pierdo de vista al gran Paul. En cuanto a Clara la Blonde…
Cogió a su colega por el brazo.
—¡Atención! Llega el tren…
—Y usted sin el mandato…
Gorgeret lanzó una ojeada circular. Nadie se encaminaba hacia él. ¡Qué contratiempo!
Allá abajo, sin embargo, al final de una de las líneas, el perfil macizo de una locomotora hizo su aparición. El tren se aproximó poco a poco a lo largo del andén y después se detuvo. Se abrieron las puertas y racimos de gente invadieron el andén.
A la salida, la ola de viajeros se canalizó y se encarriló bajo la acción de los revisores. Gorgeret impidió a Flamant que avanzara. ¿Para qué? No había más que una salida y los grupos de viajeros estaban obligados a pasar por allí. Cruzaban de uno en uno. Siendo así, ¿cómo no localizar a una mujer cuya descripción era tan clara?
La muchacha apareció y la convicción de los dos policías fue inmediata. No había duda, era la muchacha descrita. Se trataba, con toda seguridad de la mujer a la que se conocía con el nombre de Clara la Blonde.
—Sí, sí —murmuró Gorgeret—, la reconozco. Esta vez no se me escapará.
El rostro era verdaderamente hermoso. Medio sonriente, medio asustado, con los cabellos rubios ondulados, los ojos, cuyo azul vivo se distinguía de lejos y con unos dientes cuya blancura aparecía o se ocultaba según el movimiento de una boca que parecía siempre dispuesta a reír.
Llevaba un vestido gris con cuello blanco que le daba el aspecto de una pequeña colegiala interna. La actitud era discreta como si tratara de disimularse. Llevaba una maleta de pequeñas dimensiones y un bolso. Ambos objetos presentaban un aspecto limpio pero muy modesto.
—Su billete, señorita.
—¿Mi billete?
Fue todo un caso. ¿Su billete? ¿Dónde lo había puesto? ¿En un bolsillo? ¿En su bolso? ¿En la maleta? Intimidada, empujada por la gente que se aglomeraba a su espalda y que se burlaba de su embarazo, la muchacha depositó su maleta en el suelo, abrió su bolso y finalmente encontró su billete cogido con una aguja bajo una de sus bocamangas.
Entonces, abriéndose paso entre la doble fila que se había formado, la muchacha rubia pasó.
—¡Maldición! ¡Qué lástima no tener el mandato! Sería un buen momento para agarrarla.
—Agárrela sin él.
—¡No seas estúpido! Vamos a seguirla. Y nada de falsas maniobras. Nos pegaremos a sus talones.
Gorgeret era demasiado diestro para «pegarse a los talones» de una joven que ya se le había escurrido una vez de entre los dedos con tanto ingenio y malicia y cuya desconfianza no había que provocar. Se mantuvo a distancia, comprobó las dudas —reales o fingidas— de Clara la Blonde, que se comportaba como quien entra por primera vez en la Sala de los Pasos Perdidos. La muchacha no se atrevía a informarse y avanzaba a la deriva con dirección a una meta ignorada. Gorgeret murmuró:
—¡Una mujer extraordinaria!
—¿Por qué?
—No me hará creer que no sabe cómo se sale de la estación. Sin embargo, si duda, si finge dudar, es porque piensa que pueden seguirla y lo hace para tomar precauciones.
—Por otra parte —observó Flamant—, tiene el aspecto de estar asustada. ¡Qué gentil es! ¡Y qué graciosa!
—¡No te embales, Flamant! Es una mujer con mucha experiencia. El gran Paul está loco por ella. Mira, por fin ha encontrado la escalera… Venga, apresurémonos.
La muchacha descendió la escalera y llegó fuera ante el patio de Roma. Llamó a un taxi.
Gorgeret se apresuró. Vio cómo la muchacha sacaba de su bolso un sobre cuya dirección leyó al chófer. A pesar de que la muchacha hablaba en voz baja, el policía logró escuchar:
—Condúzcame al 63 del Quai Voltaire.
Y subió al coche. A su vez, Gorgeret llamó a un taxi. Pero en aquel preciso momento el emisario de la prefectura que con tanta impaciencia esperaba se le aproximó.
—Ah, es usted, Renauld. ¿Tiene usted el mandato?
—Aquí está —dijo el agente.
Y dio algunas explicaciones complementarias que le habían encargado para Gorgeret. Cuando el inspector principal estuvo libre se dio cuenta de que el taxi que había llamado se había ido y que el vehículo de Clara había dado la vuelta a la plaza.
Perdió todavía tres o cuatro minutos. Pero ¿qué le importaba? ¡Conocía la dirección!
—Chófer —dijo al taxista que se paró frente a él—, condúzcanos al Quai Voltaire, al número 63.
Un individuo había estado rondando alrededor de los dos inspectores al mismo instante en que, apoyados en la columna, vigilaban la llegada del tren 368. Se trataba de un hombre de bastante edad, con el rostro delgado y peludo, de tez pálida, vestido con un sobretodo oliváceo muy largo y raído. Este individuo consiguió, sin que le descubrieran los inspectores, aproximarse al taxi en el momento en que Gorgeret anunciaba la dirección.
A su vez, saltó en un taxi y ordenó:
—Chófer, al 63 del Quai Voltaire.