Prólogo
La extraña herida
El drama, con las circunstancias que lo prepararon y las peripecias que llevó consigo puede resumirse en unas pocas páginas, sin correr el riesgo de dejar a oscuras el más mínimo detalle necesario para llegar a la inaccesible verdad.
Todo sucedió con la mayor naturalidad del mundo. No hubo ninguna de esas amenazas solapadas que multiplica a veces el destino en el prólogo de sucesos de alguna importancia. Ningún hálito de viento anunció la tempestad. No hubo angustia. Ni siquiera una inquietud entre los que fueron espectadores de aquella pequeñez, tan trágica, por la inmensidad del misterio que la envolvió.
Veamos los hechos: el señor y la señora de Jouvelle y los invitados que recibieron en su castillo de Volnic, en Auvernia —un enorme edificio con torres cubierto de tejas rojas—, habían asistido a un concierto dado en Vichy por la admirable cantante Elisabeth Hornain. Al día siguiente, el trece de agosto, por invitación de la señora de Jouvelle, que había conocido a Elisabeth antes que hubiera pedido el divorcio contra el banquero Hornain, la cantante acudió a almorzar al castillo que sólo está a una docena de quilómetros de Vichy.
Almuerzo muy alegre. Los castellanos sabían poner en su hospitalidad aquella gracia y aquella delicadeza que da relieve a cada uno de los invitados. Éstos, en número de ocho, lucían su verbo y su ingenio. Había tres jóvenes parejas, un general retirado y el marqués Jean d’Erlemont, gentilhombre de unos cuarenta años, de gran estatura y una seducción que ninguna mujer resistía.
Pero el homenaje de estas diez personas, su esfuerzo por complacer y por brillar, iban dirigidos a Elisabeth Hornain, como si en su presencia no se pudiera pronunciar palabra que no tuviera por motivo el hacerla sonreír o atraer su mirada. Sin embargo, la cantante no se esforzaba ni en complacer ni en brillar. Pronunciaba sólo frases escasas en las que reinaba el buen sentido pero no el ingenio ni la vivacidad. ¿Para qué? Era bella. Su belleza la excusaba del resto. Por más cosas profundas que hubiera dicho se hubieran perdido en el centelleo de su hermosura. Frente a ella sólo se pensaba en esto, en sus ojos azules, en sus sensuales labios, en el terciopelo de su tez, en el óvalo perfecto de su rostro.
Incluso en el teatro, a pesar de su voz cálida y de su verdadero talento de artista lírica, se ganaba al público de entrada a fuerza de ser bella.
Llevaba siempre vestidos muy simples puesto que no hubieran sido notados aunque fueran más elegantes, ya que sólo se pensaba en la gracia de su cuerpo, en la armonía de sus gestos y en el esplendor de sus hombros. Sobre su corpiño brillaban maravillosos collares que se mezclaban unos con otros en un detonante desorden de rubíes, esmeraldas y diamantes. Si se le hacían cumplidos solía reprimir la admiración con una sonrisa:
—Joyas de teatro… He de confesar que son muy buenas imitaciones.
—Habría jurado que… —se le decía.
—También yo… Todo el mundo se deja engañar por ellas.
Después de comer, el marqués d’Erlemont actuó de tal manera que consiguió separarla de los otros para hablarle en privado. La cantante escuchaba con interés y con cierto aire de ensueño.
Los otros invitados formaban un grupo alrededor de la dueña de la casa a quien aquella conversación privada parecía preocupar.
—Pierde su tiempo —murmuraba—, hace muchos años que conozco a Elisabeth. No hay esperanza alguna para sus enamorados. Es una bella estatua, pero es indiferente. Ya puedes representar tu bella comedia, muchacho, y emplear tus mejores trucos… No te va a servir de nada.
Estaban todos sentados en la terraza, al amparo del castillo. Un jardín inglés se extendía a sus pies, estirando bajo el sol sus líneas rectas, sus verdes céspedes, sus avenidas de arena amarilla, sus parterres de tejos recortados. Al fondo, el montón de ruinas que quedaban del viejo castillo, torres, torreones, la capilla, se prolongaba sobre montículos en los que ascendían caminos serpenteantes bajo las hojas de los laureles, de los bojes y de los acebos.
El lugar era majestuoso e imponente, y el espectáculo tenía tanto más carácter cuanto que se sabía que más allá de aquellas ruinas había el vacío de un precipicio. El reverso de lo que se veía caía a pico sobre un barranco que rodeaba la posesión y en el centro del cual rugía, a una profundidad de cincuenta metros, el agua tumultuosa de un torrente.
—¡Qué cuadro! —exclamó Elisabeth Hornain—. ¡Cuando pienso en el cartón pintado de nuestros decorados, en la tela de nuestras paredes que tiembla y en el tejido que figuran árboles!… Sería muy bonito actuar aquí.
—¿Qué le impide cantar aquí, Elisabeth? —dijo la señora de Jouvelle.
—La voz se pierde en esta inmensidad.
—Pero no la suya —protestó Jean d’Erlemont—. ¡Y sería tan hermoso! Ofrézcanos esa visión…
La cantante reía. Buscaba excusas y se debatía en medio de aquellas gentes que le insistían y le suplicaban.
—No, no —decía—, ha sido un error hablar de eso… Haría el ridículo… ¡Parecería tan poca cosa!
Pero su resistencia se debilitaba. El marqués le había tomado la mano e intentaba llevarla hasta allí.
—Venga conmigo, yo le enseñaré el camino… Venga… Sería un placer tan inmenso oírla.
—Sea. Acompáñeme usted hasta el pie de las ruinas.
Decidida de repente, la cantante avanzó por el jardín, lentamente, con aquel paso grácil y bien ritmado que le era habitual en el teatro. Al final del césped, subió cinco escalones de piedra que la condujeron a la terraza opuesta a la del castillo. Ante ella se alzaban nuevos escalones más estrechos con una barandilla en la que alternaban vasos de geranios y ánforas antiguas. A la izquierda se abría una avenida de macizos de arbustos. Siguió caminando seguida del marqués y desapareció tras la cortina de arbustos.
Al cabo de unos instantes, se la vio, sola esta vez, que ascendía por los escarpados escalones mientras que Jean d’Erlemont regresaba por el jardín inglés. Por último, la cantante reapareció más arriba todavía en un terraplén en el que se levantaban los tres arcos góticos de una capilla demolida y en el fondo una muralla de hiedra.
La cantante se detuvo. De pie sobre un túmulo que le servía de pedestal, parecía más alta, de proporciones sobrehumanas, y cuando extendió sus brazos y se puso a cantar, llenó con sus gestos y con su voz el vasto círculo de follaje y de granito que recubría el cielo azul.
El señor y la señora de Jouvelle y sus invitados escuchaban y miraban con los rostros contraídos y aquella impresión que se experimenta cuando se forman en el fondo de nuestra conciencia recuerdos que se saben inolvidables. El personal del castillo, el personal de la granja que estaba junto a los muros de la posesión y una docena de campesinos de la vecina aldea se habían agrupado en todas las puertas y en todos los rincones de los macizos y cada uno de ellos experimentaba la calidad del minuto presente.
Nadie sabía exactamente lo que Elisabeth Hornain cantaba. Era algo que se elevaba y se expandía en notas graves, amplias, a veces trágicas pero palpitantes de esperanza y de vida. Y de repente… Pero hay que recordar que la escena tenía lugar en una seguridad absoluta y que no había razón alguna, humanamente posible, para que no tuviera continuidad y no terminara en la misma seguridad absoluta. Lo que sucedió fue brusco, inmediato. Si bien hubo diferentes sensaciones entre los espectadores, todos coincidieron —y así lo atestiguaron— en que el hecho estalló como una bomba que nadie había ni adivinado ni prevenido. (Estas mismas expresiones figuraron en las declaraciones.)
Sí, repentinamente, llegó la catástrofe. La voz mágica se interrumpió en seco. La estatua viviente que cantaba en aquel espacio cerrado vaciló sobre su pedestal de ruinas y de golpe se derrumbó sin un grito, sin un gesto de miedo, sin un movimiento de defensa o de angustia. Todos tuvieron enseguida, de manera irrevocable, la convicción de que no había habido ni lucha ni agonía y que no llegarían junto a una mujer agonizante sino junto a una mujer a la que la muerte había fulminado en el primer segundo.
De hecho, cuando alcanzaron la explanada superior, Elisabeth Hornain yacía inerte, lívida… ¿Congestión? ¿Crisis cardíaca? No. Un hilillo de sangre brotaba sobre su hombro desnudo y sobre su cuello.
La vieron enseguida. Aquella sangre roja que se iba extendiendo. Y al mismo tiempo comprobaron algo incomprensible que uno de los presentes formuló en una exclamación de estupor:
—¡Los collares han desaparecido!
Sería fastidioso recordar los detalles de una investigación por la que, en aquella época, todo el mundo se apasionó. Investigación inútil por otra parte, y concluida rápidamente. Los magistrados y la policía que la condujeron chocaron desde el principio con una parte cerrada contra la que todos sus esfuerzos fueron vanos. Todos tuvieron la impresión profunda de que no había nada que hacer. Un crimen, un robo. Eso era todo.
Ya que el crimen era indiscutible. No se encontró ciertamente ni arma, ni proyectil, ni asesino. Pero nadie pensó en negar el crimen. Sobre cuarenta y dos asistentes, cinco afirmaron haber visto un fulgor en alguna parte sin que ninguna de las cinco afirmaciones coincidiera sobre el emplazamiento y dirección de dicho fulgor. Los treinta y siete restantes no habían visto nada. De igual modo, tres personas pretendieron haber oído el ruido sordo de una detonación mientras que las otras treinta y nueve no habían oído nada.
En todo caso, el hecho de un crimen estaba fuera de toda discusión puesto que existía herida. Y herida terrible, espantosa, la herida que había provocado en la parte superior del hombro izquierdo, justo en la base del cuello, una bala monstruosa. ¿Una bala? Para ello habría sido necesario que el asesino hubiera estado apostado en las ruinas, en algún lugar más elevado que la cantante, y que dicha bala hubiera penetrado profundamente en la carne y hubiera causado destrozos internos, lo que no había sucedido.
Se hubiera dicho más bien que la herida de la que había manado la sangre había sido producida por un instrumento contundente, un martillo o un rompecabezas. Pero ¿quién había manejado dicho martillo o rompecabezas? ¿Y cómo había permanecido invisible tal gesto?
Por otra parte, ¿qué había sucedido con los collares? Si había habido crimen y había habido robo, ¿quién había cometido uno y otro? ¿Y qué milagro había permitido al agresor escapar en tanto que algunos domésticos, apostados en ciertas ventanas del último piso, no habían quitado ojo de la cantante, de la explanada en la que cantaba, de su cuerpo cuando cayó, de su cadáver que yacía en el suelo? Y todas estas gentes, ¿no habrían visto sin lugar a dudas la huida de un hombre entre los macizos, su loca carrera? Y por detrás, el decorado de ruinas se hundía en un precipicio abrupto que era materialmente imposible escalar o descender…
¿Se había ocultado en la hiedra o en algún agujero? Se buscó durante dos semanas. Se hizo venir de París a un joven policía, ambicioso y tenaz, Gorgeret, que había conseguido resolver algunos enigmas indescifrables. Todo en vano. Investigaciones sin resultado. El caso fue cerrado, con gran enojo de Gorgeret que se prometió no cerrarlo nunca.
Asustados por este drama, el señor y la señora de Jouvelle abandonaron Volnic anunciando su voluntad formal de no volver jamás. El castillo fue puesto en venta amueblado, tal como estaba. Seis meses más tarde alguien lo compró. Nunca se supo quién, puesto que el notario Audigat negoció la venta con un gran secreto. Todos los criados, granjeros y jardineros fueron despedidos. Sólo la gran torre bajo la que pasaba la bóveda cochera fue habitada por un individuo de cierta edad que se instaló allí con su mujer: Lebardon, antiguo gendarme. Jubilado, había aceptado este puesto de confianza.
Los habitantes de la aldea intentaron en vano hacerle hablar: su curiosidad no se vio satisfecha. Montaba guardia con aspereza. Todo lo más se notó que en diversas ocasiones, quizá una vez por año y en épocas diferentes, un señor llegaba por la noche en automóvil, dormía en el castillo y volvía a partir a la mañana siguiente. El propietario, sin duda, que venía a entrevistarse con Lebardon. Pero sin certeza alguna. Por este lado no pudo saberse nada más.
Once años más tarde el gendarme Lebardon murió.
Su mujer permaneció sola en la torre de entrada. Tan poco habladora como su marido, nada dijo de lo que sucedía en el castillo; pero ¿acaso sucedía algo?
Transcurrieron cuatro años más.